38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 114

Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 114

ahijada después de avalarlo con su letra desfigurada y temblorosa. Desde

entonces, doña Sara la compensó con regalos tan valiosos como exagerados, y

empezó a hablar en voz alta de su herencia.

Cuando era una niña, Sara estaba segura, con una certeza instintiva e infantil, de

que algún día aquella casa sería suya. Su madrina era vieja, y su marido más

viejo aún, y por allí no había ningún otro niño. Los niños de la familia acaban

heredando las casas donde han vivido de pequeños, siempre es así, aquél era el

camino lógico, el único razonable, el natural. Amparito y sus hermanos, que vivían

en Oviedo, venían a pasar unos días de vez en cuando en Navidad, o en Semana

Santa, pero su madrina los trataba siempre como lo que eran, una visita, gente

ajena, extraña, que estaba de paso por Madrid. Y sin embargo, después, cuando

todo se acabó, Sara comprendió que los López Ruiz, aquellos primos postizos,

serían los únicos y felices herederos de todo el dinero de su tía segunda. La

realidad auténtica, la más fea, la más dura, la que acechaba en las esquinas de la

Puerta del Sol, hundía sus cimientos en verdades del color de la sangre, tan

exactas, tan incontrovertibles como aquélla. Nunca, ni siquiera después de volver

a vivir en la calle Velázquez para comprobar hasta qué punto su madrina seguía despreciando a Amparo, y en qué grado ésta se comportaba como la más pesada, fatua y vanidosa de las mujeres, volvió a tener Sara ninguna duda acerca de los futuros destinatarios de la fortuna de los Villamarín, todo ese inmenso patrimonio cuyo control residía ahora en la capacidad de sus modestas manos. Las promesas de su madrina, lejos de disipar esa certeza, la afianzaron con los clavos de lo indudable.

—Yo creo que es mejor que no le contemos nada a Amparito de todo esto, ¿no te parece? –le dijo uno de los primeros días en los que despacharon juntas, siguiendo una iniciativa de Sara que ella, por más que se esforzara en agradecer en voz alta, nunca dejó de interpretar como un engorro–. Es que, como se entere, con lo avara que es y lo pendiente que está siempre de su dichosa herencia, no nos la vamos a quitar de encima ni con agua caliente… De todas formas, ahora que hemos vuelto a vivir juntas…

–y doña Sara la miró a los ojos con un calor donde la gratitud se mezclaba con la fianza de un viejo cariño–. Yo haré lo que tenga que hacer, hija, tú no te vas a quedar en la calle ni mucho menos, puedes estar segura.

Sara se puso colorada y no encontró nada que decir. En aquella época, finales del 87, aún no disponía de ningún indicio del camino por el que la vida la empujaría algún tiempo después. Ella siempre había sido una excelente trabajadora, honrada, concienzuda y responsable, y el compromiso de administrar los bienes de su madrina no había empeorado en absoluto las condiciones de su trabajo, que ahora le ocupaba más tiempo, un bien que le sobraba, pero le gustaba mucho más que la monótona rutina del cargo de señorita de compañía en el que había empezado a sentirse desperdiciada. Nunca llegaría a abandonar a doña Sara. Seguiría tutelándola hasta el final en esas sesiones de rehabilitación que cada vez arrojaban resultados más insignificantes y, mientras le apeteció moverse, la siguió llevando al cine y al teatro, y a merendar con sus amigas por las tardes. Sin embargo, cuando tenía alguna cita más urgente, la mandaba a la calle de paseo con una de las muchachas, y muchas tardes se quedaba en su despacho, resolviendo papeles, mientras ella veía la televisión. Su madrina nunca se quejó, porque nunca llegó a sentirse abandonada, al contrario. Igual que habían hecho sus padres, fue deslizándose con una naturalidad blanda, suavísima, hacia una posición estrictamente inversa a la que había determinado antes su relación con su ahijada.

