38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 130

Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 130

Tuvo tiempo para querer pensar, y tiempo para hacerlo. Y sin embargo, cuando subieron a Maribel de reanimación, muy cansada, muy asustada aún, pero consciente y con todas las constantes controladas, un pensamiento fijo sobrevivía en su mente después de haber coexistido sin desgastarse con la alarma y el alivio, con el conocimiento y la inquietud, con la emoción y la culpa, con los buenos recuerdos, con los malos, y hasta con el primer indicio de un sentimiento efectivo de posesión que había nacido del filo de un cuchillo, porque nunca había encontrado un lugar donde brotar mientras en el mundo sólo existía una mujer, y no era suya. Nadie que le hubiera visto, habría podido adivinarlo. No lo sospechó el celador

que trasladó a Maribel a su propia planta, ni la enfermera que les estaba

esperando en la puerta de una de las habitaciones más tranquilas, donde un aspa

escrita a mano en una de las dos etiquetas de identificación revelaba que una de

las dos camas estaba bloqueada. Como si fuera mi hija.

Juan Olmedo sonrió al advertir hasta qué punto Miguel Barroso había cumplido su

palabra, pero ni siquiera entonces dejó de pensar en eso. Cuando Maribel estuvo

bien instalada, le buscó con los ojos.

Él dio un paso hacia delante, le acarició la cara con la mano derecha y le preguntó

qué tal estaba.

Ella le respondió moviendo la cabeza para apoyarla sobre la mano izquierda que

su amante había posado sobre la sábana, y en ese momento, el celador y la

enfermera se retiraron a la vez, sin hacer ruido. Nadie que hubiera contemplado

aquella escena habría podido adivinarlo, pero entonces, y después, Juan Olmedo

pensaba sobre todo en una cosa, no te cruces conmigo, Panrico, no te cruces

conmigo.

Cuando Damián Olmedo se cruzó definitivamente con su hermano Juan, Tamara había cumplido ya diez años. ¡Hombre, pero si está aquí la Madre Teresa de Calcuta in person! ¿Qué pasa? Mira, Juanito, déjame en paz porque el día menos pensado te voy a meter una hostia que te voy a entornar, ¿está claro? Ya soy mayorcito. Tengo treinta y siete años y hago lo que me da la gana, ¿te enteras?, no tengo por qué darle cuentas a nadie, y a ti menos que a nadie, así que ya te estás abriendo de aquí, pero ya. ¡Aire! El Canario se llamaba Amador, pero le gustaba decir que en todo Villaverde no había nacido todavía nadie con los cojones que hacían falta para llamarle a él por su nombre de pila. A Tamara no le había gustado la casa de muñecas. Era muy grande, muy bonita y sobre todo muy cara, carísima, un regalo disparatado, absurdo para una niña que no podía apreciarlo, pero era lo que quería, Damián se lo había dicho dos días antes, por teléfono, quiere una casa de muñecas, y él se la había comprado. Es que no sé qué coño haces en mi casa a estas horas, esperando para echarme la bronca. Ni que fueras mi mujer. ¿Pero qué te has creído tú que eres, gilipollas, a ver, qué te has creído? El Canario no conocía a su padre y seguramente habría preferido no conocer tampoco a su madre, pero a ella la conocía todo el mundo. Se llamaba Benigna, trabajaba en un bar y bebía, anís, vino, vermut, cerveza, lo que pillaba en las copas que los clientes se dejaban por la mitad. ¡Claro que quería una casa de muñecas! Tamara lloraba, con su vestido nuevo, el cuello bordado con diminutos racimos de uvas, una cinta verde en la cabeza y el pelo limpio, pegado a la cara por las lágrimas, pero quería que me la regalara mi padre, no tú, mi padre, ¿entiendes?, mi padre. ¡Vete a tomar por culo, Juanito, hostia!

No he llegado antes porque no he podido llegar antes, ¿y qué? Y si la niña se ha cabreado, pues que se descabree, ya ves, va a tener el doble de trabajo. Al fin y al cabo ya estabas aquí tú, ¿no?, que eres el santo, y el bueno, y el responsable,

y la abuela de todos nosotros. El Canario había nacido en el Doce de Octubre, como todos los de por allí, y su madre era de Valdepeñas de Jaén, pero le llamaban así porque iba a un gimnasio a practicar lucha canaria. La idea se le había ocurrido a un huésped de pago de la Benigna, un representante de Teruel conocido sólo por su apellido, Parra, que le tenía cariño al chaval. Por eso, y porque había conocido por casualidad a un entrenador de boxeo, y porque veía muchas películas en la televisión, y porque el Canario nunca iba a clase y se pasaba la vida en la calle, fumando canutos y haciendo puntería con los cascos vacíos que iba encontrando, le llevó un día al gimnasio de aquel conocido suyo que, sólo con verle, le advirtió que, de entrada, el chico para boxeador no valía, porque no era ágil, ni flexible, ni tenía cintura, pero que con aquella inmensa masa que tenía por cuerpo podía intentarlo en la lucha canaria, o en la grecorromana. Damián no apareció en toda la tarde.

