38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 115

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Honrada. Concienzuda. Responsable. Y estaba acostumbrada a contar dinero. Los

doce millones de pesetas en billetes de banco que cambiaron de mano en un

despacho del que el notario se ausentó con una complicidad previa e indiferente,

resbalaron dócilmente por sus dedos antes de ir a parar sin una queja al fondo de

las dos pequeñas bolsas donde había previsto alojarlos. No había previsto sin

embargo lo que sucedió después. Su peso.

Su valor. Su significado.

Cuando salió a la calle Núñez de Balboa, sentía un calor misterioso en las palmas

de las manos, y una secreta intuición del llanto en los ojos. Su cabeza se había

disparado, pero ella no le prestaba atención. Estaba más pendiente de otro

temblor, un placer impuro, hecho de rabia y de revancha, que había suplantado el

territorio de su conciencia hasta afilarla como la punta de una flecha venenosa y

certera, y dilataba en cada paso los latidos de su corazón para hacer correr la vida

por las venas de sus brazos, de sus manos, de sus palmas, como una ola

complacida y furiosa que muriera en las yemas de sus dedos sólo para volver a

nacer después, más fuerte cada vez, más poderosa. Llevaba consigo doce

millones de pesetas que no existían, que no tenían sentido fuera de los estrictos

límites de su inexistencia, doce millones que nadie había visto, que nadie

afirmaría jamás haberle entregado, doce millones que sus antiguos propietarios

nunca habían tenido y de los que, si ella quería, nadie tendría noticia jamás. Doce

millones de pesetas que no existían. Seis millones de pesetas existiendo

solamente en el peso que sentía en cada mano. En cada una de sus dos manos,

de sus propias manos siempre vacías de niña perdida que nunca hallaría una casa

propia a la que volver. Doce millones de pesetas caminando con ella, avanzando

por la acera sin hacer ruido, sin manifestarse, sin rechistar, enjoyando los

costados de su cuerpo con la escueta discreción de la auténtica elegancia.

La casa de su madrina estaba cerca, pero al llegar a la esquina de Ayala no torció

a la derecha, sino a la izquierda, no bajó la cuesta, prefirió subirla hasta Príncipe

de Vergara y siguió andando, las dos bolsas firmes en sus manos, una suave llama en el corazón, el dinero es siempre tan desagradable, y sin embargo a ella la pegaba al suelo, la hacía más consciente, le daba calor. El dinero puede llegar a ser tan agradable, basta con que sea algo más que dinero. Sara Gómez Morales caminaba por la calle pisando fuerte, una energía desconocida en la planta de los pies, un incendio placentero en la palma de las manos, una secreta intuición del llanto en el borde de los ojos, caminaba y seguía andando, y dio una vuelta a la manzana, y luego otra, y otra más, y la cabeza se le disparó, enloqueció en una impecable secuencia de cálculos exactos, doce millones de pesetas, cuánto tiempo tardaría en reunirlos una contable del Pryca de El Pinar, doce millones de pesetas, cuántos años tendría que tardar doña Sara Villamarín Ruiz en morirse para que su ahijada llegara a ahorrar una cifra semejante, doce millones de pesetas, cuántas cosas bonitas, a menudo caras, a veces carísimas, se podrían comprar con ese dinero, doce millones de pesetas, su cabeza se había disparado pero ella apenas le prestaba atención.

Estaba más pendiente de otro temblor, una presión que cruzaba su pecho en diagonal como una canana cargada de balas, un deslumbramiento torrencial y salvaje, la certeza de que la justicia de los fusiles podía llegar a cumplirse más allá del país humillado de sus propios sueños.

Sara no logró olvidar la visita de aquel policía de Madrid que se llamaba Nicanor ni siquiera después de descubrir el otro secreto de Juan Olmedo. Por eso estuvo segura de que había vuelto cuando descubrió al guardia de seguridad de la urbanización tras la puerta que había golpeado con una insistencia tan frenética, tan desmesurada, mientras mantenía el dedo índice firme contra el timbre que, cuando fue a abrir, estaba convencida de que sólo podían ser los niños, dispuestos a liarla en alguna excursión que les compensara por los diez días escasos de vacaciones que les quedaban por delante. Sin embargo era Jesús y algo iba mal, muy mal, porque aquel chico joven, de aspecto atlético, tan resistente, jadeaba como un animal acorralado mientras el sudor, impropio de una tarde fresca de poniente, le caía a chorros por la cara. —¡Venga conmigo, por favor!

–tenía los ojos muy abiertos, los labios fruncidos, la expresión de quien está a punto de echarse a llorar–. ¡Por favor, corra, venga!

Sara se asustó mucho. Tanto, que ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Cuando cruzó el umbral, el guardia echó a correr y ella le siguió andando tan deprisa como pudo, pero a una velocidad que para él no era suficiente. —¡Corra! –le chilló, volviendo la cabeza sin dejar de avanzar–. ¡Por favor, corra! ¡Por aquí!

Ella echó a correr, sintiéndose un poco ridícula por los impulsos que agitaban su cuerpo torpe, desentrenado, y sin embargo siguió corriendo. Corrió sin preguntarse por qué, hasta que sus pulmones de fumadora empezaron a gritar junto a la verja de la urbanización, mientras los músculos de sus piernas se unían

a un vociferante coro de protestas, y aunque empezó a toser, aunque se

ahogaba, siguió corriendo. Entonces vio que el guardia se detenía a unos pocos

metros de la puerta, al lado de un bulto rojo, muy rojo, inmensamente rojo, tirado

sobre la acera, y se detuvo ella también, para descansar un instante, antes de

interpretar el sentido de aquel color. Cuando lo consiguió volvió a correr, pero ya

no sintió cansancio alguno. Sólo un frío espantoso, una sobrecogedora sensación

de alarma, la tentación de la incredulidad, y mucho miedo.

Maribel estaba tumbada en el suelo, de perfil, encogida sobre sí misma. Llevaba el

mismo vestido con el que Sara la había visto en Sanlúcar. La sangre que se

derramaba desde su costado dibujaba en el suelo un círculo rojo de bordes

rizados, como un clavel monstruoso, un siniestro capricho que pretendiera

adornar su cintura para los ojos inertes de las nubes.

Sara chilló su nombre, se tiró en el suelo, y le puso la mano izquierda sobre la

frente. Luego la besó en la cara, cogió su mano derecha con su propia mano, y

sostuvo su mirada exangüe, agotada, seca, sin comprender aún lo que estaba

viendo, lo que estaba pasando, sin acertar a tomar decisión alguna ni preguntarse