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pasado de ser un ángel a ser un demonio, no sé…
—Pero ya no es de fiar. En eso estarás de acuerdo. Un hombre hecho y derecho
que abandona a su familia así, de repente, para irse con una pelandusca de
veinticuatro años no es de fiar.
Sara miró a su madrina y comprendió que nada de lo que pudiera contarle le iba a
hacer cambiar de opinión. Ésas eran las reglas de su mundo, el arma de las
mujeres de su clase social, un recurso tan acreditado, tan tradicional como la
abstinencia sexual que su hermana Socorro le imponía a su marido cada vez que
quería sacarle algo.
Así eran las cosas aquí, en este lado de la frontera. Todos estaban de acuerdo en
pagarse los unos a los otros y hacerse ricos entre sí para que ni una sola peseta
saliera del reducido círculo de sus amistades, pero existían unos requisitos, unas
normas de cumplimiento obligatorio, imprescindible para mantenerse dentro de la
raya, en el centro de una tácita y privilegiada comunidad de intereses regulada
por una ley cuyos artículos solían variar según el género del propietario del
capital. En este caso, el dinero era de la señora de Villamarín, y el yerno de su
amiga Loreto había cometido la infracción más espantosa de su código. Había
tardado en darse cuenta porque andaba lenta, su cabeza no funcionaba tan
deprisa como antes. Pero se había dado cuenta y, a partir de ahí, no había más
que hablar.
—Puede ser –Sara hizo una pausa y se dijo que, al fin y al cabo, Santi no dejaba
de ser un facha de mierda–. No, no es de fiar. En eso tienes razón.
—¿Y tú serías capaz…? Es decir, ¿tú crees que podrías llevarlo todo tú sola? Lo de
los impuestos, y lo de las fincas, lo de las acciones de las empresas de Antonio,
en fin, todo, desde aquí, tú sola. ¿Podrías hacerlo?
—Claro que podría –Sara sonrió–. Y con la gorra, mami, no es tan complicado, en
serio. Hombre, tendríamos que contratar a un gestor que llevara el papeleo,
porque si lo hiciera yo no tendría tiempo para nada más, pero podría ocuparme
de todo, de tomar decisiones, de diseñar una estrategia para que pagaras los
menos impuestos posibles, de controlar las inversiones y los beneficios de las
fincas, de negociar con los bancos, de tratar directamente con tu agente de
bolsa… Todo lo que hace Santi podría hacerlo yo, por supuesto que sí. Ése ha
sido siempre mi trabajo.
—Y podrías pagarte a ti misma lo que te pareciera, ya sabes…
—No, no, no –y por primera vez desde que habían vuelto a vivir juntas, fue Sara
quien se sonrojó al hablar de dinero–. Yo ya gano bastante. En serio, mami, con
lo que me pagas ya está bien. Tengo mucho tiempo libre, tiempo de sobra, ya lo
sabes, y ese trabajo me gusta. No te preocupes por nada.
Entonces, doña Sara le cogió una mano por encima de la mesa, se la apretó y la
besó con fuerza.
—Nunca podré agradecerte bastante lo que estás haciendo por mí, hija, nunca
podré agradecértelo.
Sin embargo, no dejaría de intentarlo. A partir de aquel día, Sara se convirtió en
su cabeza y en sus ojos, en sus manos, en su voz y en su memoria. A mediados
de septiembre, tenía ya firmas autorizadas en todas sus cuentas, y un poder de
representación legal tan amplio que el notario, después de asegurar su
neutralidad felicitándola por una serie de decisiones que le habían parecido
acertadísimas, lo leyó en voz alta dos veces seguidas para asegurarse de que
aquella anciana comprendía bien hasta qué punto se hallaría en manos de su