Sara aceptó una responsabilidad absoluta sobre el destino de aquella anciana y se dio cuenta de cómo la favorecía su nueva situación.

Había cumplido ya cuarenta años, pero era demasiado joven para vivir al ritmo de una vieja, y eso era lo que había ocurrido en los primeros tiempos de su regreso. Ésa fue la principal ventaja de un cambio que la liberó de la sensación de aletargamiento, de fosilización, que la había sorprendido a veces entre el desayuno y los ejercicios, entre el paseo y el aperitivo, entre la siesta y la merienda, mientras su vida se ralentizaba, aflojando su propio ritmo para sincronizarlo con los tiempos de una anciana enferma. La nueva faceta de su

trabajo la rejuveneció, interrumpiendo esa dinámica para animarla, para darle más vuelo a su vida, para devolverla a su propio territorio, el de las cosas que sabía hacer con brillantez. Sus días se fueron llenando de pequeñas citas, obligaciones que cambiaban con cada época del año, con cada día de la semana, visitas a los bancos, declaraciones trimestrales, reuniones con los administradores que se ocupaban de las propiedades rurales de doña Sara –dehesas en la provincia de Salamanca, una finca grande en Toledo, dos en Ciudad Real–, comidas de trabajo con su abogado, con su gestor, con su agente de bolsa, ocasiones para arreglarse, para comprarse ropa, para ir a la peluquería, para maquillarse, para coquetear incluso con un montón de hombres que con frecuencia se la quedaban mirando con una sonrisa embobada antes de manifestarle su admiración por su capacidad, la potencia de esa privilegiada calculadora congénita que llevaba encima de los hombros, y que de vez en cuando llegaban un poco más allá para arriesgar alguna proposición que, aún mucho más de vez en cuando, Sara se decidía a aceptar. Ninguno de ellos resultó ser gran cosa, pero había que reconocerles que, por lo menos eran entretenidos. La única que no estaba contenta con el cariz que tomaban los acontecimientos era Amparito, que a pesar de no haber sido informada en su momento de las disposiciones legales que convirtieron a Sara en la principal de sus amenazas, había acertado a intuir un movimiento de fichas que no le convenía, y al que: respondió ampliando la frecuencia y la duración de sus visitas a casa de su madrina. Doña Sara no paraba de quejarse de lo pesada que se estaba poniendo. A Sara también le molestaba mucho aquel perpetuo acecho, hasta que encontró la solución en una réplica seca, fulminante, cuya repetición garantizó una paz tensa, pero duradera, entre las dos.

—Mira, Amparo, para mí éste es un trabajo como otro cualquiera –le dijo la enésima vez que la sobrina de doña Sara se preguntó en voz alta qué no estaría llevándose de aquella casa–. Si quieres hacerlo tú, si prefieres instalarte aquí para cuidar de tu tía personalmente, dímelo. En ese momento, hago las maletas y me vuelvo a mi casa. Tú verás qué prefieres, qué te conviene más. Pero mientras yo viva aquí, se han acabado los comentarios y las tonterías. En ese momento era sincera.

Una excelente trabajadora, honesta, concienzuda, responsable, con las manos tan limpias como la conciencia. Y sin embargo, nada de lo que pasó después habría podido llegar a suceder si Sara Gómez Morales, abnegada, desheredada, pobre, pero admirablemente capaz de cuidar de sí misma y de los demás, no hubiera completado todas las etapas de una metamorfosis que la devolvió a todo lo que le habían enseñado antes de abandonar aquella casa, sin obligarla a renunciar a nada de lo que se había visto obligada a aprender fuera de sus privilegiados muros. Las vidas difíciles fabrican niños difíciles, y ella era una réplica a escala de una mujer que lo había tenido todo fácil antes de que todo se torciera para siempre. Las vidas difíciles fabrican adultos difíciles, y ella conocía muy bien el precio de las cosas. Sara Gómez Morales, que no era nada del todo, estaba preparada para ser todo a la vez. Sólo necesitaba una oportunidad. Y la vida se la

