38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 131

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No estaba seguro de nada, excepto de que tenía sed, y reconocía su sed, y bebía. Pues sí, me la voy a hacer aquí, ¿qué pasa? Ésta es mi casa, ¿o no?, y hago lo que me da la gana, donde me da la gana y cuando me da la gana. Mira, Juan, no sufras, porque me voy enseguida.

Déjame tranquilo dos minutos, no te pido más… ¡Pues porque no me sale de los huevos meterme en el baño para hacerme una raya! Vale, que sí, que no chillo, muy bien, ya no chillo, ¿ves? Y ya sé que la raya es lo de menos, no te jode… A Charito seguro que no le ibas con tantos rollos. Y eso que se ponía hasta el culo, la tía, pero hasta el culo, ¿eh?, hasta el culo.

Bueno, ¿quieres una o no? No, claro que no, hoy no, hoy vas de Madre Teresa, ya lo he visto, nada más entrar lo he visto, se te nota en la cara, a ti… Seguro que no tenías esa cara cuando le ibas a llorar a mi mujer, ¿no?, cuando la llamabas, y la babeabas, y la pringabas de mocos a ver si se ablandaba, y le dabas pena, y aunque fuera por eso te la podías tirar otra vez… Nunca se lo contó a nadie, nunca, ni siquiera cuando pasó por fin lo que antes o después tenía que pasar. Veinte años más tarde, cuando volvió a verlo en la plaza de Princesa, todavía seguía siendo fiel a aquella promesa que había forjado una amistad extraña y silenciosa, difícil de definir, exclusiva, y sobre todo inquebrantable. Ninguno de los dos volvió a hablar de gimnasios después de aquella noche, pero a partir de entonces pasaron mucho tiempo juntos, solos, callados, paseando o sentados en algún lugar donde ningún conocido pudiera verles, una valla, un banco, un bar de cualquier barrio que no fuera Villaverde. El Canario solía tener la cara magullada y la mirada perdida.

Tiraba piedras contra el horizonte y no se reía cuando le acertaba a un cartel, a una pared, a una papelera. ¿Sabes lo que me gustaría hacer, Juanito?, decía a veces, poner una bomba, una bomba inmensa, la superbomba del copón, y encenderla, y salir corriendo, y taparme los oídos, y oírla explotar de todas formas, ¡bumm! Y a tomar por culo todo, pero todo, todo… Juan asentía con la

cabeza y esperaba a que se le pasara. Luego, su amigo le daba un golpe blando en el hombro, vamos, y volvía a ser el de siempre. Seguía siéndolo pero mayor, más maduro, con el pelo corto y mejor vestido, cuando el doctor Olmedo lo vio salir del cine con un chico muy joven, guapo, alto, moreno, con un aire general de timidez que se deshacía al borde de sus ojos, oscuros y directos, arrebatados incluso por un punto de ferocidad. Él había insistido en invitar a Charo a cenar en el Vips antes de llevarla a su casa, porque aquella noche la había encontrado particularmente ansiosa y le gustaba mantenerla en ese estado. Estaba pendiente de su cuñada, de sus gestos, de sus miradas, de su ansiedad, y sin embargo, le reconoció sin vacilar cuando sus miradas se cruzaron por azar en el tumulto callejero de una noche de primavera. ¡Canario! Él le devolvió una mirada cargada de extrañeza, como si ya no estuviera muy seguro de tener motivos para responder por ese nombre, pero su cara se iluminó en el mismo instante en que echó a andar hacia Juan, con los brazos abiertos. ¡Olmedo! Se abrazaron fuerte, dándose palmadas en la espalda y riendo sin saber por qué. ¡Joder, Juanito, si estás hecho un señor! ¿Qué pasa, Canario, qué haces? Cuánto tiempo, ¿no? Sí, cuánto tiempo…