Cuando Juan llegó, a las seis y pico, ya estaban allí sus hermanas con sus respectivos hijos, y algunos de los compañeros de clase de la anfitriona. Otros irían llegando, uno por uno, durante el siguiente cuarto de hora. No apareció nadie más hasta que, hacia las ocho y media, empezaron a venir a recogerlos. Entonces, la tarta seguía entera, intacta, en el centro de la mesa del comedor, con dos velas rojas, nuevas, precisas, un uno y un cero. Tamara se negó a partirla y a soplar hasta que llegara su padre, pero su padre no llegaba, y algunos niños preguntaron si es que en aquella fiesta no iba a haber tarta, pero su padre no llegaba, y para ganar tiempo, Trini sacó la piñata, pero su padre no llegaba, y a las ocho en punto, Paquita se fue corriendo a la panadería más cercana, escogió la primera tarta que vio, volvió corriendo y la repartió ella misma entre todos los niños con la única excepción de su sobrina, que montó un número espantoso y se encerró en el cuarto de baño a llorar, porque su padre no llegaba. La segunda tarta era igual de grande que la primera, pero cuando Juan se acercó a su hermana para pagársela, ella le dijo que no hacía falta. No le había costado ni un duro porque la panadería más cercana a la colonia era, por supuesto, propiedad de Damián. Bueno, pues nos la comemos ahora. ¿Eso es lo que quieres? Si es eso, levanto a la niña, le cantamos cumpleaños feliz y nos comemos la dichosa tarta a las tres y media de la mañana, que su cumpleaños ya fue ayer, pero a mí me da lo mismo. Lo que no me da lo mismo eres tú, Juanito, tú. Te acuerdas de papá, ¿no? Pues a mí me está empezando a pasar igual que a él, que estoy hasta los cojones de tu tonito, pero hasta los cojones, ¿me oyes? El Canario respetaba a Parra porque no se acostaba con su madre, y durante una temporada se tomó lo del gimnasio medianamente en serio, aunque no quiso dejar de fumar, ni de beber cerveza, y dejaba de correr a cambio cuando se cansaba, cinco o seis kilómetros antes de lo que hubiera debido. Y sin embargo, ganó su primer combate. Luego perdió tres, ganó otros dos, volvió a perder tres veces seguidas y lo dejó, pero aquella renta resultó más que suficiente para cimentar una leyenda. ¡Ojo con éste, que está federado!, solía repetir el Orejas, un chico delgado y flaco, con gafas, que se precipitaba a asumir el papel de lugarteniente cada vez que el Canario se enfadaba. Y el avisado salía corriendo, pero no sin escuchar antes la

sentencia que el pandillero más duro de Villaverde Alto haría famosa en todos los barrios de este lado del río, no te cruces conmigo, chaval, no te cruces conmigo. Tamara se negó a salir del baño mientras sus amigos iban recogiendo sus abrigos, y sus bolsas de chucherías, y se despedían sin hacer preguntas, después de dirigir a sus padres unas miradas lo suficientemente expresivas como para que, en la mayoría de los casos, ellos tampoco preguntaran por la festejada. Juan, que había perdido la cuenta de las copas que había tomado ya, se puso otra antes de sentarse en el suelo del pasillo, al otro lado de la puerta del baño, para intentar hablar con ella. Antes se despidió de su hermana Trini, que se fue pitando con la excusa del baño y la cena de los niños, y cuando la vio marchar, pensó que él debería hacer lo mismo. Había quedado para cenar y nada le obligaba a permanecer allí, en casa de Damián, intentando razonar en balde con una niña histérica a la que ni siquiera estaba seguro de hacer ningún bien con su actitud conciliadora, condescendiente. Tamara se había convertido en una criatura insoportable, caprichosa, despótica, irritable, y era ya una consumada chantajista sentimental, aunque aún no sabía que todo eso le daba resultado porque sus víctimas eran conscientes de que estaba siempre sola, de que la muerte de su madre le había costado la sucesiva y fulminante deserción de su padre. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido del drama exagerado de los mocos y las lágrimas, pero se quedó, habló durante mucho tiempo solo junto a una puerta cerrada, habló de los atascos, de los imprevistos, de los negocios inaplazables de los adultos, de las cosas que se complican sin que uno quiera, de lo que significa querer a alguien. A las diez menos cuarto, Paquita le dijo que no le quedaba más remedio que marcharse, y Tamara no había querido contestarle todavía. Se puso otra copa, se la bebió, se comió un sándwich de atún, un puñado de panchitos, y tuvo tiempo de volver a rellenar el vaso antes de que la niña accediera a abrir la puerta y enseñarle una cara deformada por el llanto. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido de todo, nada le retenía allí, ni su voluntad, ni su deseo, ni su obligación, nada.

Tendría que haberse marchado, pero se quedó, porque aquél era su carácter, su naturaleza. Cuando salió del baño, su hija le dijo que lo de antes era mentira, que sí le había gustado la casa de muñecas, que le había gustado mucho, y Juan Olmedo Sánchez se dijo que el mundo sería un lugar mucho mejor si su hermano Damián no viviera en él. ¿Y qué si la niña está desquiciada? ¿Tú sabes cómo estoy yo?

