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espalda y tú por las corvas. ¿Entendido? ¿La tienes? Vale, pues vamos a hacerlo.
Una, dos y tres, ahora…
Un instante después, Maribel voló, dejando sobre la acera una mancha roja de
bordes rizados que ya no parecía un clavel, y Sara sintió que su percepción de la
realidad se aflojaba de repente, incapaz de soportar más tensión. Estaba casi
convencida de haber vivido los últimos minutos dentro de una película cuando
Juan pulverizó aquella ilusión, cogiéndola del brazo para apartarla unos metros
del coche.
—Vamos a ver, Sara… –le dijo, y se frotó la cara con las manos para descubrir un
aturdimiento que había permanecido oculto hasta entonces a los ojos de los
demás–. Está viva de milagro, pero es verdad que no se va a morir.
Eso quiere decir que yo creo que no se va a morir, e incluso que estoy seguro de
que no se va a morir. Sin embargo, también creo que la herida llega hasta el
hígado.
La han apuñalado de abajo arriba, y está muy desgarrada. Tiene una hemorragia
interna importante. Han movido el arma dentro para destrozar, para hacer más
daño, ¿comprendes?, y al andar ha perdido mucha sangre. Mucha. Demasiada.
No puede perder más. Ése es el único riesgo, que siga perdiendo sangre.
Por eso no he llamado a una ambulancia, porque iba a tardar en venir y en volver
al hospital casi el doble de lo que vamos a tardar nosotros si la llevamos en
coche.
Y por eso quiero que tú vayas detrás, con ella. Colócate sus piernas encima de las
tuyas y aprieta el tapón con la mano todo el rato.
Te voy a dar unos guantes. Póntelos y procura no tocar nada, porque si la herida
se infecta, adiós, ¿comprendes? Y si notas que deja de funcionar, que ya no
empapa más, que la sangre empieza a manar a borbotones, avísame. He traído
de todo. Si las cosas se ponen feas, la puedo coser yo mismo, en el coche,
provisionalmente –al llegar a aquel punto, su interlocutora se dio cuenta de que
su propio rostro debía reflejar tal expresión de terror que le obligó a volver sobre
sus pasos–. No va a pasar, Sara.
Eso quiere decir que yo creo que no va a pasar, que estoy seguro de que no va a
pasar, pero si pasa y no hacemos nada, se nos puede quedar por el camino. Pero
no va a pasar, ¿de acuerdo?
Sara asintió con la cabeza, y él la cogió por los hombros y se los apretó un
momento antes de dar la vuelta para marcharse. Sin embargo, no llegó a volverse
del todo.
—Y otra cosa… Ha sido su marido, ¿no?
Sara asintió con la cabeza.
—¿Y por qué? –su cara recuperó de golpe toda la blancura–.
¿Eso lo sabes?
—Sí –y se escuchó hablar cuando ya creía que sería incapaz de volver a articular
el menor sonido–. Por dos millones de pesetas.
—¡Joder! –Juan Olmedo se quitó un guante, y luego el otro, con gestos bruscos,
descontrolados, antes de empezar a estrellar el puño de su mano derecha contra
la palma de la izquierda–. Es que es la hostia, ¿no?, la hostia, pero qué hijo de
puta, qué hijo de puta, joder…
Sara Gómez Morales se atrevió a pensar por un instante que su vecino habría
aceptado mejor un crimen pasional que aquella cuchillada fría e inútil, como un
recurso desesperado de pura impotencia, se atrevió a pensar por un instante que