38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 116

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siquiera qué podía hacer, cómo podía ayudar, mientras el guardia de seguridad,

que se balanceaba haciendo oscilar alternativamente el peso de su cuerpo sobre

sus piernas, sin lograr decidir tampoco hacia dónde ir, lograba a duras penas

enhebrar algunos fragmentos de una explicación parcial, incompleta.

—Me ha avisado una señora que estaba en la parada del autobús…

Ha debido salir de detrás de esa caseta de obras de ahí enfrente…

La señora la ha visto, y ha venido corriendo… Cuando he salido, ya me la he

encontrado tirada en el suelo… Ha debido cruzar la carretera andando, no sé

cómo, pero se ve la sangre…

En ese instante, Maribel cerró los ojos. Sara levantó los suyos y vio la caseta, una

construcción de paredes metálicas, acanaladas, la huella de una mano

ensangrentada cerca de una esquina, un rosario de manchas rojas, algunas

pequeñas, otras grandes como charcos, diseminadas por el asfalto, manchando el

bordillo, la acera, y entonces escuchó la voz del miedo, un susurro agudo y fino

como una aguja.

Juan… –y apretó la mano de Sara con sus dedos–. Llámelo.

Llame a Juan.

—¡Claro! Pero qué idiota soy –se volvió hacia el guardia de seguridad, que estaba

de pie, a su lado, con los brazos caídos a los dos lados del cuerpo y la inmóvil

resignación de quien ya no se atreve ni siquiera a pensar, y agitó violentamente la

mano en el aire, como si pretendiera animarlo, despertarlo, ponerlo en marcha–.

Vaya corriendo a la casa 37, ahora mismo. Pregunte por Juan Olmedo y

cuénteselo todo, pero todo, no como a mí. ¡Corra! Él es médico y sabrá lo que

hay que hacer. ¡Corra, vaya ahora mismo, por favor!

La herida destacaba como una mancha oscura, sucia, que rompía la limpia

uniformidad del tejido rojo sobre la piel bronceada del verano.

Cuando Sara se atrevió a mirarla, la precaria serenidad que había obtenido de

aquella elemental iniciativa que no había sido capaz de emprender por sí misma

se esfumó en un instante, devolviéndola a un terror angustiado, impotente.

Entonces Maribel volvió a hablar, y lágrimas que no eran de miedo, ni de pena, ni

de emoción, empezaron a resbalar despacio sobre sus mejillas, desvelando un

odio tan profundo que era capaz de fluir sin perturbar siquiera el susurro fino,

agudo, de su voz cansada.

—Él lo sabía –miraba a Sara, y volvió a apretarle la mano con sus dedos–. No sé

cómo pero lo sabía, el muy cabrón lo sabía, sabía que el lunes firmo lo del piso,

que era su última oportunidad…

Llevaba meses pidiéndome el dinero, íbamos a hacer un negocio, pero de los

buenos, me iba a hacer rica, eso decía. Hoy me ha dicho otra cosa. Que le iban a

matar, que por mi culpa le iban a matar, que necesitaba por lo menos la mitad,

dos millones, que se los diera, que me iba a matar él a mí si no se los daba, que

me quería, que era el padre de mi hijo, que soy su mujer, que siempre me ha

querido… Anda y vete a chulear a tu puta madre, Andrés, eso le he dicho… Eso le

he dicho. Que chuleara a su madre, que se perdiera, que me olvidara…

Te voy a matar, eso me ha dicho él a mí, estás avisada, no sirves para nada, no

eres más que una puta, y te voy a matar…

Escucharon el motor del coche antes de que Jesús volviera a reunirse con ellas.

Un instante después, Juan Olmedo, con la cara blanca como un papel y una cierta

brusquedad mecánica en todos sus movimientos que desmentía a medias la

tranquilidad que intentaba aparentar, extendió el brazo derecho en un ademán

mudo para apartar a Sara y se arrodilló en el suelo, al lado de Maribel, sin dejar