38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 111

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Nadie le había hecho nunca tanto daño como la mujer indefensa, arruinada y sola

que acababa de pulverizar la indeseable tranquilidad de su vida. Pero estaba harta

de trabajar, harta de levantarse a las siete y cuarto de la mañana para comer a

las cuatro de la tarde, harta de fichar a las tres de la tarde para cenar a las once y

media de la noche, harta de los atascos de las mañanas y de los atascos de las

noches, harta de los cursillos de fin de semana, harta del tamaño de su sueldo,

harta de cocinar los domingos para llenar el congelador de envases de plástico de

usar y tirar, harta de tener que pedir un crédito cada vez que se le rompía un

electrodoméstico o se le paraba el coche, harta de tener siempre sueño, harta de estar siempre cansada, harta de tener que escoger entre comer y dormir, entre dormir y divertirse, harta de estar harta. Envolverse en la piel inmaculada y tierna de los hijos pródigos para volver a la casa de la calle Velázquez no era firmar la paz, sino claudicar, entregar las armas, hincar la rodilla, tragarse el sapo más verde y más viscoso, abrazar una afrenta, besar en los labios a la humillación definitiva.

Pero lo que dejaba atrás ya no eran sueños, batallas, proyectos, diminutas semillas de trigo que algún día brotarían como el milagro más conmovedor ante su cabaña de náufraga triunfal, superviviente.

Atrás dejaba un piso pequeño, un empleo incómodo y no muy bien pagado, una vida gris, un horizonte plano y sin matices. Un orgullo que no daba de comer, la pólvora mojada de un arsenal de juguete y una terraza llena de cintas, de geranios, de amores de hombre y plantas del dinero que formaban parte de una cadena infinita de regalos sin precio, gestos de mínima cortesía en un mundo a duras penas decoroso. Vivía mejor de lo que habían vivido nunca sus padres, mejor que sus hermanos, pero en la misma mitad del universo, en el terreno de los placeres mínimos y trabajosos, en el lado más feo de la realidad. Tengo tiempo, se dijo, tengo tiempo. Sin embargo, cada mañana le costaba más trabajo madrugar, cada sábado sacrificado a una nueva hoja de cálculo se le clavaba dentro como una espina más inútil, más profunda. Ya no tenía el consuelo de la intransigencia feroz de sus dieciséis años, aquel fervor que la había sostenido en los momentos más duros, la incondicional determinación que mantenía su cabeza alta y sus manos ocupadas contra cualquier designio hostil. Ya no creía en los milagros, en las hazañas, en los símbolos, sólo en la modesta suerte que había logrado arañar con el borde de las uñas mientras caía hasta el fondo, al despeñarse una y otra vez, después de cada intento. Porque lo había intentado. Tenaz, incansable, desesperadamente. Lo había intentado y podía contar sus conquistas con los dedos de una mano. Un título oficial de inglés.

Un montón de diplomas enmarcados.

Un pequeño tesoro de objetos bonitos, a menudo caros, a veces carísimos, envueltos siempre en el recuerdo preciso, insoportablemente intenso en las mañanas frías, en las noches de lluvia, de las caricias que los habían hecho desembarcar entre sus manos. Una espectacular colección de fotos tomadas en algunos de los lugares más hermosos del planeta, el puente de Brooklyn con Manhattan al fondo, las pirámides de Gizeh, tres columnas del templo de Poseidón en el atardecer de cabo Sounion, fachadas de hojalata pintadas de colores contra la turbia inmensidad del Río de la Plata, los viejos palacios del Káiser en la Unter del Linden, el Malecón de La Habana. Ése era su botín y estaba caducado, tan inservible como un yogur pasado de fecha. No conservaba ningún rastro de amor por su madrina, pero tampoco la odiaba ya, después de tanto tiempo. Sin embargo, seguía conociéndola muy bien, y conocía las reglas de su vida, las normas de su casa, su forma de mirar. Había visto miedo

en sus ojos y estaba segura de que, si aceptaba su oferta, ese miedo le otorgaría una clase de poder que quizás nunca nadie había tenido sobre ella, un poder que Sara tampoco había probado jamás. Bastaría con estar, con no marcharse, con acompañarla al médico, con llevarla al teatro una vez a la semana, para reconquistar el tiempo y el espacio, una libertad aceptable y toda la pereza del mundo.