puso delante después de la última helada de 1988. Cuando una doncella le rogó que fuera corriendo al salón en el tono entrecortado y apremiante de las verdaderas emergencias, ella temió que su madrina se hubiera caído, que se hubiera hecho daño o hubiera sufrido algún percance serio, pero se la encontró sentada en un sofá, con el teléfono en la mano, lloriqueando mientras negaba con la cabeza y repetía, y qué vamos a hacer ahora, Dios mío, qué podemos hacer… Sara le arrebató el auricular con delicadeza y escuchó al otro lado la voz de Victoriano, el jardinero de Cercedilla, que se ocupaba de todo desde que los guardeses murieron, con pocos meses de diferencia entre sí, el mismo año que su patrón. Así se enteró de que el techo de la casa, una mansión rural que el abuelo de su madrina había levantado en la primera mitad del XIX para utilizarla como pabellón de caza, se había hundido aparatosamente, llevándose consigo las buhardillas y el suelo de buena parte del segundo piso.

—No te preocupes, mami –Sara se sentó al lado de su madrina y procuró consolarla después de colgar–. Esta misma tarde iré a ver cómo está todo. He quedado con Victoriano a las cinco. Algo se podrá hacer, y eso haremos. Ella guardaba un recuerdo feliz y luminoso de aquella casa inmensa, rodeada por pinares viejos cuyos límites no alcanzaban a fijar sus ojos, y un gran jardín con piscina y pista de tenis donde habían sucedido los mejores veranos de su vida. Pero le costó trabajo reconocer aquella prodigiosa miniatura del paraíso en–la ruina de un edificio abandonado, humillado por el tiempo y el olvido. Hacía más de quince años que nadie vivía en aquella casa, más de quince años sin que nadie abriera un grifo, sin que nadie encendiera las luces, sin que nadie pusiera en marcha el calentador ni la cocina. Victoriano, que estaba muy mayor y caminaba encorvado, incapaz de sostener en su sitio su propia espalda, se había limitado en los últimos tiempos a recortar de vez en cuando los setos más próximos al edificio principal, desentendiéndose del resto del jardín. Los caminos se habían borrado, los rosales se habían secado, las malas hierbas prosperaban solas entre los restos sucios y dispersos de la grava.

—No sé qué decirte, mami –le confesó a su madrina cuando volvió a Madrid, a tiempo para acompañarla en su cena–. La verdad es que está todo hecho una ruina. No hay que arreglar solamente el tejado.

La escalera está carcomida y da miedo subir arriba, la fontanería no funciona, y la electricidad no digamos… Yo no me acordaba, pero los cables siguen siendo de esos antiguos, forrados de tela, y han reventado en muchos sitios, un cortocircuito detrás de otro, ya sabes. Habría que arreglarlo todo, el jardín incluido. Te va a costar una pasta, pero yo creo que no hay otro remedio. Doña Sara cerró los ojos de puro abatimiento antes de inclinarse por la solución más fácil. —¿Y si la vendo?

—¿Así? ¿Tal y como está ahora? –ella asintió con la cabeza para que Sara le llevara la contraria de inmediato–. Eso sería peor que malvender, sería regalarla. Lo he venido pensando en el camino de vuelta, no creas, ya sabes que a mí se me da muy bien pensar mientras conduzco… –hizo una pausa y procuró dulcificar

su tono, porque era consciente de que su interlocutora estaba disgustada, y de que sus palabras iban a incrementar su disgusto–. Mira, la verdad es que yo creo que nadie te va a pagar lo que vale esa casa, eso lo primero. Ahora nadie tiene casas así, tan inmensas, tan descomunales, tan exageradas. Y menos en un sitio como Cercedilla. Pero si la vas a vender, que yo creo que es lo que tienes que hacer, porque ya sabes cómo es el clima de la sierra, y arreglar esa casa para no habitarla es encontrársela igual dentro de diez años, tienes que venderla como lo que es, como una mansión, y no como una ruina. Yo creo que en estos casos las obras siempre compensan. Por mucho tiempo que duren, por mucha guerra que den, por muy informales que salgan los obreros, por muy caras que cuesten. Si la arreglas, tienes una oportunidad de encontrar a un millonario caprichoso que te pague una cantidad razonable por ella.

