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lados.
Se había pintado los labios con un rojo oscuro que a Juan le resultó familiar
aunque no pretendiera aproximarse al marrón, y los ojos con dos gruesos trazos
negros que le daban un sorprendente aire egipcio.
—¿Qué pasa? –se atrevió a preguntar ella después de un rato–.
¿Por qué me mira así? –y lo sabía de sobra–. Habíamos quedado en que podía
elegir yo, ¿no?
—Claro.
La ribera del Puerto de Santa María estaba llena a rebosar de coches, gente, niños
chillando y persiguiéndose por la calle, tiovivos en funcionamiento con la música a
todo volumen, mimos, payasos ca llejeros y puestos de artesanos que ofrecían las
cosas más corrientes y las más extrañas. Maribel caminaba despacio, mirándolo
todo con una sonrisa de estreno, los ojos brillantes como los de una niña que
saborea de antemano las luces y el ruido de una feria a la que no ha llegado
todavía. Pero además, y Juan lo advirtió desde el principio, llevaba
escrupulosamente la cuenta de los hombres que la miraban al cruzarse con ella,
aunque aparentara no haberlos visto siquiera. A él le gustó mucho aquella
pequeña representación, aunque no hubiera sabido explicar por qué si alguien se
lo hubiera preguntado. También le gustaba verla comer, cerrar un instante los
ojos, como si quisiera reconciliarse de corazón con la cigala que estaba a punto
de devorar, antes del primer mordisco, suspirar y gruñir de satisfacción mientras
masticaba, chupar con disimulo las cabezas aunque fuera de mala educación.
—Usted dirá lo que quiera de las sardinas asadas –dictaminó, a modo de
resumen, cuando liquidó la última–, pero la verdad es que no hay color, no es por
nada.
—Yo soy un hombre de gustos sencillos, Maribel.
—Sí, ya –y le dedicó una mirada malévola, sagaz–, sobre todo eso. A mí me lo va
usted a contar…
Él no encontró ninguna réplica a la altura de aquella observación, y cuando se
cansó de reírse permaneció en silencio, mientras ella buscaba algo en su bolso.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Pues, no sé –él no se atrevió a ir más allá–. Tomar una copa, ¿no?
Maribel abrió un espejito pequeño, dorado, y lo sujetó con la mano izquierda
mientras se pintaba los labios con la derecha.
—¿Quiere que vayamos a mi casa? –le dijo sin mirarle, los ojos fijos en el reflejo
de su propia boca.
—Claro que quiero –Juan se escuchó aceptar con una voz ahogada, disminuida,
mínima–. Claro que quiero –repitió, en un tono más firme–. A tu casa o a donde
sea.
A donde tú me lleves.
Y sin embargo, no le dejó llegar hasta su calle. A unos pocos metros de la
gasolinera donde se habían encontrado antes, le obligó a parar el coche junto a
una acera desierta.
—Aparque aquí –le dijo, y se dispuso a salir mientras Juan la miraba sin entender
nada–. Espere diez minutos y vaya andando. Sabrá llegar, ¿verdad?
—Maribel –la cogió por el brazo, ella se volvió–. Maribel, no me jodas. ¿Quieres
mirar la calle, por favor? Pero si no hay ni Dios…
—Es un trato –contestó ella, muy seria–. Yo cumplo sus tratos.
Ahora, usted tiene que cumplir los míos.