Tal vez fue aquél el detalle que acabó de inclinar la balanza, porque en agosto no se movió de Madrid, y sintió que cada minuto de ese descanso precario y finito la empujaba a otro más largo, cuyos límites no alcanzaba a contemplar. Tal vez fuera ese detalle, pero ella no creía haber tomado aún una decisión firme del todo cuando una mañana, fresca ya, de esas vacaciones que se agotaban, se tropezó en las últimas páginas del periódico con una fotografía recuadrada y extraña. Una mujer joven, que seguramente no había cumplido aún los treinta años, posaba para el fotógrafo con un manojo de plumas blancas entre las manos. Llevaba un vestido del mismo color, muy exagerado pero muy elegante, corto por delante, largo por detrás, y un moño altísimo, adornado con otras plumas, largas, lánguidas, sofisticadas y estilosas. Si se la hubiera encontrado en una revista o en el suplemento de los domingos, la habría tomado por una modelo y habría pasado de largo, pero estaba en el periódico, entre el presidente del Gobierno y Vicente González de Sandoval, flanqueado a su vez por el ministro de Hacienda.

Sara leyó el pie de foto y torció los labios en una mueca que se congeló antes de llegar a sonrisa.

—¡Qué barbaridad! –dijo en voz alta–. Los niños van a tener unos apellidos larguísimos.

Luego se fue derecha a por una botella de coñac, llenó una copa por la mitad, se la bebió de un trago y se dijo que no le importaba. Qué más me da a mí ya, pensó mientras rellenaba la copa, pues lo mismo, eso me da, lo mismo. Volvió a mirar la foto y leyó el pie con atención. Ella era muy guapa y tenía sobre todo un cuerpo espectacular, dos piernas largas y perfectas como un par de signos de admiración. Tenía también veintiocho años, y una ese doble, tan rotunda como la que dibujaba su cintura, en el primer fragmento de su primer apellido. Una ese doble. En español no existe esa letra. La ese doble. No existe. Los apellidos largos y compuestos sí, pero la ese doble no existe. Cuando se encontró con una copa vacía en la mano, volvió a llenarla. Vicente no había querido resignarse a su rechazo. La había buscado, la había llamado y perseguido durante meses. Quería vivir con ella, quería casarse con ella, eso decía, pero Sara no le había creído. Una vez le había pedido que no le mintiera, y creyó que nunca iba a pedirle nada más. Él se había comprometido a ser sincero con ella, y sin embargo no había parado de mentir.

Habían sido muchas, demasiadas mentiras. Estaba segura de que jamás dejaría a su mujer, y ahora resultaba que se había casado con otra. Pero no con una chica cualquiera, sino con una modelo de portada que tenía una ese doble en el primer fragmento de su primer apellido. Sara Gómez Morales tenía apellidos simples,

cortos, vulgares, con ninguna ese doble por ninguna parte. Porque en español los apellidos suelen terminar con zeta y las eses siempre se escriben de una en una. Esa letra no existe, la ese doble no existe, en español no, hace siglos que no existe.

Cuando liquidó el coñac, se pasó al whisky. Como no quedaba mucho, tuvo que recurrir al anisete con el que le gustaba brindar a su madre en Navidad. Estuvo dos días borracha, y dos noches vomitando. Luego durmió tantas horas que, al abrir los ojos, no sabía ni la fecha ni la hora aproximada del día en el que se había despertado. Cuando lo averiguó, comprobó que aún le quedaban tres días de vacaciones y se dijo que no, que le quedaban muchos más, años enteros. A su madrina se le saltaron las lágrimas cuando la llamó a la playa para decirle que sí, que aceptaba, que las dos volverían a vivir juntas. Y el 15 de septiembre de 1985, Sara Gómez Morales volvió a la gran casa de la calle Velázquez donde había vivido los dieciséis primeros años de su vida con un equipaje mucho más exiguo que aquél con el que la había abandonado. Desde el primer momento, comprendió que había acertado.

Tantos años después, y por motivos muy distintos a los que la habían impulsado entonces, doña Sara Villamarín Ruiz volvía a estar dispuesta a pagar cualquier precio para lograr que su ahijada fuera feliz a su lado. Sara pensaba que volvería a ocupar su cuarto de siempre, pero su madrina le cedió su propia habitación, un dormitorio amplio y muy luminoso, con un mirador semicircular que se elevaba sobre las copas de los árboles de la calle, y un vestidor y un cuarto de baño adosados. Junto a la puerta que conducía a este último, otra daba acceso a la estancia cuadrada, amueblada en dos ambientes distintos como cuarto de estar y como despacho, que su madrina había llamado siempre «la salita». Para instalar a su ahijada en aquella especie de apartamento independiente del resto de la casa, tan grande como el piso que había dejado en la Vaguada, ella se había mudado a la habitación de don Antonio, que se encontraba en el otro extremo y había sido el dormitorio principal hasta que la enfermedad de su marido hizo imposible que siguieran durmiendo juntos. Sara interpretó aquel gesto como un indicio de que su sueldo, aquel detalle tan desagradable que para la dueña de la casa nunca dejaría de ser un humilde pero molesto fracaso, permanecería oculto bajo la rutina cotidiana de una relación públicamente familiar. Así fue. Doña Sara la presentó al servicio como su ahijada y en aquel momento volvió a ser, para todos en aquella casa, la señorita Sara.

