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sin embargo, sospechó que aquella reacción tendría más que ver con su propia
culpa, un sentimiento para el que no bastaría la explicación que ella misma le
había dado. Pero las cosas seguían pasando demasiado deprisa como para
pensarlas, analizarlas, desmenuzarlas. Dos segundos después, ella ya estaba instalada en el asiento trasero del coche, luchando con un par de guantes, y él, recuperado por completo de su cólera, se acordaba de pedirle a Jesús que fuera a la piscina a buscar a los niños y les pidiera que se metieran en casa hasta que les llamara por teléfono.
—Que no se muevan. Y no les cuentes la verdad. Diles solamente que Maribel de pronto se ha encontrado mal y que la he acompañado al hospital, que no se preocupen porque no es nada grave. ¡Ah! –añadió al final–, y de Sara no sabes nada, ni dónde está, ni a qué hora ha salido, ni cuándo va a volver, ni nada. Mientras terminaba la frase, arrancó el motor. Inmediatamente después, cuando el coche ya estaba andando, marcó un número de teléfono y empezó a hablar sin dejar de conducir, con un manos libres que Tamara le había regalado por su cumpleaños aunque habían ido a comprarlo juntos y lo había pagado él, con su dinero.
—Soy el doctor Olmedo, de Trauma, póngame con Urgencias, es una emergencia…
Sara, que había seguido todas sus instrucciones, sintió que los dedos de Maribel apretaban la mano enguantada que ella usaba para presionar sobre la herida, debajo de la manta con la que Juan la había arropado, como si a ella también le consolara el sonido de aquellas palabras cuyo sentido era casi absolutamente incapaz de comprender.
—¿Urgencias? Soy el doctor Olmedo, de Trauma, necesito un quirófano y sangre del grupo A positivo, es una emergencia. Llevo un paciente grave en el coche, una mujer, treinta y un años, sana, con herida inciso contusa en el hipocondrio derecho, secundario de arma blanca, muy probablemente interesa al hígado, en estado de fuerte shock hipovolémico, tardaré unos quince minutos en llegar, prepáreme un quirófano y avise al doctor Barroso, quiero hablar con él, si está la doctora Iglesias por ahí, avísela también, gracias…
Antes de desembocar en la carretera por un atajo que le obligó a circular más de un kilómetro por dirección prohibida, Juan pasó por delante de un grupo de viviendas en construcción, media docena de bloques cuadrados, de tres pisos. El único terminado tenía las paredes pintadas de color salmón, y la carpintería metálica, las terrazas y la celosía calada que ocultaba el tendedero, de color blanco. En el bajo, un diminuto jardín privado se abría ante la cristalera del salón, el segundo tenía a cambio un dormitorio más que los otros pisos, y el ático, una terraza rectangular y bastante grande, que a Andrés le había gustado tanto que su madre no vaciló en elegirlo. Sara la había acompañado a ver el piso piloto y le había parecido casi perfecto.
Al día siguiente volvieron a verlo todos juntos, un salón comedor grande, en forma de ele, dos dormitorios amplios, una cocina cómoda y bien amueblada, un cuarto de baño completo y otro aseo más pequeño, junto a un tendedero donde había espacio suficiente para instalar una despensa. Costaba un millón más de los diez en los que Maribel había fijado su propio tope, pero Juan también la animó a decidirse, en el peor de los casos siempre puedes venderlo antes de terminar de
pagar la hipoteca, le dijo, repitiendo casi exactamente el discurso que Sara había pronunciado veinticuatro horas antes, y ella estaba tan contenta, tan satisfecha, que al final les hizo caso.
Manteniendo siempre la mano izquierda firme contra la toalla que taponaba la herida, Sara reconstruyó la planta de aquel piso de memoria mientras escuchaba jadear a Maribel, y al fondo, la voz de Juan empezaba a ceder bajo la presión de otras voces que eran diferentes pero decían cosas parecidas. Las cosas son así, Sari, no tienen remedio, le había dicho su madre una vez, las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Andrés, con doce años, lo había aprendido ya, así se hacen las cosas, Sara, así se han hecho siempre, y por supuesto el Vicente más maduro, el más poderoso, lo sabía de sobra, así son las cosas, Sara, Sari, Sarita, ¿qué quieres?, si así son.
