38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 124

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parecieron contagiarse entre sí el prodigioso don de la ubicuidad mientras se

perdían y se encontraban sucesivamente a lo largo de mañanas enteras. Y luego,

además, tenían amigos. Muchos amigos. Muchísimos amigos. Andrés llegaba a

casa de los Olmedo a las nueve, cuando su madre estaba entrando en la de Sara,

y aproximadamente una hora más tarde, se asomaba con Tamara al dormitorio de

Juan para despedirse hasta la hora de comer, pero a los diez minutos Tamara

entraba por la puerta del jardín, hola, soy yo, que vengo a por una pelota, para

salir después por la puerta principal, tres minutos antes de que Andrés siguiera

exactamente sus pasos, hola, soy yo, Tam, ¿coges la pelota o qué?, y volviera a

salir por el mismo sitio, cinco minutos antes de que su amigo Pablo, o Fernando,

o Laura, o Álvaro, o Teresa, o Lucía, o Curro, o Rocío llamaran al timbre, hola,

¿puede decirles a Andrés y a Tamara que salgan?, y un cuarto de hora más tarde

empezaba el baile de la puerta de la nevera, hola, soy yo, vengo a beber agua, hola, soy yo, vengo a beber agua, ¿habéis visto a Andrés?, no encuentro a Tam, ¿está por aquí?, y volvía a sonar el timbre para que cualquier niño descolgado saludara con mucha educación, hola, buenos días, vengo a buscar a Andrés, vengo a buscar a Tamara, ¿puedo entrar a beber agua?, es que en mi casa, no hay nadie, y Juan no lograba entender que sus amigos tuvieran problemas para encontrarlos porque no paraban de entrar y salir de casa, pero toleraba mucho mejor las irrupciones que fragmentaban sus mañanas salientes de guardia en pequeños ratos de un sueño accidentado, inquieto, que las que se multiplicaban después de comer, para echar a perder las dos horas escasas en las que a veces ni siquiera cabía con holgura la lujuria que había alimentado pacientemente durante una semana entera, Maribel, ¿has visto mis gafas de bucear?, mamá, danos la merienda, anda, que nos vamos a la playa, Maribel, que a mí no me gusta el foie–gras, hazme uno de mortadela, por favor, y le doy éste a Alvarito, que tiene siempre hambre, mamá, jo, que yo lo quería de foie–gras, ¿por qué me lo has hecho de mortadela?, hola, soy yo, que se me ha olvidado coger la tabla, buenas tardes, ¿está Andrés?, buenas tardes, veníamos a buscar a Tamara, hola, que soy yo, que vengo a por una botella de agua, hola, que soy yo, que vengo a por crema de protección de ésa para Rocío, que se le ha olvidado la suya y se va a quemar, hola, somos nosotros, que nos hemos vuelto ya porque en la playa se ha puesto un levantazo que no hay quien lo aguante, enciende la tele, anda, a ver qué ponen, ¿y por qué no nos vamos a la piscina, mejor?, bueno, vete a buscar a ésos, a ver qué hacemos, vale, ¿te vienes conmigo?, no, te espero aquí… —¿Por qué no le has abierto la puerta a Marina esta mañana? –le preguntó Tamara un día de julio, con acento ofendido, a la hora de comer–. Habíamos quedado, y como no nos ha encontrado, se ha tenido que ir a la compra con su madre, la pobre.

—¡Porque estaba durmiendo, hostia! –Juan se levantó, abrió los brazos, se cernió sobre la cabeza de la niña como los ogros de los cuentos y siguió chillando–. ¡Porque he estado toda la puta noche trabajando y estaba durmiendo! ¡Porque estoy hasta los cojones de que no me dejéis dormir!

Maribel se estiró hacia él desde el otro lado de la mesa, le puso una mano sobre el brazo derecho y se lo apretó.

—Lo siento –dijo Juan entonces–. Lo siento mucho, pero es que es verdad. No me dejáis dormir.

Aquella tarde, los dos niños se marcharon juntos y enseguida, después del postre, no volvieron a aparecer hasta las seis y media y, si llegaron a ver su bolso y sus zapatos en el aseo de la planta baja, ninguno de los dos preguntó dónde estaba Maribel, ni por qué no se había marchado todavía, ni ninguna otra cosa. Cogieron los bocadillos que estaban preparados encima de la encimera y salieron zumbando. A la mañana siguiente, Andrés fabricó un cartel con una cartulina blanca y rotuladores de colores, «No llaméis al timbre.

Juan está durmiendo». Una semana después, el cartel se había perdido, el timbre volvía a echar humo, y Alfonso había estrenado ya sus vacaciones. Todos esos

contratiempos eran vulgares, razonables, previsibles. Que en la bahía de Cádiz el

cielo se nublara a las tres de la tarde del último jueves del mes de julio, siendo

raro, tampoco llegaba a ser extraordinario. Que media hora después, una luz

anémica sostuviera a duras penas el telón apagado y sucio, gris, contra el que se

dejan morir de languidez los tristes atardeceres de noviembre, ya era, en la

opinión de Juan Olmedo, pura mala leche, un signo insuperable de animosidad

atmosférica. Él fue el primero en comprender lo que se le venía encima.

—No me jodas… –murmuró, y nadie pareció escucharle.

—¡Va a llover! –gritó entonces Tamara–. ¿A que es increíble?

—No me jodas –repitió Juan, y Maribel se echó a reír.

—No va a llover… –gritó Andrés que se había levantado de la mesa para correr

hacia el jardín–.

¡Está lloviendo!

Tamara y Alfonso se reunieron con él, chillando como una manada de salvajes

felices, para hacer el tonto debajo de la lluvia durante un buen rato. Maribel dejó

de mirarles un momento para inclinarse hacia Juan.

—Yo que usted, me iría a dormir –sonreía–. Esto tiene muy mala pinta.

—¡Ya sé lo que vamos a hacer!

–Andrés, con el pelo chorreando, la camiseta chorreando, el bañador chorreando,

levantó los brazos para imponer silencio, en medio del jardín–. Vamos a pedirle a

Fernando su Scalextric, ¿vale? Lo juntamos con el mío y con el de Álvaro y lo

montamos en el porche, ¿qué os parece?

—¡Sí! –Alfonso levantó los brazos en una briosa pose de júbilo que debía de haber

aprendido en la televisión.

—¡Y podemos pedirle a Juan el suyo! –y después, como si la brillantez de su

propia idea la hubiera entusiasmado, Tamara se acercó a la cristalera para chillar

mucho más de lo necesario–. ¿A que nos dejas tu Scalextric, Juan? ¡Di que sí, di

que sí!

—Claro –él asintió entre dos risas breves y resignadas–. Es lo que más me

apetece, una tarde de Scalextric.

—¡Bien! –gritó Andrés.

—Váyase a dormir –insistió su madre–, hágame caso.