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llamar al timbre?
—No –y se echó a reír de repente–, no hace falta.
Luego se marchó, y Juan Olmedo se quedó pensando hasta qué punto todo
aquello sería verdad, la meticulosidad de las precauciones de Maribel, ese estado
de alarma universal y permanente, sus vecinas, sus cuñados, su madre, su
marido, ese tema del que a ella no le gustaba hablar, sobre el que se negaba
incluso a razonar cuando él intentaba obligarla a hacerlo. No, no me pueden
hacer nada, contestaba antes de tiempo, ya sé que no me pueden hacer nada,
sólo chincharme, molestarme, fastidiarme, nada grave, hablar de mí, pero es que yo prefiero que no hablen, nada más que eso, que no hablen, que no se enteren de nada, que no digan pobrecita Maribel, la tonta de Maribel… Nunca rellenaba los puntos suspensivos, eso tampoco es grave, ¿no?, preguntaba a cambio, no, Juan le daba siempre la razón, no es grave, pero… Y sin embargo, él tampoco pasaba de ahí, porque entonces se daba cuenta de que nada de lo que pudiera decirle, tienes más de treinta años, eres independiente, estás separada, puedes hacer lo que te dé la gana con tu vida, a nadie le importa con quién te acuestas y con quién te levantas, podría llegar jamás a matizar siquiera esos comentarios que se quedaban flotando en el aire, suspendidos sobre sus cabezas, pobrecita Maribel, ya se ha dejado liar otra vez, la tonta de Maribel, ya ha encontrado a otro listo que abuse de ella. Él lo entendía, no le quedaba más remedio que entenderlo, pero la obligaba a volver sobre ese tema, su insistencia en llamarle de usted, en retrasarse para acompañar a Alfonso cuando iban a alguna parte andando por el pueblo, en sentarse siempre atrás si alguien más iba con ellos en el coche, porque le conmovía y, sobre todo, le excitaba terriblemente, porque ésa era la clave de la gravidez de sus acciones, de sus palabras, el fundamento de aquella clandestinidad disparatada, ilegítima, innecesaria y sin embargo tan rentable. Tanto que aquella noche, mientras permanecía sentado en su coche, mirando el reloj con una insistencia que le permitió comprobar con qué exasperante parsimonia pueden llegar a pasar diez minutos uno por uno, a Juan Olmedo se le ocurrió sospechar que Maribel exageraba deliberadamente sus concesiones y sus riesgos, sus silencios y sus quejas, sólo para mantenerle expectante al otro lado de una cuerda que había aprendido a manejar con prudencia y con sabiduría. Entonces, el décimo minuto terminó de pasar, y Juan saltó del coche sin darse cuenta de que era la primera vez que había logrado percibir en las acciones de Maribel algún indicio de una estrategia preconcebida. Antes de que la noche terminara, ya le parecería increíble haber llegado a dudarlo.
El polvo que había perseguido en vano, de día y de noche, bajo el sol y bajo la lluvia, durante más de diez horas, fue memorable, pero lo que Juan Olmedo Sánchez no llegaría a olvidar nunca jamás, por muchos años que llegara a vivir, fue lo que pasó después. —He estado pensando en una cosa…
Maribel se había levantado desnuda de la cama y se había ido derecha a la cocina, bueno, pues vamos a tomarnos una copa, ¿no?, dejando a Juan a solas en una habitación pequeña de paredes irregulares, encaladas, donde apenas cabía un aparatoso conjunto de dormitorio estilo Imperio con molduras curvas y remates muy mal terminados. Un dispar ejército de peluches, que Andrés había ido ganando para su madre año tras año, en los barracones de tiro al blanco de la feria, formaba sobre todas las superficies disponibles, aunque el lugar estelar, en la coqueta, estaba reservado para una muñeca vestida de Primera Comunión. Es una Nancy, le había dicho Maribel antes de levantarse, como si aquel detalle fuera importante. Cuando regresó, traía un vaso en cada mano y un discurso muy bien
preparado.
—Lo que no quiero es que me interprete mal –le alargó su copa, volvió a la cama,
se recostó sobre la almohada, cogió la suya–, pero la verdad es que llevo unos
días pensando… Verá, es por las vacaciones, ¿sabe? Que me van a venir muy
bien, por cierto, porque estoy molida, pero como Andrés está todo el día metido
en su casa… Que es lógico, ¿eh?, porque no va a comparar, su casa con ésta, con
la piscina y el jardín y todo, pues es normal que le guste más estar allí, como el
año pasado, que por aquí ni aparecía. Claro que el año pasado yo no me cogí
vacaciones porque como acababa de empezar a trabajar…
Bueno, pues el caso es que, total, yo, lo que se dice vacaciones, vacaciones de
verdad, no me puedo coger nunca. Eso es lo que pasa con las madres, y más con
las separadas, que tenemos que ir a la compra, y lavar la ropa, y hacer la comida
todos los días, igual que el resto del año, ¿no? Y por eso he pensado… No me
interprete mal, pero a mí me da lo mismo cocinar aquí, para Andrés y para mí,
que cocinar en su casa para los cinco, ¿sabe? Me da lo mismo. Y así, no tendría
que pelearme con mi hijo todos los días para que no abuse, y usted tendría un
problema menos, y los niños comerían mejor, vamos, creo yo, y… En fin, no sé,
eso es lo que he pensado.
Lo había dicho todo con los ojos clavados en el fondo del vaso, pero cuando
terminó, no le quedó más remedio que mirar a Juan. Tenía rastros de rojo oscuro
sobre los labios, las rayas negras casi intactas sobre sus ojos egipcios, las mejillas
coloradas y un extraño candor infantil en toda la cara.
Mientras la miraba, Juan Olmedo sintió ganas de levantarse, de gritar bravo, de
cubrirla de olés, de ir a buscar un pañuelo para hacerlo ondear en su honor, como
en el teatro, como en los toros, como en el fútbol. Pero se limitó a sonreír, y a
incorporarse todavía más sobre la cama hasta quedarse sentado, como una
manera de darle a entender hasta qué punto apreciaba la brillantez de aquella
puesta en escena.
—¿Por qué me mira así? –y esta vez ella no conocía la respuesta.
—Porque te admiro mucho, Maribel.
—¿Que me admira? –parecía desconcertada, casi asustada–. ¿Por qué?
—Pues porque eres muy buena gente. Y porque eres muy buena conmigo.
—Sí, bueno, yo he pensado…
–se había puesto todavía más colorada, estaba a punto de reventar de color–. Ya
sé que a usted le gusta ir a la playa por la mañana, a todos los de Madrid les
gusta eso, no sé por qué, pero yo prefiero ir por la tarde, así que tampoco me
pierdo tanto, ¿no? Y además nos podríamos turnar, con los niños, quiero decir.
—Me parece a mí que yo este año voy a ir muy poco a la playa, Maribel…