¿Te has parado alguna vez a preguntarte cómo estoy yo? Si cada vez que la veo, veo a la hija de puta de su madre, si no lo puedo remediar, no puedo. No es culpa mía, Juan, no es culpa mía. Yo no quería tener hijos. Lo sabes de sobra. Cuando a Charo se le puso en el coño quedarse embarazada, yo no quería tener hijos. Y eso es lo de menos. Lo peor de todo, lo peor que me ha pasado a mí en la vida, fue casarme con esa mujer, lo peor, lo peor, me cago en la hostia, lo peor de todo, joder… Nadie me va a pagar nunca bastante por eso, nadie, ¿me oyes?, nadie. Así que déjame en paz y no me toques más los cojones. Los enemigos del Canario decían que le gustaba que le pegaran, que lo iba buscando, y que por eso se

peleaba solamente con tipos peores que él, más fuertes, más peligrosos, más violentos. Era verdad que solía cobrar, que se llevaba unas palizas tremendas y después estaba un par de días fuera de la circulación para reaparecer con las cejas rotas y apestando a Betadine, pero a Juan le gustaba más la otra versión, la de los amigos, la de los leales, la de los cronistas del mito oficial del héroe de barrio que nunca abusaba de los débiles, que nunca había maltratado a nadie sobre quien llevara ventaja, que se limitaba a zanjar los insultos, los desafíos del incauto de turno, levantándole por las solapas y soltándole, a lo sumo, un par de bofetadas y la amenaza de siempre, no te cruces conmigo, chaval, procura no volver a cruzarte conmigo. Juan le admiraba mucho por eso, sentía una misteriosa debilidad por él, sólo por él, porque los demás, el Rubio, el Chino, el Choto, el Toledano, los jefes de las demás pandillas, le daban miedo, y se cambiaba de acera cuando los veía aparecer a lo lejos, excepto si el Canario estaba cerca. Él sabía, como cualquier otro niño de Millaverde Alto, que entonces nadie se atrevería a burlarse de él, a ponerle una mano encima. A Damián, en cambio, no le caía bien. Decía que era muy raro, muy atravesado, que tenía ojos de loco, como si siempre estuviera pensando en otra cosa. A Juan no le parecía raro, pero sí triste a veces, y de una tristeza rara, reconcentrada, melancólica, que sólo muchos años después llegaría a reconocer con exactitud en el campo semántico de un adjetivo, atormentado. Juan bebió demasiado.

Se dio cuenta de que estaba bebiendo demasiado y sin embargo siguió bebiendo, y comiendo con método entre copa y copa para controlar los efectos de lo que bebía. El alcohol le precipitó en un estado blanco y elástico, de una lucidez selectiva, parcial. La muchacha que trabajaba en casa de Damián le había despertado un par de semanas antes, un domingo, a las ocho y media de la mañana. El dueño de la casa había vuelto una hora antes y se había encontrado a Alfonso desvelado, masturbándose delante del televisor encendido, detenido en un programa de divulgación cultural de la UNED donde una profesora joven y guapa hablaba del uso correcto de la preposición «de». Se había puesto tan furioso que había ido a la cocina a por unas tijeras para amenazarle. Los gritos de Alfonso habían despertado a Tamara, que había visto a su padre con las tijeras en la mano y se había puesto a gritar más alto que su tío. La muchacha no sabía qué hacer. Cuando Juan llegó a la casa, sonriendo después del susto por aquella gramática perversión sexual de su hermano pequeño, Damián ya se había ido a dormir, Alfonso seguía llorando en el sofá, y su sobrina le consolaba como si fuera un muñeco monstruoso, desarticulado, gigantesco. Juan se los llevó a la calle y estuvo toda la mañana contándoles historias de Damián, de cuando todavía se llamaba Dami y era el más rápido, el más astuto, el más colega, un chollo de hermano. Volvieron a casa a la hora de comer y de mucho mejor humor. Cuando iban ya por el postre, Damián apareció en pijama, con una sonrisa de oreja a oreja y ganas de arreglarlo todo. Pero no pidió perdón. En eso se parecía a Charo, que tampoco pedía jamás perdón.

No me saques a relucir lo de Alfonso ahora, joder, no seas tramposo, que eso no tiene nada que ver.

No le iba a cortar la polla, ¿qué te has creído?, aunque, total, para lo que la usa… Quería darle un susto, solamente, un buen susto, si no aprende por las buenas, que aprenda por las malas, ¿no?, como los críos. Y si vive en mi casa, que respete mis reglas, es lógico, ¿no?, para eso le mantengo, para eso los mantengo a todos aquí, y no para que ande todo el puto día meneándosela, que me saca de quicio verle, con esa cara de imbécil, dale que te pego. Y no vuelvas a decirme que te lo llevas, porque no te lo vas a llevar, ni lo vas a meter en ninguna parte. Él va a seguir viviendo aquí y esto se va a arreglar, se va a arreglar sin más remedio, porque como no se arregle, lo opero y todos tan contentos, mira, un problema menos para él y otro para mí. He preguntado ya, no es nada difícil, ni peligroso, y no me des tu opinión porque no la necesito, algunos médicos son partidarios… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? No vuelvas a mirarme así, ¿me oyes?, no vuelvas… ¿A que te meto, Juanito? ¿Qué te apuestas a que te meto una hostia? Lo único que Damián admiraba del Canario eran las tías que llevaba al lado. Juan también se había fijado en eso, era imposible no fijarse, tan imposible como no ver un Ferrari rojo, descapotable, brillante, parado en un semáforo después de haber recorrido la avenida de Andalucía a trescientos kilómetros por hora, el puto lujo, como decía Dami, eso mismo era, el puto lujo. A veces eran rubias, a veces eran morenas, hubo una pelirroja incluso, con muchos lunares claros y pequeñitos en el escote, que uno se mareaba sólo de mirarlos, sin imaginarse siquiera lo que había debajo. Eran imponentes, imponentes, unas chavalas de la hostia, pero ninguna le duraba mucho. Cuando te habías acostumbrado a verle con ésta, aparecía con aquélla, y el fin de semana siguiente ya había encontrado otra nueva, buenísima de la muerte, como todas las demás. Era como si, en lugar de agenda, tuviera un calendario de esos de tías buenas de los talleres de coches, pero de mujeres de verdad, para él solo, y arrancara una página cada dos o tres días, cuando le apetecía, cuando se aburría, cuando le daba la gana. Y el caso es que, luego, ellas a veces no eran para tanto. Juan se dio cuenta una tarde, mientras se cruzaba con la pelirroja por la calle.

