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sin tocar la de color y empezó a enrollarla. Entonces, Maribel le agarró por la
muñeca.
—¿Me voy a morir?
Cuando llegaron al hospital, lo primero que vio Sara al entrar en el vestíbulo de
Urgencias fue un reloj que marcaba las seis y ocho minutos de la tarde. Entonces
recordó que al escuchar el timbre de la puerta había mirado la hora en el vídeo
para descubrir en los números verdes que eran las diecisiete veintinueve. El reloj
del hospital tenía que estar estropeado, pero el que ella misma llevaba en la
muñeca parecía de acuerdo con él. Un celador le confirmó que efectivamente eran
las seis y ocho minutos de una tarde que se le había hecho eterna, larga y densa
y lentísima como si cada segundo fuera una gota de plomo, y esa repentina
crueldad del tiempo le impresionó más que el cálculo de la velocidad suicida a la
que Juan había conducido hasta Jerez. Luego recordó que él lo había hecho todo
muy deprisa, y aceptó que tal vez no hubieran pasado más de siete u ocho
minutos desde el momento de su aparición hasta el de su partida, pero siempre
recordaría aquella escena como si cada palabra, cada gesto, cada movimiento de
sus dos actores principales se hubiera destilado a sí mismo a través de un
complejísimo y dificultoso alambique. Hasta que Maribel se atrevió a preguntar si
se iba a morir.
Entonces, Juan la miró, Sara la miró, y el tiempo dejó de arrastrarse por la
insoportable pasividad de unos segundos enfermos, minerales, para detenerse de
una vez y por completo.
—No. No te vas a morir –Juan desvió la mirada desde sus ojos hacia el rollo que
había fabricado con la toalla, lo cogió por uno de sus extremos, y lo encajó dentro
del cuerpo de Maribel con un solo impulso limpio, preciso–. Tú no. No te vas a
morir. Ayúdame, Jesús…
El guardia de seguridad se acercó enseguida, pero Maribel no aflojó la presión de
su mano.
—Si me muero, como nunca hemos hablado…
—No te vas a morir –Juan llevó su mano derecha todavía enguantada,
ensangrentada, hacia la cabeza de Maribel, la sujetó por el cuello, la levantó unos
centímetros del suelo para apoyarla en su muslo derecho y se inclinó sobre ella
para seguir hablando desde muy cerca, mientras le acariciaba la sien en la
frontera del pelo con el pulgar, como si estuviera peinando a una niña pequeña–.
No voy a dejar que te mueras, ¿me oyes?, no te vas a morir.
Y aquel hombre que, desde que había llegado, había hecho tantas cosas a la vez
y todas tan deprisa, se detuvo de pronto, abandonando sus ojos en los de la
mujer que le miraba mientras limitaba toda su actividad a la caricia rítmica y
persuasiva de su dedo pulgar, hasta que éste también se detuvo. Entonces inclinó
la cabeza y la besó en los labios una vez, luego otra.
—No te vas a morir –repitió–.
Ahora estate quieta, no hables, y haz sólo lo que yo te diga.
Después, como si él mismo se hubiera dado cuenta de la intimidad casi obscena
que acababa de impregnar el aire, volvió a apoyar la cabeza de Maribel en el
suelo y estiró su cuerpo completamente sobre la acera antes de levantarse y
empezar a dar instrucciones.
—Abre la puerta de atrás del coche, Sara, tú irás con ella atrás, ahora te explico…
Jesús, ven aquí. Colócate a la altura de sus rodillas, ahí. Nos vamos a poner en
cuclillas, vamos a pasar los brazos por debajo de su cuerpo, y cuando yo cuente