Las dos sabían que las cosas no eran exactamente lo que parecían, pero ponían un cuidado semejante en mantener la situación dentro de unos límites que hicieran innecesaria cualquier aclaración. Sara se dio cuenta enseguida de que se había quedado corta al juzgar a su madrina como a una simple anciana, una mujer mayor, sola y desorientada como tantas. La incertidumbre y la ambigüedad moral que se habían ido acumulando a lo largo de los años, durante su solitaria y larguísima convivencia con un moribundo a quien más de una vez habría sentido el deseo de asfixiar con su propia almohada, por más que fuera a ser incapaz de reconocerlo nunca, ni siquiera ante sí misma, habían desfigurado su carácter,

apocado ahora, acobardado, indigno de la soberbia que lo había modelado siempre. Todo la asustaba, todo le daba miedo, el menor contratiempo doméstico le preocupaba hasta el límite de robarle el sueño. Una avería del televisor, una revisión médica, un aviso de que la compañía del gas se disponía a revisar las instalaciones del edificio, una circular de la comunidad de propietarios o la simple visión de unas vallas amarillas que interrumpían el tramo de acera en el que se encontraba el portal de su casa, la hacían lloriquear y quejarse como si fueran otras tantas auténticas catástrofes. La artritis, progresivamente cruel, imparable, representaba un frente paralelo donde la vergüenza, esos garabatos infames a los que empezaba a verse reducida su escritura, esa deformidad que acabaría arrancando de sus manos las aparatosas sortijas que había llevado siempre en un inútil y desesperado intento de no llamar la atención sobre los retorcidos sarmientos de sus dedos, se sumaba al dolor, insoportable a ratos. Había tenido mala suerte, muy mala suerte, peor que la de Arcadio, peor que la de Sebastiana, apenas mejor que la del hombre con el que había compartido su vida, y Sara se daba cuenta, pero tampoco podía sentir ya compasión por ella. Intentaba sin embargo ayudarla en todo lo que podía, contribuir a hacer su vida más fácil. Ella había sido siempre una excelente trabajadora, honrada, concienzuda, responsable, y afrontó sus nuevas obligaciones con el mismo espíritu que la había ayudado a salir adelante en condiciones mucho peores. Aquél era su nuevo trabajo, y era cómodo.

Muy pronto, su vida volvió a ser tan apacible y regular como la que tejieron los días de su infancia. Se levantaba tarde, pero nunca después de las diez, para desayunar en el comedor con su madrina.

Hacia las once empezaba la sesión de rehabilitación de la mañana, a la que cada lunes asistía un fisioterapeuta que tutelaba los escasos progresos de la enferma. Doña Sara odiaba aquellos ejercicios en los que su ahijada fue aprendiendo a ayudarla, y se resistía a abandonar los que ya dominaba para iniciar movimientos nuevos, siempre más dolorosos, pero su rendimiento mejoró bastante desde que Sara empezó a obligarla a cumplir su programa, y cuando comprobó que la movilidad de sus dedos se estabilizaba, dejó de quejarse. Luego salían un rato de paseo, casi siempre sin un rumbo fijo, hacia El Retiro cuando hacía bueno, y a tomar el aire y mirar escaparates simplemente en los días fríos o demasiado calurosos. Las mañanas de lluvia representaban una especie de castigo inmerecido para una anciana que no concebía una amenaza peor que la de acabar recluida entre las paredes de su propia casa, pero Sara las neutralizó por un procedimiento sencillísimo, que consistió en comprar un vídeo. Su madrina había oído hablar vagamente de aquel aparato como de otras tantas cosas que le parecían misteriosas, inalcanzables, impropias de su edad, pero se enganchó al nuevo invento tan deprisa que su promotora acabó convirtiéndose en una visitante asidua de todos los vídeoclubes de los alrededores. Las películas no le resultaban tan gratificantes como los paseos, pero aportaban un nuevo tema de conversación para la hora del aperitivo. Ese rito imperturbable, que había sobrevivido a todas las desgracias de los

