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discretamente los dedos por debajo de una servilleta.
—Cena conmigo esta noche, Maribel –murmuró, y sin embargo sabía muy bien lo
que decía–. Yo invito.
Lo que tú quieras, donde tú quieras, como tú quieras…
Lo había pensado otras veces.
Bastantes veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de
ocasiones, antes de salir del hospital. En aquellos momentos era tan evidente,
Maribel estaba en su casa y estaba en su cabeza, sus manos estaban
planchándole la ropa, ordenándole el armario, haciéndole la cama, y a la vez le
tocaban, le acariciaban, se posaban sobre su cara para rozarle con unos dedos
tímidos, indecisos, que apenas se atrevían a comprobar que seguía estando allí,
que no se había disuelto, que no se había esfumado como un fantasma caliente y bienaventurado por los pasadizos de un placer cumplido. Y él estaba allí, seguía estando allí, seguía existiendo fuera de su casa, en el calendario de los días laborables, a través de la rutina de los kilómetros diarios y el aroma a desinfectante de los pasillos silenciosos, era él y tenía un teléfono encima de la mesa, se sabía el número de memoria, ella descolgaría al otro lado, era muy evidente, era muy fácil. Había tardado mucho tiempo en admitir que las guardias se le quedaban cortas. Mientras merodeaba por la urbanización los fines de semana, haciéndose el encontradizo con Sara para preguntarle si tenía algún plan, sugiriendo a Tamara en el desayuno que invitara a Andrés a comer, pendiente del timbre de la puerta y del teléfono, los propios mecanismos de la maquinación y el ocio le mantenían tranquilo, entretenido, aunque a veces no llegaba ni siquiera a verla, y entonces, el domingo por la noche se iba a la cama con la misma desilusión que le amargaba la cena de pequeño cuando el Atleti jugaba en casa y perdía.
Pero los fines de semana él no podía controlar la vida de Maribel, sus movimientos, sus horarios.
El resto del tiempo sí, y por eso empezó a verla de vez en cuando, siempre a la una de la tarde, a las dos, a las tres, y sus apariciones esporádicas, fugaces, se fueron haciendo más consistentes a medida que la primavera avanzaba, mientras hablaba con sus pacientes, mientras leía sus historias, mientras los examinaba, la veía, limpiando, andando, cocinando, comiendo, abriendo las ventanas y cerrándolas después, la veía, y podía contar los poros abiertos, empapados en sudor, de su piel de manzana recién lavada, y hasta sus costillas cuando se arqueaba en un quiebro de fiera lujosa y malcriada, y escuchaba su voz, esa forma tan peculiar de pedirle las cosas por favor, y sobre ella, la voz de lo evidente. Tienes un teléfono encima de la mesa, te sabes el número de tu casa de memoria, llámala, te va a decir que sí. Eso también lo sabía, que iba a decirle que sí, a todo, a lo que fuera, a lo que él quisiera. Lo había pensado muchas veces. Demasiadas veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de ocasiones, antes de salir del hospital. Y lo había vuelto a colgar inmediatamente después, sin llegar a marcar ningún número.
No pretendía comportarse como un caballero. Ya no tenía margen ni siquiera para intentarlo. Su actitud era fría, reflexiva, calculada. No le convenía precipitar las cosas, extender aquella historia asombrosa, esa desconcertante sorpresa de la que disfrutaba tanto, por territorios distintos de aquel donde había florecido sola, donde cada palabra y cada gesto se cargaban a sí mismos de una intensidad precisa, inequívoca, donde ningún factor ajeno, objetivo, exterior, podía sembrar connotaciones ambiguas e indeseables. Él no quería ser el novio de Maribel, quería más. Quería seguir follándosela en secreto, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas, en un país con reglas y sin nombre, en el exilio escueto y privado de su propio dormitorio, en el fondo de un arca sellada que navegaba a solas por una inmensa nada que fuera de allí seguía resultando ser el mundo. Pero quería más. No tenía bastante, quería más, y sabía que aquello era bueno
