38956.fb2
aclaración innecesaria–. Se lo pregunto porque el caso es que ahora Alfonso vive
con usted.
—Sí –Juan tomó aire y contestó de un tirón–. Mi cuñada murió en un accidente de
coche, hace unaño y medio. Mi hermano, que iba conduciendo, sufrió lesiones
gravísimas, entre ellas un trauma encefálico que acabaría causándole la muerte
después de siete meses de agonía –ella no levantó la cabeza de la carpeta, ni
manifestó ningún interés por los detalles–. Entonces…, bueno. La situación de mis
hermanas no ha mejorado mucho. Las dos tienen tres hijos, y la pequeña está
divorciada. Yo siempre había estado más cerca de Alfonso. Pasaba parte de mi
tiempo libre con él, iba a buscarle los fines de semana, me lo llevaba a comer
fuera, al cine, a dormir a mi casa algún sábado que otro, hacíamos pequeños
viajes en los meses de buen tiempo… Procuraba ayudar a mi hermano y a mi
cuñada a sobrellevar la situación, darles algún respiro. Alfonso puede llegar a ser
agotador, ya se lo puede imaginar. Por otro lado, yo siempre tuve una relación
muy fuerte con Damián, sólo le sacaba once meses y conocía mucho a su mujer,
habíamos sido de la misma pandilla. Iba a verlos cada dos por tres, comía en su
casa los domingos, me quedaba con Alfonso y con la niña cuando no encontraban
canguro, esa clase de cosas… Mi sobrina solamente veía a mis hermanas en
Navidad, en su cumpleaños y en los de sus primos, así que, cuando se quedó
definitivamente sola, decidí hacerme cargo de ella y de Alfonso.
—Fue usted muy valiente.
—No –y entonces fue Juan quien desvió la mirada hacia el suelo–. Asumí mi
responsabilidad, simplemente.
—¿Y el cambio de aires? Supongo que valoraría usted que podría llegar a ser muy
perjudicial para su hermano.
—Ya, pero mi sobrina me preocupaba más –Juan también había previsto esa
pregunta–. A la niña le afectó muchísimo la muerte de su madre, y cuando al final
su padre murió también, se encerró en sí misma, no quería hablar con nadie,
empezó a ir muy mal en el cole–gio… Entonces pensé que le sentaría bien
cambiar de rutina, dejar de vivir en una casa llena de recuerdos de sus padres.
—Claro, claro, me hago cargo –la psiquiatra se disculpó a toda prisa, como si las
palabras de Juan hubieran puesto su prestigio en entredicho–. Perdóneme. Se me
había olvidado la niña, que ahora tiene… diez años, ¿no es así?
Comprendo bien su decisión. Y ahora vamos a hablar de Alfonso, cuénteme… A él
también le afectaría la muerte de su hermano, supongo.
—Sí, pero mucho menos que la de mi cuñada. Se lo advierto porque habla mucho
con ella, como si fuera su amiga invisible, ¿sabe?
Le cuenta lo que le pasa, se dirige a ella en la mesa para preguntarle si le gusta la
comida, nos pide que la avisemos para que vaya a darle un beso antes de
dormirse, ese tipo de cosas. La quería muchísimo, para él fue como una madre de
repuesto. Su relación con Damián era distinta. Él, en fin…
Damián era un hombre de mucho carácter, que podía llegar a ser muy brusco y
perdía la paciencia con facilidad. No es que no quisiera a Alfonso, sino que se
empeñaba en tratarle como si fuera una persona normal. Le exigía
responsabilidades que no podía asumir, le imponía normas que no podía
obedecer, se empeñaba en que comiera correctamente, en que anduviera
erguido, en que llevara siempre la camisa por dentro del pantalón, se ponía
furioso cuando la sopa se le derramaba por la barbilla…
Se detuvo al comprobar que la doctora le miraba ahora fijamente, al adivinar qué