Iba sola, volvía de hacer la compra con unos vaqueros y una camiseta azul marino, el pelo recogido, la cara sin pintar, una chica corriente, como tantas, con playeras blancas y una bolsa de plástico en cada mano, y sin embargo era ella, la misma que había hecho crujir las baldosas de la acera dos o tres semanas antes, en los días de su efímero reinado, mientras el Canario la llevaba por los hombros, bien sujeta, y se paraba a meterle mano a cada rato, porque eso le gustaba, sobar a sus novias, besarlas, estrujarles las tetas, darles palmadas en el culo, exhibirlas en público para que las viera todo el mundo. Y entonces sí, entonces ellas reflejaban la luz del héroe, que reverberaba a través de sus cuerpos, que las envolvía como un hechizo benigno e insoluble, entonces sí, y era imposible no verlas, no mirarlas, no desearlas, tan guapas, tan pintadas, con los tacones tan altos y esa ropa tan ceñida que se ponían para él, y esa sonrisa de zorra, de favorita, de puta satisfecha que les explotaba de puro gusto en el centro de la boca. Juan Olmedo sabía que su hermano no estaba hablando en serio. Creía saberlo,

quería saberlo, necesitaba saberlo. Y sin embargo había sido capaz de pensar en operar a Alfonso, y quizás hasta de consultarlo, de comentarlo con alguien. Inmóvil en lo alto de la escalera, con una mano apoyada en la pared, aferrando la balaustrada con la otra para cortarle el paso, volvió a ver aquel papel, los titubeos de Nicanor, su coronilla completamente calva mientras intentaba explicarse con los ojos fijos en la alfombra.

Él no estaba entendiendo nada, no acababa de entender qué quería, de qué conocía a aquel médico que se apellidaba Miguel y al que Juan pensó al principio que estaba llamando por su nombre de pila, qué relación podía tener con él para pedirle no sólo que firmara aquella misteriosa carta de apoyo, sino que la difundiera después entre sus compañeros del hospital. Trae aquí, Damián se impacientó, verás, Juanito, le dijo, te lo voy a explicar yo, todo ha sido un malentendido, un inmenso y terrible malentendido. Los locos le adoran, a José Antonio, ¿no?, es lógico, están solos, abandonados por sus familias, la mayoría no tienen a nadie, pagan la residencia con su pensión o con sus ahorros… ¿Pero quién es José Antonio?, le interrumpió él. Pues Miguel, José Antonio Miguel, aclaró su hermano, y entonces comprendió, aquella rara coincidencia de nombres propios le refrescó la memoria, le habían comentado el caso en el trabajo, había escuchado algo por la radio, una estafa muy rentable y particularmente repugnante, urdida por uno o varios psiquiatras de una clínica privada de lujo situada cerca de su hospital, en su barrio de siempre. Con la excusa de que era imprescindible para resolver cualquier gestión encaminada a preservar los intereses del enfermo, conseguían la tutela legal de los pacientes que no tenían familiares que se les hubieran adelantado para incapacitarlos, vendían sus propiedades y se quedaban con el dinero.

En apariencia, era todo limpio, fácil y legal. Es que es su heredero, ¿comprendes, Juan?, José Antonio es su heredero porque ellos se lo han dejado todo, los pobres, porque están solos y no tienen a nadie, y le adoran, claro, los locos le adoran, él es quien les cuida, quien se ocupa de ellos, ha sido todo un inmenso malentendido… Nicanor se lleva una parte, pensó él entonces, seguro que es eso, que se lleva una parte, le encargarían que lo investigara, descubriría algo, y a cambio, desde entonces, se lleva una parte. Es muy amigo nuestro, muy buena persona y se desvive por ellos, Damián seguía hablando como si le hubieran dado cuerda, y puede ir a la cárcel, puede acabar en la cárcel sin ninguna culpa, por eso, para apoyarle, sus compañeros de la clínica han escrito esta carta, y te pedimos que la firmes, que se lo expliques a tus amigos, que la hagas circular, necesitamos todas las firmas que podamos reunir, porque esto ha sido sólo un inmenso malentendido… El juez había sobreseído el caso por falta de pruebas, como suele ocurrir cuando los únicos testigos, que en este caso eran a su vez las víctimas, son enfermos mentales, cuyo testimonio, en el caso de que estén en condiciones de darlo, se invalida por sí solo.

La carta no había llegado a hacerse pública, sin embargo. A Juan no le extrañó. Ningún médico mínimamente consciente firmaría jamás un documento como aquél. Así que el doctor Miguel, tres o cuatro años después de aquello, seguiría

trabajando en una clínica, tal vez incluso en la misma de entonces. Y desde luego, muy bien podía ser él uno de esos partidarios de operar al pobre Alfonso que había mencionado su hermano. Juan sabía que Damián no hablaba en serio. Necesitaba creer que Damián no hablaba en serio. El mundo sería un lugar mucho mejor si no vivieran en él su hermano, sus amigos. Déjame pasar, Juanito, déjame pasar, hostia… Vamos a tener la fiesta en paz.