Si la vendes tal y como está, será el millonario caprichoso quien haga un buen negocio, porque te va a dar dos duros y, después de pagar las obras él mismo, se va a quedar con una casa estupenda por menos de la mitad de lo que vale. Piénsatelo.

Era una trabajadora excelente, honrada, concienzuda, responsable. Lo demostró una vez más contratando a un constructor, supervisando las obras, remodelando los cuartos de baño, escogiendo el color de las paredes, revisando exhaustivamente las calidades antes de darse por satisfecha, negociando con una agencia inmobiliaria que no logró encontrar un comprador en muchos meses, abandonándola para encargar la venta a otra agencia cuya gestión no arrojó mejores resultados, asumiendo en persona la tarea de anunciar y enseñar la casa en el invierno de 1989. Quizás por eso, ella tuvo más suerte. A primeros de mayo, una pareja previsiblemente dispar, integrada por un señor de canas peinadas con gomina y pañuelo de cachemira al cuello y una pija de treinta años escasos que, más que su hija, podría haber sido su nieta, se enamoraron de la casa antes de verla por dentro. Ella, que afirmaba llamarse Letizia, con zeta, hablaba por los codos y se pirraba por la naturaleza, la ecología y todo eso, ya sabes, le decía a Sara cada dos por tres.

Él, que se sujetaba las rodillas al subir por la escalera pero parecía dispuesto a inmolar las últimas fuerzas que le quedaban a la exclusiva y verdosa gloria de su hija, le tocaba las tetas todo el tiempo y sonreía antes de reconocer en voz alta que no sabía decirle a nada que no. Regatearon como cabrones, pero Sara se mantuvo firme, y acordó un precio aceptable, noventa millones de pesetas justos y todos los gastos de parte del comprador. Su madrina, que acababa de conseguir que su médico de cabecera le aumentara la medicación, se puso muy contenta porque se podría ir a la playa en la fecha prevista, y no pareció prestar demasiada atención a ningún otro detalle. Tal y como han llegado a ponerse las cosas, sentenció, vender significa quitarse un problema de encima, más que hacer un buen negocio. Y Sara comprendía bien ese punto de vista. La venta se retrasó, sin embargo. Por un motivo o por otro, aferrándose a tecnicismos legales y a la morosidad de los procedimientos bancarios, los compradores fueron escurriendo el bulto durante más de un mes. Sara estaba

casi segura de que se echarían definitivamente para atrás cuando Letizia, con

zeta, la llamó por teléfono para comunicarle la fecha y la dirección de la notaría

donde iba a tener lugar la compraventa. En el último momento, con un acento

distinto, casi avergonzado, añadió un último detalle.

—Tráete un par de bolsos, o una bolsa de viaje, algo así porque… Bueno, creo

que no hemos llegado a hablar de esto pero, si no te parece mal, que no creo,

porque a vosotros también os beneficia, a nosotros nos interesaría escriturar en

setenta y ocho millones, y pagar el resto en B.

—En B –repitió Sara, sonriendo ante la distinguida escualidez de aquel

eufemismo.

—Sí, bueno… Quizás te lo tendría que haber advertido antes pero… No sé. Hablar

de dinero es siempre tan desagradable.

—Claro –Sara volvió a sonreír, mientras calculaba que aquella cantidad de dinero

negro era aceptable, porque podría camuflarla fiscalmente sin problemas–. Muy

bien, pues escrituramos en setenta y ocho, como os venga bien.

Era una trabajadora excelente.