habitantes de aquella casa, seguía celebrándose cada día a las dos en punto de la tarde. Doña Sara nunca había dejado de ser fiel a la copa de oporto que se había tomado cada mediodía de los últimos cincuenta y cinco años de su vida con unas patatas finas, unas almendras o unas aceitunas, y su ahijada, que prefería el vermut, la acompañaba durante un cuarto de hora exacto, antes de pasar al comedor. Después del postre, la dueña de la casa, con una lealtad no menos inquebrantable que la que reservaba al oporto, se retiraba a su habitación para dormir la siesta. A las seis y media de la tarde, Sara volvía a reunirse con ella para merendar un café con leche y bizcochos, o tostadas, antes de dirigir una sesión de rehabilitación más corta y más cómoda que la de la mañana, una obligación que se suspendía sin grandes discusiones cuando entraba en conflicto con el teatro, el cine o una visita de cualquiera de aquellas viejas amigas a las que su madrina seguía frecuentando. Si no tenían ningún plan, después de la rehabilitación daban otro paseo o se quedaban en casa, viendo una película. En ese punto solía terminar su vida en común. Doña Sara cenaba poco y muy temprano, y se acostaba enseguida porque siempre tenía sueño. La medicación que mitigaba el dolor de sus huesos contenía un derivado de la morfina que le producía somnolencia y cierto atontamiento que era evidente para todos menos para ella. Así, Sara tenía al menos la mitad de las tardes y todas las noches libres.

Durante más de un año, apuró la bendición del tiempo limitando su actividad cotidiana a unas pocas e imprescindibles tareas. Leía mucho, dormía mucho, pasaba horas enteras haciendo el vago, tirada sobre la cama, o paseando por la casa, husmeando en los armarios, abriendo los cajones, reconociendo cada uno de aquellos viejos y familiares objetos que volvían a llamarla otra vez, después de tantos años. Su vida social, que nunca, salvo en los buenos tiempos de su historia con Vicente, había sido intensa, se veía ahora reducida al mínimo. Con la excepción de las amigas de toda la vida de su madrina, doña Loreto, doña Paloma, doña Margarita, que le hicieron enseguida un sitio en sus partidas de continental, cada vez más espaciadas por los achaques de una u otra jugadora, Sara no trataba a nadie, fuera del servicio de la casa y de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, que venía todos los miércoles a comer y con la que siempre se había llevado tan mal como su propia madrina. La verdad es que no tenía gran cosa que hacer, y por eso, por llenar su tiempo libre con alguna tarea útil, cuando se cansó de descansar fue asumiendo poco a poco responsabilidades que en principio no le correspondían. Doña Sara, que nunca se había ocupado de administrar sus propios bienes, la única misión propia de la condición del cabeza de familia que su marido pudo seguir ejerciendo hasta el final, le agradeció en el alma la generosidad de unas iniciativas que la liberaron paulatinamente de la indeseable obligación de ocuparse de su dinero, aquel asunto tan desagradable. El primer episodio de aquel nuevo proceso tuvo lugar una tarde de enero de 1987. Tras contemplar la instantánea sombra de desolación que se había apoderado del rostro de su madrina al recoger de manos de una doncella la carpeta que acababa de subir el portero, Sara se ofreció a revisar por ella el

balance y el presupuesto de la comunidad de propietarios de la casa.

Doña Sara le pediría aquella misma noche, y como un favor muy especial, que

hiciera lo mismo con la documentación de otros edificios en los que tenía

propiedades y ella aceptó sin ningún esfuerzo, porque siempre le habían

entretenido los números y estaba muy acostumbrada a esa clase de trabajos.

Cuando terminó, y mientras hacía un resumen sencillo del estado de cuentas de la

comunidad de cada inmueble, la anciana levantó una mano en el aire, como

pidiendo tiempo.

—¡Qué maravilla, hija, qué cabeza tienes!

—A la fuerza, mami –Sara sonrió–. Llevo más de veinte años trabajando como

contable.

—Pues, desde luego, ya me vendría bien a mí un poco de tu ciencia… Es que me

pongo mala sólo de pensar en perder una tarde entera con todo este follón, y

total para nada, para que todo el mundo se líe a discutir por dos duros y acaben

peleándose, y hasta insultándose como si se hubieran vuelto locos de repente. El

vecino de abajo, el general, por ejemplo.

Con esa pinta de señor que tiene, ¿no?, bueno, pues tendrías que verle. A la

mínima se pone a chillar como una mala bestia, y por mil pesetas, no creas, es

que es increíble, vamos. La de tardes que me ha amargado a mí el animal ése.

Porque Antonio se ocupaba de todo, ya lo sabes, pero como no podía moverse,

pues no me quedaba más remedio que ir a mí. ¡Qué horror!

Si tú supieras la de cosas que he visto yo aquí, en esta casa… Y todo por dinero,