¿Canario? El chico se había acercado a ellos, les miraba con curiosidad, parecía molesto por no atraer su atención y preguntó de nuevo, como un recurso para lograrlo. ¿Cómo le has llamado? Ya nadie me llama así, ¿sabes?, aclaró el Canario enseguida, ahora soy Amador para todo el mundo. Ya no hace falta tener cojones, ¿eh?, dijo Juan, y él se rió, le cogió por el hombro, empezó a andar con él desentendiéndose de su acompañante, de la acompañante de su amigo, si es por eso, a ti siempre te han sobrado cojones, Juanito, otra cosa no, pero cojones has tenido siempre de sobra, tú… Entraron a tomar una copa en el primer bar que encontraron, ignorando las miradas disuasorias que sus respectivas parejas les dirigieron en vano, y se contaron su vida mutuamente, mientras el chico bostezaba y Charo alternaba escenas de aburrimiento con instantáneos arrebatos de pasión, en los que se pegaba a su cuñado y le decía a la oreja que se marcharan ya, que no aguantaba más.

Pero ninguno de los dos les hizo caso. Se tomaron esa copa y otra más, y así se enteró Juan de que el Canario había hecho la mili con los paracas, y se había reenganchado para acabar convirtiéndose en mecánico, y ahora tenía un taller de coches en el mismo Villaverde, muy cerca de donde los Olmedo vivían antes. Pero no te he visto nunca, ya no vas por allí ¿no? No, qué va, nos mudamos a Estrecho justo antes de que tú te marcharas, ¿no te acuerdas? Claro, y ahora eres médico, pero de verdad…

¡Joder, Juanito ya sabía yo que tú llegarías lejos! Entonces le hizo una seña con la cabeza, justo cuando Charo decidía volver a ir al baño por tercera o cuarta vez. No, no es mi mujer…, confesó Juan, y sonrió, antes de inclinar la cabeza para hacer una confidencia con el acento y la expresión de un conspirador, en realidad es la mujer de mi hermano Damián.

¡Joder, la hostia!, el Canario se reía, ¡si siempre lo he dicho, siempre lo he sabido, que eras la hostia, tú! Cómo me alegro de verte, cómo me alegro, Juanito, tío…

Juan también se alegraba de verlo, y de verlo tan bien, y se lo dijo. El Canario le sacaba algunos años, así que ya debía de estar al borde de los cuarenta, pero tenía un aspecto estupendo, la cara tersa, uniforme, y los ojos limpios, sin rastro de aquella tensa tristeza de antes. Al despedirse se cambiaron los teléfonos, aunque seguramente los dos sabían que no iban a llamarse nunca. Cuídate, Juan, el Canario le besó en las dos mejillas, él le devolvió los besos, se abrazaron otra vez, mantuvieron el abrazo mucho tiempo, ya nos veremos… Se parece a ti, ¿sabes?, le dijo Charo cuando tomaron por fin el camino de su casa. ¿Quién, el Canario? Juan la miró, asombrado. No, él no, el otro… Se parece mucho a ti cuando yo te conocí. ¿En serio? Ella asintió con la cabeza, él sonrió. ¿Le quieres mucho, no?, Juan asintió con la cabeza, porque era verdad que le quería mucho, pues no me habías contado nada… Al detectar una sombra de sospecha en su voz, la miró con más atención, interpretó sus dudas sin esfuerzo y se echó a reír. No me he acostado nunca con él, si es eso lo que estás pensando. Pues entonces no sé qué es lo que puedes tener con ese maricón… No es un maricón. Es un tío de puta madre. Siempre lo ha sido y siempre lo será, hasta que se muera. Por eso le quiero.

Un tío de puta madre maricón, insistió ella, muy maricón, ¿o no? Déjalo, Charo, anda…, replicó Juan, déjalo, o paro un taxi y te vas a tu casa ahora mismo. Ella se dio cuenta de que estaba furioso y no insistió hasta mucho después, cuando su ansiedad se había disuelto ya en una calma plácida. ¿No me lo vas a contar? ¿Qué? Lo del Canario… Juan la acariciaba, no, no te lo voy a contar, ¿por qué?, porque no lo entenderías, y siguió acariciándola mientras se preguntaba cómo podía estar tan enamorado de una mujer con la que no podía compartir una historia como aquélla, y no encontró ninguna respuesta para esa pregunta. Su memoria hacía trampas, le mentía, le engañaba, cooperaba con la blancura elástica del alcohol para fabricar con sus propios ladrillos los muros y los huecos de una lucidez parcial, falsa, selectiva.