He venido a ducharme y a cambiarme de ropa, voy a salir otra vez. Nicanor me está esperando ahí al lado, con unas tías. Ya me has dicho todo lo que me tenías que decir, ¿no? ¡Que me dejes pasar, Juan, que te apartes! ¿Me oyes? ¡Apártate! ¿Pero qué quieres, que te meta de verdad? Joder… Si no supiera de sobra lo maricón que eres, te diría que te vinieras con nosotros, a ver si se te quita de una vez esa cara de madre superiora que se te está poniendo… Cuando eran niños, no se pegaban nunca.

Luego, al llegar juntos hasta el borde de la adolescencia, empezaron a pegarse mucho, demasiado, pero entonces el Olmedo pequeño no amenazaba, y el mayor tampoco era capaz de sujetarse durante tanto tiempo. Dami era más rápido y tenía más experiencia, pero Juan podía llegar a ser, sorprendentemente para todos, sorprendentemente para él, mucho más violento que su hermano. Sin embargo, no siempre renunciaba al golpe definitivo, así que iban más o menos empatados, aunque Damián no estuviera dispuesto a reconocerlo jamás. El Canario tampoco lo sabía. Aquel sábado, Juan había sido el responsable de la bronca, pero no se sentía culpable. Se había puesto una camisa de Damián que le gustaba mucho para salir con los de su pandilla. Iban a ir al cine a Madrid, que era como llamaban entonces al centro de Madrid, como si ellos vivieran en una ciudad distinta. Las chicas también venían, pero su hermano no, porque estaba castigado sin salir, por las notas, así que le daba lo mismo prestársela que tenerla guardada en un cajón. Se la había pedido y él le había contestado que no se la dejaba. Su madre había intervenido, había sugerido, rogado, ordenado que se la prestara, y él, al final, la había cogido por las buenas. Ya estaba en la calle cuando Damián salió bufando por el portal, como un toro bravo, y Juan no supo qué hacer, porque los demás, también las chicas, estaban esperándole en una esquina. Su hermano sacó mucho partido de unos pocos segundos de indecisión. Le tiró al suelo de un cabezazo, se le montó encima, levantó el puño en el aire, y entonces, de repente, desapareció.

Juan, que había cerrado los ojos, los volvió a abrir a tiempo de ver cómo el Canario soltaba a su agresor del cuello de la camisa después de haberle arrastrado un trecho por el suelo. Si quieres ir de duro, pégate con los que son más fuertes que tú, idiota, le dijo. Déjame en paz, Canario, respondió Damián, y métete en tus asuntos. Él se echó a reír, le amagó una hostia en el aire y volvió a reírse. No te cruces conmigo, chaval, añadió entonces, con voz todavía risueña, no te cruces conmigo. Luego se marchó, dio la vuelta para marcharse, pero Juan se levantó de un salto, se desabotonó la camisa tan deprisa como pudo y le llamó. ¡Eh, Canario! Desnudo de cintura para arriba, echó a andar hacia él, llegó a la

altura de su hermano, le tiró la camisa sucia de barro encima sin mirarle, y avanzó un poco más.

Yo soy más fuerte que él, Canario, dijo entonces, yo soy el más fuerte de los dos. El Canario le miró, le sonrió, y no dijo nada.

En aquella época, Damián era el más alto. Todos pensaban que siempre sería así, pero Juan creció más tarde, y creció más. Aquella noche, con la ventaja adicional de un par de escalones, su hermano le pareció más pequeño que nunca. Había adelgazado mucho, muy deprisa, pero proyectaba hacia delante una barriga tersa, abultada, como el vientre de una embarazada. Estaba viejo, desencajado, casi siempre borracho y duro, durísimo, tanto que a veces Juan pensaba que podría clavarle un alfiler en el brazo sin que llegara a sentirlo. Comía bollos rellenos de crema, bebía whisky de malta, se metía más de un gramo de cocaína al día, todos los días. A Juan le gustaba la cocaína, pero no le gustaba Damián. En eso, su hermano estaba de acuerdo con él, aunque no lo supiera. Ignoraba muchas cosas de sí mismo, y sobre todas, que nunca había dejado de ser un hombre débil, frágil, con un carácter blando, quebradizo como esos milhojas de hojaldre que se tragaba en dos bocados sin detenerse a masticarlos. Cada vez que le veía con un bollo en la mano, una fracción de segundo antes de ver sólo su mano, vacía, y un relieve de esfuerzo en su garganta, Juan Olmedo, a quien le gustaba tanto comer, pensaba que la relación que Damián había establecido con la vida consistía básicamente en eso, en tragar sin masticar, en renunciar al gusto de las cosas, a sus contrastes, a sus matices. A la sal, a la dificultad, a la sugerencia del punto ácido, o amargo, que subyace bajo la corteza de los únicos sabores interesantes.

Tal vez por eso, por esa debilidad intrínseca que se alimentaba a sí misma en cada exceso, Damián no había sido capaz ni de gobernar a Charo, agridulce y salada al mismo tiempo, amarga y ácida, y más dulce después si hacía falta, cuando aún estaba viva, ni de sobreponerse al insulto supremo de su muerte. Juan, que nunca la había entendido, pero que a fuerza de amarla, y de romperse la cabeza una y otra vez contra las mismas arbitrarias esquinas de su laberinto, había aprendido a anticipar sus movimientos, tampoco había llegado a comprender jamás cómo habían podido vivir los dos juntos, en la misma casa, durante tantos años.

