38956.fb2
me pone enferma. Por eso se me ha ocurrido que, en fin… –y en ese instante se
encogió, bajó el volumen de su voz y se dobló sobre sí misma hasta parecer una
niña pequeña y asustada, como solía hacer últimamente cada vez que tenía que
pedirle un favor a su ahijada–.
Si pudieras ir tú… Ya sé que me vas a decir que es una lata, lo sé, todo el mundo
lo sabe, que estas reuniones son pesadísimas, horrorosas, pero es que yo me
pierdo y…
—Bueno –Sara la interrumpió antes de que se pusiera colorada–.
Si lo prefieres, puedo ir yo. No me importa nada, en serio. Todo esto es muy
sencillo y estoy muy acostumbrada a hablar de números.
Además, tiene que estar prevista la posibilidad de que delegues en alguien. A ver,
déjame mirar…
Sí, aquí está. Rellenamos este volante, tú lo firmas, y yo te represento. De verdad
que no me importa.
Doña Sara, que ya tenía la boca abierta para seguir hablando, la cerró sin decir
nada, renunció a la incipiente sonrisa de satisfacción que había llegado a iluminar
por un instante su cara, y se revolvió en la butaca como si de repente estuviera
incómoda. Sara, que entendió enseguida lo que la pasaba, se acercó a ella, la
cogió de la mano y la agitó suavemente, hasta que logró que la mirara.
—¿Quieres que firme yo?
—¿Podrías hacerlo?
—Claro –Sara, súbitamente enternecida por aquel angustioso acceso de vergüenza, afirmó con la cabeza para dar más énfasis a su afirmación–. Déjame tu DNI, o el pasaporte, cualquier documento con tu firma. No me saldrá igual de bien pero, total, una reunión de propietarios no es una escritura pública, no va a andar ningún notario de por medio, así que da lo mismo.
Acabarían andando notarios de por medio. El incremento anual de las cuotas de cada comunidad llevó a Sara a interesarse por la situación de las sociedades que doña Sara, al quedarse viuda, había puesto junto con el resto de su patrimonio en manos de un yerno de su amiga Loreto, quien acababa de cometer el imperdonable pecado de abandonar a su mujer por una de las secretarias de la gestoría. Sara nunca se había llevado bien con él.
Cuando se reunieron para firmar su contrato laboral, porque desde el primer momento ella había incluido en sus condiciones la existencia de un documento que le garantizara el pago de sus cuotas de la Seguridad Social, el derecho a percibir catorce pagas al año, y una revisión anual y una antigüedad determinadas, él la miró desde tan arriba como pudo para decirle que, en su opinión, se estaba pasando. —Ya está bien, ¿no, guapa?
Doscientas treinta mil pesetas al mes. Yo creo que es demasiado como para que encima vengas con exigencias.
Sara se tomó su tiempo antes de replicar. Era muy consciente de que se estaba pasando, porque para fijar su sueldo había duplicado exactamente la cantidad que ganaba en el hipermercado. Pero también era consciente de que aquel facha de mierda, que se peinaba con gomina y se ajustaba la corbata con un pasador de oro esmaltado con los colores de la bandera nacional –su bandera nacional, no la de Sara–, era un simple asalariado, igual que ella, y no estaba dispuesta a que le hablara en aquel tono.
—Me traen sin cuidado tus opiniones, Santi. Nadie te paga por opinar, ¿sabes? De modo que, en lo que a mí respecta, de ahora en adelante, me haces el favor de tragártelas. El dinero no es tuyo, que yo sepa. Así que calladito estás mejor. No se caían bien, y sin embargo Sara llegó a tenerle lástima mientras escuchaba a su ex suegra despellejarle sin piedad entre las dos escaleras y los tres tríos, aireando todos sus trapos sucios, desde su ineptitud sexual hasta la mediocridad de sus aptitudes profesionales. En ese último punto, ella estaba de acuerdo, pese a todo. Antes de que las circunstancias de su separación la indujeran a mantener un silencio compasivo sobre sus hallazgos, le había comentado alguna vez a doña Sara que su administrador parecía incapaz de retener en la memoria una idea general del estado de todos sus bienes y que, tal vez por eso, sus libros no estaban al día. A ella no le preocupaba mucho aquel tema, pero Sara se había acostumbrado a llamar a Santi por teléfono para recordarle cada cita del calendario fiscal de su madrina y, de vez en cuando, discutía con él los puntos en los que no estaba de acuerdo con su criterio. En junio, mientras terminaba de rellenar su propia declaración sobre la renta sin hacer mucho caso a la conversación de las ancianas que tomaban café en el mismo salón, llevaba meses
sin hacer ningún comentario, pero aquella actividad, que había comenzado en su
propio despacho hasta que su madrina la mandó a buscar –ven, hija, que están
aquí Loreto y Margarita, siéntate con nosotras ahí en el secreter, anda–, no pasó
desapercibida a los ojos de una madre rencorosa.
—Pues desde luego te voy a decir una cosa, Sara –exclamó doña Loreto mientras
la señalaba con el dedo–. Teniendo en casa a esta joya…, ¡buena gana tienes de
seguir pagándole un dinero todos los meses al golfo de mi yerno, para que se lo
gaste con la puta ésa, mira lo que te digo!
—¡Ah! –Sara levantó la vista para comprobar que su madrina se había quedado
con la boca abierta–.
Pues no se me había ocurrido, la verdad…
—Pues ya va siendo hora de que se te ocurra, hija, ya va siendo hora.
Luego, doña Margarita empezó a hablar de su inminente operación de cataratas y
la conversación derivó hacia los quirófanos, que era un tema que las apasionaba a
todas por igual. Nadie volvió a mencionar a Santi, y sin embargo, doña Sara le
planteó directamente la sugerencia de su amiga en el desayuno de la mañana
siguiente.
—Me gustaría saber qué piensas tú, hija. De lo que dijo Loreto ayer, quiero decir.
¿Qué te parece?
—No sé, mami. A mí Santi no me cae muy bien, ya lo sabes. Es antipático y
engreído, ya lo hemos hablado otras veces. Y comprendo a doña Loreto, y a su
hija, porque lo estará pasando muy mal, me imagino, pero él me da un poco de