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El doctor Barroso se ha ocupado de todo, y esta vez ha habido suerte, porque
otras veces, por mucho que se intente… En fin, todos son buenos, pero ella tiene
lo mejor de lo mejor. No se preocupe, está más que controlada, todo va a salir
bien, seguro. ¡Ah! Y el doctor Olmedo me ha dicho que si quiere volver a casa
puede coger su coche. Tengo aquí las llaves.
Pero si prefiere esperar, entre dentro. Estará más tranquila.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—Claro. Marque el cero.
Habló primero con Tamara, y luego con Andrés, y a los dos les contó lo mismo,
que habían atracado a Maribel para robarla, que la habían herido con una navaja,
que no tenían ni idea de quién podía haber sido, que estaba en el quirófano,
absolutamente fuera de peligro, que iba a esperar a que Juan saliera y le contara
cómo había ido todo, que entonces volvería a llamarles otra vez, que se reuniría
con ellos lo antes posible, que estuvieran tranquilos, que cuidaran de Alfonso y
que procuraran entretenerse solos. La niña conservó la calma durante la mayor
parte de la conversación hasta que, cerca ya del final, estalló en un sollozo largo,
histérico. Andrés, en cambio, no despegó los labios.
—¿Andrés, estás ahí? –Sara agotó su última mentira para empezar a sentir una
angustia verdadera que iba creciendo sin pausa en cada sílaba–. Andrés, habla,
por favor, dime algo… Si no me contestas, me voy a ir ahora mismo para allá.
¿Quieres que haga eso? ¿Quieres que me vaya contigo? Puedo pedir que le digan
a Juan que nos avise, no tardo nada…
—No –dijo por fin–. Quédate.
Te paso con Tam.
Sin embargo, fue Jesús quien cogió el teléfono. Ya había acabado su turno, pero
estaba todavía muy asustado, y dispuesto a quedarse con los niños todo el tiempo
que hiciera falta. Sara le pidió que estuviera muy pendiente de Andrés, le dio el
número del hospital y la extensión desde la que había llamado, y después de
colgar, se quedó quieta y muy preocupada, convencida de que se había
precipitado, de que se había equivocado, de que lo había hecho todo mal. Cuando
volvió a ver a Juan Olmedo, a las nueve menos cuarto de la noche, Tamara había
llamado ya dos veces, y ella no había sabido qué contarle.
—Ha salido todo muy bien, perfectamente –parecía agotado hasta que sonrió, y
entonces la sonrisa le borró el ceño, la tensión que se amontonaba en las
esquinas de sus labios, las ojeras que subrayaban sus ojos–. Ahora está en
reanimación. Si el postoperatorio no se tuerce, que habrá que cruzar los dedos –y
lo hizo– por aquello de la maldición de los recomendados, dentro de una semana
estará en casa.
Yo me voy a quedar. Quiero ver cómo se despierta. ¿Has hablado con los niños?
—Sí, y creo que he metido la pata.
Le contó la situación por encima y él, que al fin y al cabo había pasado las últimas
dos horas y media metido en un quirófano, no le dio mucha importancia.
—Yo creo que has hecho bien, Sara, algo había que contarles…
Lo peor será cuando Andrés se entere de que ha sido su padre, pero tú no tienes
la culpa –se quedó un momento pensando en lo que acababa de decir, como si no
se le hubiera ocurrido antes–. Eso sí que va a ser una putada, ¿no?, pobrecillo…
En fin, ya veremos.
Ahora vete a casa e intenta descansar, anda. Tam sabe dónde está apuntado el
teléfono de la chica que les cuida cuando salgo por la noche, que la avise, que se