Si yo no le hubiera metido a Maribel la idea del piso en la cabeza, iba pensando Sara, ella se habría llevado a Andrés a Disneyland París y el hijo de puta de su marido habría llegado a tiempo para engatusarla, para echarle un par de polvos entregados, para volver a vivir con ella incluso, si eso hubiera hecho falta, hasta desplumarla, hasta dejarla limpia, sin blanca, ni un duro de la tardía y milagrosa herencia de su abuelo.
Las cosas son así, y no tienen remedio. Y ella ahora estaría bien, no más humillada, no más dolorida que otras veces, ni siquiera peor de lo que estará cuando Juan Olmedo la deje, porque Juan la dejará, la tendrá que dejar antes o después, pero con el vientre intacto y cada gota de sangre en su sitio, y durante algún tiempo ya habría sido algo más que una puta, ya habría servido al menos para algo, para dejarse engañar, para dejarse robar, para ejecutar con inmaculada obediencia cada escena del archisobado guión que tiene asignado desde aquel día en que se echó un novio tan guapo que le compró unos corales y la subió en un caballo. Las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Y tal vez, con el Panrico por en medio, no habría llegado a ceder a la tentación de enamorarse del hombre equivocado, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, en el vértice exacto de la dificultad, en el núcleo de las cosas que nunca son, porque son imposibles. Porque así es como se hacen, y así es como se han hecho siempre. Y en cambio, ha estado a punto de morir, a punto de morirse, porque su vida no vale más de dos millones de pesetas y porque yo la convencí de que se comprara un piso y se dejara de viajes a Disneyland París, porque le metí en la cabeza la absurda idea de levantarla. —¿Cómo va eso, Sara?
—Bien –levantó la manta para echar un vistazo, y vio el borde de la toalla, seco aún, y la palma de su mano casi limpia–. Muy bien.
Siempre igual, siempre, todo, igual, desde el principio. Juan siguió hablando y Maribel le apretó la mano, ella la miró, la vio abrir los ojos, cerrarlos de nuevo. —¿Y el piso? –murmuró entre las grietas de su voz delgada, frágil como un cristal que acaba de romperse en un millón de pedazos astillados y cortantes como agujas–. ¿Qué va a pasar con el piso? A ver si lo voy a perder ahora, con el trabajo que me ha costado encontrarlo.
—No hables, Maribel –Juan había alcanzado a escuchar sus susurros–. No hables. Por favor, no hables y no te muevas.
—Con el piso no va a pasar nada, no te preocupes –Sara sintió un deseo enorme de abrazarla, pero recordó a tiempo que no podía tocar nada, e intentó transmitirle el calor de un abrazo con palabras–. El lunes a primera hora voy al banco a hablar con ellos, y si no pueden esperar, les cojo de las orejas y te los llevo al hospital, con notario y todo. Te lo prometo, Maribel, te lo juro, pero, por lo que más quieras, no vayas a preocuparte por el piso ahora. Luego volvió la cabeza hacia la ventanilla y vio la silueta de Jerez a lo lejos, en lo alto de una cuesta. Se va a salvar, pensó con los ojos cerrados, el alma en vilo todavía, se va a salvar, se va a librar, nos vamos a librar, todos nos vamos a salvar con ella. Sólo en ese momento percibió la presencia de algo muy duro y muy pesado que tensaba las paredes de su estómago para rellenarlo por completo, igual que si se hubiera tragado una piedra sin darse cuenta, una presión que empezó a ceder cuando volvió a mirar hacia delante y vio Jerez todavía más cerca. Maribel se iba a salvar y ella podía contar ya los edificios, distinguirlos con nitidez unos de otros, leer sin esforzarse los nombres pintados con letras enormes encima de las tapias blancas de las bodegas, y entonces oyó la bocina del coche, que Juan presionaba ya sin interrupciones, y sintió una humedad densa y caliente en la palma de la mano. Juan… –empezó a decir, y no supo cómo seguir, pero él la entendió. —¿Sale a chorros o es solamente que el tapón está empapado? —No, yo creo que no es mucho –Sara volvió a levantar la manta, observó la herida un rato, intentó interpretar correctamente lo que veía–. No… —Da igual. Ya hemos llegado.