Aquella noche, siete meses después de la muerte de su cuñada, ya se había quedado a solas con dos hipótesis. La primera, y la mejor, sugería que a Damián, en el fondo, no le importaba gran cosa la suerte de su mujer. La segunda, y la peor, proponía que los dos eran tan parecidos que nada, excepto la muerte, habría podido llegar a separarlos. La segunda hipótesis era la buena. Juan lo temía ya, aquella noche, cuando su hermano escogió para defenderse el único argumento que él no habría querido escuchar. No me eches un sermón, Juanito, por Dios, otro sermón más no, ahora no… Me da lo mismo que sea sobre mi salud, estoy hasta los huevos de tus sermones, ya te lo he dicho. ¿Que no estoy bien? Ya sé que no estoy bien, lo sé de sobra, ¿cómo no voy a saberlo? Se lo dije bien

claro, desde el principio, fue lo primero que le dije, como me pongas los cuernos te mato.

Y me los puso, y no la maté. Y al final se mató ella sola, se mató poniéndome los cuernos, la muy hija de puta, la muy puta se mató. ¿Cómo voy a olvidarme de una cosa así?

Tú no sabes lo que dices, no tienes ni idea de lo que dices. Todo valía, entre nosotros todo valía, todo menos eso, joder, todo menos matarse así. Era la hostia, Charito, la hostia, era única, la única… Y se mató poniéndome los cuernos, me cago en Dios, se mató ella sola, poniéndome los cuernos, y la odio por eso, la odio. La perdoné muchas veces, ¿sabes?, muchas veces, ella me perdonó a mí más, es verdad, pero con esto ya no puedo, esto no puedo perdonárselo, y me gustaría matarla ahora mismo, aunque fuera muerta, matarla muerta, eso me valdría, con eso me conformaría, con matar a su cadáver, otra vez, cómo quieres que esté bien, Juanito, cómo quieres que esté bien… Después de aquella tarde de sábado que se saldó sin cine, sin chicas, sin la única camisa que Juan prefería sobre todas las demás quizás sólo porque no era suya, porque era de Damián y no era suya, el Canario empezó a saludarle por su nombre cuando se encontraban por la calle. Él le devolvía el saludo con pocas palabras, un gesto sobrio, escueto, como se supone que saludan los hombres, pero era muy consciente de hasta qué punto aquella deferencia casi anecdótica le estaba regalando un prestigio del que nunca había gozado antes. En sexto de bachiller, tres cursos después del que cursaba Damián la primera vez que lo logró, Juan Olmedo consiguió ligar, y durante un semestre mágico, prodigioso, fue empalmando una novia con otra mientras el Orejas, el Rubio, el Chino, el Choto, el Toledano, se aprendían su nombre y lo pronunciaban con una sonrisa de colegas desde la otra acera. El Olmedo mayor, tan serio, tan educado siempre, tan buen chico, empezó a arrimar una silla por su cuenta a la mesa del Canario para tomarse una cerveza con él sin pedir permiso, y así aprendió cómo hay que mover el mango de una navaja cuando la hoja está ya dentro del cuerpo, y que conviene pegarse con una pila de petaca en la mano buena, si es que uno es tan gilipollas que no lleva siempre en el bolsillo un terrón de azúcar mojado en coñac y puesto a secar. Para que cristalice, claro, dijo la primera vez que lo escuchó, comprendiendo al mismo tiempo el truco y sus ventajas, y el Canario se echó a reír, ¿para que qué? Él nunca había oído ese verbo, y lo reconoció enseguida, como si fuera un mérito, estrellándole una mano entre los hombros. ¡Tú llegarás lejos, Juanito, macho, llegarás lejos, hay que joderse! El Canario nunca había oído ese verbo, pero sabía otras cosas. Juan nunca consiguió que le pasara una novia, que le diera su teléfono, su dirección, instrucciones para encontrársela por la calle, para hacerle gracia, para ir a por ella. Con otros sí lo hacía, pero a él siempre le decía lo mismo, ¿quién?, ¿ésa?, ni de coña, tío, ésa es una guarra, no te conviene, a ti no, hazme caso que sé lo que me digo. Para el Orejas no está mal, porque él no puede aspirar a mucho más, pero tú… Tú llegarás lejos, Juan. Eso solía decirle, pero una tarde le preguntó además si no le apetecía dar una vuelta, andar un rato, llegar hasta los cuarteles. Juan pensó que quería comprar chocolate, y le

