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Yo… O sí, claro, depende de cómo lo mires.
—Sólo puedo mirarlo de una manera, mami. Yo necesito trabajar para vivir.
Ella no quiso replicar a eso de momento. Con sus nuevos dedos torpes, torcidos,
fue cogiendo una por una todas las cosas que seguían desparramadas sobre su
falda para devolverlas al bolso. Cuando terminó, volvió a mirar a Sara. La
inquietud que se filtraba entre sus palabras contradijo por fin la convencional
amplitud de su sonrisa.
—Hablar de dinero es siempre tan desagradable, ¿verdad? –su ahijada sonrió al
escuchar de nuevo, después de tantos años, aquel extravagante axioma, y ella se
animó ante aquel gesto, cargado de un sarcasmo que nunca podría percibir–. Yo
no sé hacerlo. Nunca he sabido hacerlo, la verdad, pero…
Te entiendo, no creas que no te entiendo. Mira, yo me voy a la playa pasado
mañana. A una especie de sanatorio que es como un hotel de lujo pero también
algo parecido a una casa de reposo, como los balnearios de antes, ¿sabes?, un
sitio estupendo, en la Costa del Sol.
Eso es lo que mejor me viene para los huesos, mucho descanso, mucho masaje,
baños termales y rehabilitación, pero con un fisioterapeuta que me hace los
ejercicios, no con esas pelotitas tan odiosas en las que se empeñan tanto los
médicos de aquí. Ya no voy nunca a Cercedilla, no puedo, esa casa tan grande y
esas noches tan frías hasta en verano… Digan lo que digan del aire de la sierra, a
mi la playa me sienta mucho mejor. Te voy a dejar el teléfono. Podrías venir a
verme, pasar conmigo unos días, el sitio te gustaría, estoy segura, aunque si
tienes otros planes, podemos hablar después del verano.
Yo… En fin, hablaré con el administrador. Le daré instrucciones para que se
ponga de acuerdo contigo. En lo que tú quieras, hija, y como tú quieras. Por ese
lado no vamos a tener problemas, puedes estar segura.
—Muy bien. Me lo pensaré y te diré algo a principios de septiembre.
—Dime que sí, hija –y por primera vez en su vida, Sara contempló la súplica en
aquellos ojos–, dime que sí.
Luego se levantó, con más esfuerzo del que había necesitado para sentarse, y
empezó a arrastrar los pies, a avanzar con esos pasos cortos y mudos en los que
nadie habría podido reconocer a la mujer que fue una vez.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No, no hace falta. Tengo al chófer esperándome en la puerta.
—Bajo contigo de todas formas.
Te acompaño hasta el portal.
Cuando volvió a subir, se sentó en la misma butaca que había ocupado antes y se
dispuso a estudiar la situación con toda la frialdad necesaria para llegar a una
conclusión correcta. Estaba tan nerviosa, sin embargo, que acabó levantándose y,
después de coger papel y pluma, se sentó en la mesa de comedor que ocupaba la
otra mitad de la habitación, y colocó dos hojas en paralelo con la intención de
hacer un inventario de los beneficios y las desventajas que le traería una nueva
mudanza, el regreso al mundo perdido, un viaje estrictamente inverso al recorrido
del taxi que la había depositado, veintidós años antes, en la cara verdadera de
una realidad falsa, traidora, pero no llegó a escribir ni una sola palabra. Mientras
llenaba el papel de dibujos geométricos, progresivamente complejos, que se iban
engarzando entre sí para completar las fases de un laberinto irregular y caótico, la
potencia aritmética de su pensamiento equilibró los dos platillos de la balanza con
una clasificación completa de argumentos.