Era verdad. Estaban subiendo la rampa del hospital. Habían llegado. El final del trayecto era otra escena de otra película, una imagen reconfortante y deliciosa, el despertar después de la pesadilla. Delante de la puerta había una docena de personas esperándoles, una pequeña multitud de batas blancas y verdes congregadas alrededor de una camilla, los rostros alerta, las piernas en tensión, como una hilera de atletas pendientes del disparo que señala la salida. Cuando Juan tiró del freno de mano, las cuatro puertas del coche se abrieron desde fuera y a la vez.
Un celador le ofreció una mano y la sacó del asiento de un tirón, sin contemplaciones. Ella se apartó un poco, se quedó a un lado, respiró hondo un par de veces, se quitó los guantes y cuando volvió a mirar lo que pasaba, el coche había desaparecido y Maribel estaba ya tumbada en la camilla, con una vía cogida en el brazo izquierdo, una bolsa de suero encima de la cabeza, otra vía cogida y aún sin conectar en el brazo derecho, Juan a su lado y dos o tres personas más alrededor. Entonces la metieron dentro. Las ruedas de la camilla desataron un estrépito denteroso y chirriante al deslizarse sobre el cemento y Sara no fue capaz de recordar el eco de un sonido más armonioso. Estaba muy cansada y muy sucia, el pelo pegado de sudor, la ropa manchada de sangre, las manos enrojecidas, tirantes, dos ríos rosados y secos trepando por sus brazos hasta más
allá del codo, pero también estaba muy contenta y más que eso, tan eufórica
como un general que acaba de ganar una batalla que ha dado por perdida.
Después de esperar unos minutos sin saber muy bien qué hacer, entró ella
también en el hospital, miró el reloj del vestíbulo, descreyó de sus ojos, miró su
propio reloj y no le concedió más crédito, le preguntó la hora a un celador, él le
contestó que eran casi las seis y diez, se sentó en un banco y, al rato, vio venir
directamente hacia ella a una enfermera bajita y sonriente.
—Hola, usted debe ser Sara, ¿verdad? –y sin esperar respuesta, la besó en las
dos mejillas–. Yo me llamo Pilar, trabajo en Traumatología, con el doctor Olmedo.
¿Quiere venir conmigo? Le puedo prestar una blusa y unos pantalones limpios,
verdes, eso sí, de hospital, pero limpios, y hasta puede ducharse, si le apetece,
que supongo que le apetecerá…
El agua caliente y el jabón la limpiaron por fuera sólo a costa de arrancarle
también una sensación de euforia que no sobrevivió a un escueto repaso de la
verdadera situación, como si, al desaparecer, el riesgo principal hubiera
acrecentado la gravedad de otros que nunca habían dejado de latir, agazapados
bajo la sombra de lo peor.
—¿Cuánto pueden tardar?
La enfermera, que rellenaba papeles sobre un mostrador y había sonreído al verla
aparecer vestida de médico, con el pelo húmedo, chorreando aún sobre su
espalda, se tomó su tiempo antes de contestar.
—Depende de lo que se encuentren. Yo creo que como mínimo dos horas, pero
pueden ser más de tres.
—¿La herida llegaba al hígado?
—Sí, le han hecho un buen boquete.
—¿Dónde está Juan?, ¿dentro?
–la enfermera afirmó con la cabeza–. ¿La está operando él?
—¡Nooo! –sonrió, como si aquella idea le pareciera absurda, y Sara pensó que
debía serlo–. Él es muy bueno, pero esto no es lo suyo. La están operando dos