porque era poco, pero quería más, y sabía que no podía tenerlo todo, que era imposible, pero quería más. Por eso estaba enganchado, se había enganchado sin darse cuenta a aquella mujer misteriosamente vulgar, más misteriosa cuanto más vulgar, que al quitarse la ropa para él se desnudaba a la vez de una piel completa, de su nombre y de su memoria, de lo que sabía y de todo aquello que ella también habría preferido no tener que aprender nunca. Estaba enganchado, se había hecho adicto a una Maribel que no existía en realidad, porque le necesitaba a él para nacer, nueva, radiante, de la armadura vana y sin brillo que la mantenía oculta a los ojos de los demás, que la preservaba intacta para él porque no era más que una parte de él, la mejor, la que no podría salvarle pero sí hacerle olvidar a ratos lo que sabía. Estaba enganchado, y por eso, convencido de que lo mejor era aguantar, sujetarse. Y eso hacía. Se obligaba a imaginar qué clase de conversación podría sostener él con Maribel en una hipotética e imprescindible cena previa, adónde podría llevarla después, qué horrendos bares la gustarían, a cuántos metros de sí misma la mantendría mientras escrutara las mesas en busca de algún conocido que le pudiera ir con el cuento a su madre, qué grado de terror reflejaría su cara de libertina secreta y consciente, pero respetuosa con sus cadenas, al escuchar la palabra hotel, uno de esos sitios donde hay que dejar por escrito el nombre, la dirección y el DNI antes de conseguir una habitación, de qué manera triste y fea se despedirían sin haber llegado a encontrarse, para que él se marchara a casa cabreado y con los nervios de punta. Todo eso se obligaba a imaginar, y entonces colgaba el teléfono. Aunque no quisiera, aunque no le apeteciera, aunque la terca voz de lo evidente susurrara en sus oídos una crónica distinta, el relato de la noche que le esperaba, llegar a casa, ayudar a Tamara con los deberes, aguantarle el rollo a Alfonso, hacer la cena, cenar, ver un rato la televisión, acostarse pronto, colgaba el teléfono. Aunque esa misma voz le preguntara si no le gustaría más quedar con Maribel, llevarla lejos, parar el coche en medio del campo, volcarse sobre ella, besarla, tocarla, estrujarla, recurrir a lo que fuera para convencerla, conformarse de buena gana con cualquier adolescente mal menor, colgaba el teléfono. Lo colgaba, y se iba a casa cabreado y con los nervios de punta, dispuesto a estrellarse de frente contra las invencibles razones que cimentan el prestigio de las evidencias.
Sin embargo, la primera vez que invitó a Maribel a cenar no se obligó a pensar en nada, ni en lo que iba a ocurrir, ni en cómo lo interpretaría ella, ni en las consecuencias de su iniciativa.
En nada. Ni se le ocurrió intentarlo. Era el último jueves de julio, estaba lloviendo, y ya no podía más.
—Cena esta noche conmigo, Maribel –ella seguía sonriendo, disfrutando en silencio de su ansiedad–. Por favor. —Bueno –aceptó por fin–. ¿Pero qué hago con Andrés?
Aquella tarde, Juan Olmedo se echó una siesta muy corta. Luego, se tomó dos cafés seguidos e invirtió cerca de tres horas en diseñar y montar el circuito de
Scalextric más grande que los niños habían visto en su vida. A las nueve, cuando
bajó las escaleras duchado y vestido para salir, todavía estaban organizando los
turnos de la primera competición seria. Juan insistió en que le dejaran dar un par
de vueltas de prueba y, cuando terminó, miró primero el reloj y luego a Andrés.
—Yo me voy –le dijo, en un tono que haría progresar sabiamente desde la
indiferencia hasta la complicidad–, he quedado para cenar.
Tu madre me ha pedido antes que te dejara en casa de camino, pero estoy
pensando que eso sería una faena, ¿no?
—Y gorda.
—¿Quieres quedarte a dormir aquí? Llámala, anda… –los ojos de Andrés se
iluminaron como si alguien les hubiera encendido detrás dos bombillas de cien
vatios, mientras Tamara echaba a correr para abrazarle. Juan le devolvió los
besos e intentó parecer serio–.
La canguro está a punto de llegar.
Maribel ha hecho una tortilla de patatas antes de marcharse, está encima de la
encimera. Portaros bien y no os acostéis demasiado tarde. Mañana podéis seguir
jugando, ¿vale?
Un cuarto de hora más tarde recogió a Maribel en una gasolinera que estaba a
tres manzanas de su casa.
—¿Adónde vamos?
—Al Puerto, a comer cigalas.
Y sin embargo, en lugar de apretar el acelerador, se giró en su asiento para
mirarla bien, a la última luz de una tarde de verano que se había desprendido sin
pesar de la ajena memoria de la lluvia.
Estaba acostumbrado a verla arreglada, pero cuando habían salido a comer o a
cenar por ahí, los niños iban con ellos, y casi siempre Sara también. Aquella
noche, su aspecto era mucho más extremado, mucho más radical y nocturno.
Llevaba un vestido negro que él no había visto nunca, con un escote menos audaz
que peligroso, un pico muy profundo que su pecho inmune a todas las dietas