dijo que sí, que iba con él, y anduvieron bastante tiempo los dos solos, los dos juntos, hablando de tonterías, de peleas reglamentarias y de las otras, de árbitros y de puntuaciones, de campeones, de narices y sueños rotos. Hasta que llegaron a una valla que parecía igual que las demás, una valla cualquiera. Vamos a sentarnos un rato, ¿no?, propuso el Canario, y él aceptó. Pensaba que estaban esperando a un camello, no entendía por qué habían tenido que andar tanto para encontrarse con uno, quizás no fuera chocolate lo que iban a buscar, en eso estaba pensando cuando el Canario le puso una mano en el hombro, lo apretó contra sí, y empezó a mover esa mano, a acariciarle la espalda, mientras rozaba la nariz de Juan con la suya. ¿Y tú no querrías venirte un día al gimnasio conmigo?, le preguntó entonces, y su mano bajó lentamente por la espalda del Olmedo mayor, y sus labios rozaron los suyos, porque tú sí que tienes cintura… No me hables así, Damián, pensó, no me hables así, no me cuentes eso, no me des pena, cabrón, no me des pena. Necesitaba toda su compasión para sí mismo, no le quedaba nada para su hermano, ya no, entonces no, menos que nunca. Damián jamás había hablado de amor, ni cuando Charo estaba viva ni después, cuando se desmoronó con una sola palabra entre los labios, puta, como si hubiera jurado no volver a llamarla nunca más por su nombre, y él había sacado ventaja de su debilidad, de su rencor, de la brutal magnitud de su estupidez, que le consagraba otra vez, una más, como el mejor, el más inteligente de los tres. Ya no podía aceptar otra versión, otro nombre de la realidad, sería demasiado duro, demasiado cruel, demasiado injusto, insoportable. Los celos le mordieron por dentro como un perro enloquecido de hambre en un desierto blanco y castigado por el sol del mediodía, un hervor seco, peligroso, que retorcía a la vez el aire y su cabeza, igual que antes, cuando le pedía a Dios que tomara de él lo que quisiera, que hiciera con él lo que se le antojara, que le matara, pero que se la devolviera. Ya no era tiempo, ya había pasado el tiempo de los celos, de la rabia, y sin embargo, el bronco lamento de Damián le había recordado que seguía siendo el tercero, ahora y todavía, siempre el mejor, pero siempre el tercero. Yo era quien tenía una historia única con ella, hijo de puta, yo era quien le perdonaba cualquier cosa, yo quien sabía que entre nosotros valía todo, todo, hasta la grotesca burla de su muerte, hasta el precio de la última de sus apuestas, hasta el deseo inextinguible de su cuerpo roto, segado, sin piernas. Cuando su memoria empezó a hacer trampas, para compensarle quizás por esas verdades que nunca lograrían escapar de su garganta seca, quemada, Juan Olmedo se apartó de la escalera. Damián salvó los dos escalones que le faltaban mientras su hermano los bajaba. Allí se cruzaron. Allí podrían haberse cruzado por última vez, aquella noche, si Juan hubiera hecho lo que tenía que hacer, marcharse a su casa, largarse deprisa, corregir al fin, mejor si para siempre, la errónea dirección de sus recuerdos. Pero tenía sed. Había bebido demasiado y aún tenía sed. Quizás nada hubiera sido nunca verdad. Quizás Charo le contaba a Damián todo lo que hacía con él, lo que le decía y lo que él le contestaba, lo que ella preguntaba, lo que él le prometía. Quizás se habrían reído los dos juntos, en la cama, muchas veces, siempre después de que Charo hubiera recompensado el

enésimo perdón conyugal como sabía. ¿Y qué, Juanito?, se dijo, ¿y qué más da todo eso ahora? Y sin embargo algo daba, porque no le daba igual. Tendría que haberse marchado, pero no se fue, porque él podía llegar a ser mucho más violento que su hermano. Sorprendentemente para todos, sorprendentemente para él, seguía siendo el más violento de los dos, y esa violencia ahogada, sepultada, sofocada por la coraza de su voluntad, también formaba parte de su carácter, de su naturaleza. Había bebido mucho, demasiado, pero tenía sed. Se puso una copa, se advirtió a sí mismo que sería la última, y subió la escalera de nuevo, muy despacio. Al llegar arriba, escuchó el ruido de la ducha y volvió a decirse que el mundo siempre habría sido un lugar mucho mejor si su hermano nunca hubiera vivido en él. ¿Todavía estás aquí? ¡Joder, pues sí que te ha dado fuerte esta noche! ¿O no?

¿O no será más bien que estás borracho perdido, que no te marchas porque no puedes ni dar un paso de lo mamado que estás? No te preocupes, puedo llevarte a casa, si quieres… Si es que tú no deberías beber, Juanito, si no es lo tuyo. Y te voy a decir otra cosa… Bebes demasiado, últimamente. ¡Ja! ¿Qué te parece? Yo también sé echar sermones, no es tan difícil, ¿sabes? Pero es que lo tuyo no es beber, Juan, lo tuyo es ser muy bueno, que es lo que eres tú, muy bueno. ¿Es eso, no? Por eso no me dejas en paz, por eso te pasas la vida dándome por culo, por eso, ¿no? No me mires así, Juanito, a mí no, ya te lo he dicho, no me mires así, que yo lo sé todo y además no me importa una mierda. ¿Quieres una raya? Igual te despeja… El Canario seguía acariciándole la espalda muy despacio, como si no tuviera prisa, como si pudiera esperar su respuesta eternamente. Él le miraba con los ojos muy abiertos y no sabía qué decir, qué camino escoger, cómo negarse sin ofenderle, cómo rechazarle sin perderle para siempre. No le daba miedo. Lo último que querría hacer en el mundo sería ir a un gimnasio con él, pero no le daba miedo, ni asco, ni vergüenza. Le admiraba demasiado para eso. Estaba atónito, absolutamente desconcertado, perplejo, y sin embargo había empezado ya a comprender algunas cosas. El Canario le sonreía con los labios entreabiertos, enseñándole el borde de los dientes, sin saber aún, o tal vez no, quizás sabiendo ya cómo se sentía, y que en aquel momento habría pagado cualquier precio por encontrar una manivela que le consintiera volver atrás, rebobinar la última media hora de su vida, quedarse sentado en su silla cuando el Canario le preguntara si no le apetecía ir a dar una vuelta. No, yo creo que no…, dijo al final, tropezándose con las palabras, confundido con su propia lengua, embarullándolo todo. Lo del gimnasio, pues… que no, no, mejor que no, yo… Vale, chaval, no pasa nada. El Canario le quitó la mano de la espalda después de acariciarle por última vez, de abajo arriba, como con pereza, una nostalgia prematura de amante abandonado, resignado a la ajena costumbre de abandonarle, y volvió a sonreír con una sonrisa que ya no era suya, una convencional cara de circunstancias. No te hagas el simpático, Canario, joder. Juan llegó a pensarlo, pero no lo dijo, no dijo nada mientras volvían andando, más deprisa que antes y escogiendo siempre los atajos, hacia los edificios y las luces, hacia la calle donde les esperaban los amigos del luchador y

