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ruido del motor, traicionó una sorpresa con la que Juan ya contaba–. Y un
anestesista…
—No –le interrumpió de nuevo y ya no esperó una nueva pregunta–.
Un anestesista no. Un anestesista cojonudo. Hazme caso.
—Muy bien. Un anestesista cojonudo. ¿Quién es, Juan?
—Es mi asistenta.
Luego tal vez no habría vuelta atrás, pero Juan Olmedo había escuchado a
muchas enfermeras, decenas, centenares, miles de enfermeras, repetir lo mismo
con la misma sonrisa reglamentaria en la boca, todos son buenos, para
tranquilizar a una madre, a un marido, a una mujer, a un hijo, todos son buenos,
Juan lo había visto, lo había escuchado demasiadas veces, todos son buenos, la
fórmula de reglamento, una radiante sonrisa profiláctica, y un cuerpo frágil,
fragilísimo, perdiéndose por el fondo de un pasillo tras una puerta con dos
batientes cuyos cantos de plástico se golpeaban entre sí, al cerrarse, con la
inquietante suavidad de la seda. Al otro lado quedaban las víctimas de su propia
concien cia, los torturados de la sala de espera, abandonados para siempre a su
suerte, a su fe en cualquier dios, en cualquier nombre del azar, o en la eficacia de
aquel simbólico compromiso colectivo con la ciencia y el progreso. Todos son
buenos.
Quizás fuera verdad, quizás fueran todos buenos, pero los había mejores y
peores, y todos serían buenos, pero no todos lo bastante.
Juan lo sabía. Respiró hondo.
Luego tal vez no habría vuelta atrás.
—¿Miguel?
—Sí.
—Es ella. Y ha sido su marido. Lo entiendes, ¿verdad?
Miguel Barroso tardó en contestar, como si de pronto le faltaran dientes para
masticar aquella noticia.
—¿Quieres que te mande una ambulancia?
—No, de momento no, voy a llegar yo antes. Si esto se pone feo, llamo y la pido.
—Muy bien, voy a decirles que se preparen, por si acaso. Y no te preocupes por
nada. Como si fuera mi hija, yo me encargo…
La había besado en la boca para tapársela, para impedirle hablar, sin saber ni
siquiera qué le iba a decir, sólo por si intentaba decirle que le quería. Se lo había
dicho ya alguna vez, de otra manera, con palabras oblicuas, transversales,
tranquilizadoramente ambiguas, ese sorprendente instinto que se confunde con la
inteligencia en las arañas gordas y astutas que tejen su tela sin descansar, pero
sin apresurarse.
—¿Y qué vamos a hacer cuando les den las vacaciones a los niños?
Estaban desnudos sobre la cama, a mediodía, hacía mucho calor y los dos
sudaban, se recobraban a sí mismos con pereza, la casa estaba a oscuras, los
ventiladores del techo girando como locos, sin matizar apenas la sofocante
temperatura de un 4 de junio tropical y precoz.
—Mandarlos a la playa –él, incorporado sobre el codo de su brazo derecho, siguió
acariciándola despacio con su mano izquierda–, que es muy sana y abre mucho el
apetito.
Sin embargo no había sido tan fácil. Alfonso, que había arrancado a cambio el
compromiso de que Juan no le obligaría a volver a clase antes de que lo hiciera su
sobrina, siguió asistiendo a su centro hasta el 20 de julio, pero Andrés y Tamara