su novia de turno, una morena exageradamente tetona que se pintaba un lunar negro justo encima del labio superior, el puto lujo. Ninguno de los dos hablaba, pero el Canario iba canturreando una rumba presidiaria de pájaros que vuelan y perros callejeros, y acompañándose con las palmas de vez en cuando. Hazme un favor, le dijo al final, cuando empezaron a distinguir a lo lejos el luminoso del bar, en voz muy baja, con una expresión mucho más sombría que la letra de aquella canción pesándole en los párpados, no le cuentes a nadie lo de esta noche, ¿vale? No, claro que no, contestó Juan, te lo juro, Canario, a nadie, te lo juro. Dos minutos después, su voz y su cara habían cambiado. No ha habido suerte, proclamó, dándose una palmada en el muslo antes de sentarse, y los demás, que no tenían ni idea de lo que había ido a buscar, se echaron a reír mientras él recuperaba su asiento, agarraba a su novia por el hombro, la apretaba, ay, Canario, joder, que me haces daño, la besaba en la boca. Tómate una caña, Juanito, sólo después de aquella exhibición volvió a mirarle, yo invito… Juan quería marcharse, no tenía ganas de quedarse allí, riendo chistes sin gracia, bebiendo cerveza sin sed, no quería quedarse, pero se quedó, y no se tomó una caña, sino dos, porque había jurado que nunca le iba a contar a nadie lo que había pasado y eso era exactamente lo que iba a hacer. Luego se levantó, tomó el camino de su casa como cualquier otra noche, y echó a andar solo para no ir a ninguna parte. Pasó de largo su portal y siguió andando, la marcha le desaceleró el corazón sólo a costa de ponerle dos lágrimas en el borde de los ojos y él las dejó ir, y sabía que no lloraba de pena, pero no sabía muy bien por qué lloraba, quizás por la paliza que se buscaría el Canario al día siguiente, o porque el mundo estuviera hecho al revés, o por la rabia que le daba todo, todo, de repente. Por una vez, Juan Olmedo le dio la razón a su hermano.

Era verdad que últimamente bebía mucho, demasiado, porque tenía sed, mucha sed, y sediento no lograba reconciliarse con sus recuerdos. La echaba de menos. La echaba tanto, tan intensa, tan desesperadamente de menos, que cada noche, al acostarse, volvía a escuchar su última pregunta, la que le había parecido más, la que había resultado ser la menos retórica de todas. ¿Qué te apuestas a que te arrepientes? Bebía para liberarse de la obligación de contestar, de la obligación de admitir que jamás se lo perdonaría a sí mismo, que jamás podría perdonarse por haberla abandonado. Cuando estaba sobrio, era mucho peor. Cuando estaba sobrio distinguía con precisión la verdad de las mentiras, y las mentiras auténticas de las piadosas, y las mentiras de Charo de sus íntimas mentiras. Se habría matado igual si él no la hubiera dejado unos pocos meses antes. Nada habría cambiado si él la hubiera consentido volver otra vez, llamar al timbre, dejar caer el bolso en el suelo, abalanzarse sobre él, aplastarlo contra un sofá, atarlo con los lazos de su propio placer, de su propia ansiedad, de su propia, y mísera, e irrevocable ruina. Siempre había sabido que Charo era el fracaso, su fracaso, pero nunca había podido caminar en otra dirección. Siempre que ella estaba por medio, el conocimiento se volvía contra él como el peor de sus enemigos, antes y después, entonces, mientras era capaz de enumerar para sí mismo, con la distancia, la lucidez, la sangre fría de cualquier

otro, todos los motivos por los que debería deshacerse de su cuñada cuanto antes, y ahora, cuando la muerte de aquella mujer le mantenía sumido en la añoranza letal, insoportable, de los ritos y los símbolos, el rostro y el cuerpo del fracaso. Nada tenía remedio y nada lo había tenido nunca, jamás, ni al principio ni al final, y cuando estaba sobrio era peor. Por eso bebía tanto, últimamente, por eso y para dejarse caer en la cama cada noche, lloriqueando como un imbécil y al inservible amparo de su calidad, de su elevación, de su superioridad moral. Yo te quería, habría hecho cualquier cosa por ti, porque te quería, más de lo que tú creías, más de lo que te merecías, te quería. Qué idiota. Y sin embargo, cualquier cosa era mejor que aceptar la verdad, que Charo, a su manera cruel, incomprensible, le había sido siempre leal a Damián, que él sólo había sido uno más de sus amantes, el más prohibido, el más secreto, el más duradero pero uno más, que ella sí se había cansado de él, que por eso le había consentido creer que la dejaba, renunciando sin piedad, sin generosidad alguna, a ejercer de nuevo la ferocísima autoridad de su dominio. Pero tampoco estaba seguro de eso.