Mientras Damián se inclinaba sobre la mesita del descansillo, Juan Olmedo repitió para sí mismo que la raya era lo de menos. Lo de más era la debilidad de Damián, esa manía suya de hablar sin parar, de cruzarse con él, de sobrar en un mundo que sería mucho mejor si nunca hubiera vivido allí. Lo de más era Damián, y siempre había sido Damián, y entonces seguía siendo Damián, mientras hablaba de una mujer a quien Juan no conocía y que sin embargo tenía que ser la Charo verdadera, la auténtica, la que era de Damián y no era suya. Desde la última noche que habían pasado juntos, Juan Olmedo, que nunca había querido pensar en su hermano mientras se acostaba con su mujer, se había preguntado muchas veces qué habría sentido Damián al escuchar la confesión de Charo, qué habría pensado de él, cómo le habría afectado. Y sin embargo estaba seguro de que aquella escena nunca había llegado a representarse, de que Charo no le había contado nunca nada a su marido, de que le había mentido. Damián nunca había dado señales de estar enterado, ni cuando Charo estaba viva ni después de aquella espantosa mañana de abril, nunca hasta aquella noche, cuando mencionó el tema casi de pasada, sin emoción, con desprecio. Juan

Olmedo había bebido mucho, demasiado. Aquellas palabras, cuando la babeabas, a ver si le dabas pena, por si te la podías tirar otra vez, le taladraban los oídos para fermentar en el centro de su cabeza y emborracharle aún más, peor, por dentro. Cuando su hermano se levantó de la mesita, esnifando todavía, ya había empezado a temblar. No tenía frío, no sentía náuseas, ningún síntoma físico que pudiera explicar aquel fenómeno, pero temblaba. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio su voz temblaba. No se le ocurrió preguntarse por qué, diagnosticarse a sí mismo, en aquel instante no. Aquella mujer era su vida, había sido su vida, antes y después, entonces y ahora, en el centro y en los márgenes, para lo malo y para lo peor, siempre, para siempre. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Siempre, para siempre.

Juan Olmedo había bebido mucho, demasiado. Nunca tanta ira como en aquel momento, cuando todo tembló en él, en el silencio negro y angustioso que era él, en la espina más profunda del corazón del fracaso que era él, en el terror abisal de la memoria traidora que era él, en el cansancio del corredor corriendo hacia ninguna meta que era él, en el gris absoluto del cielo y de la tierra que era él, en la implacable amargura del paladar amargo y saturado que era él, en el hueco del hueco del hueco que era él, nada ya, nadie, para nadie, pero Juan Olmedo Sánchez todavía. Nunca había visto el verdadero rostro de la ira y no volvería a verlo nunca más, pero en aquel momento era el suyo, y podía tocarlo, acariciarlo, localizarlo con certeza en las temblorosas pupilas de sus ojos. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio de la ira su voz temblaba. Y sin embargo, él no empujó a su hermano. ¿Qué te crees, que no lo sé? Siempre lo he sabido, siempre. Ella me lo contó, las veces que le lloraste, lo pesado que te pusiste, cómo aprovechaste el momento, hijo de puta, cuando ella te dijo que yo tenía un rollo con una de mis dependientas, cómo la convenciste… Hay que ser hijo de puta, joder, hay que ser lo que tú eres. Que no paraste hasta que te la tiraste, eso me contó, y que estuviste todo el tiempo intentando que te comparara conmigo, que te contara cómo me la hacía yo, que te dijera que tú follabas mejor, que tenías la polla más grande…

¡Serás imbécil, coño, tonto del culo es lo que eres! Si me dio hasta pena, joder, pena de ti, porque ésa es la verdad, Juanito, que das pena, tío, y más que Alfonso, porque él, total, no tiene remedio, pero tú, tanto estudiar, tanto estudiar y tanto ser tan bueno, y ya ves, para qué… Para nada. Por eso nunca te he hecho reproches, y por eso no puedo guardarte rencor, porque me das pena, tío… ¿Qué, te ha gustado? Pues ahora ya lo sabes. Y quítate de ahí, por favor. ¿Te quieres quitar de en medio? ¡Quítate de la escalera, hostia! ¿Qué te creías, que no lo sabía? Siempre lo he sabido, siempre he… Cuando pasó lo que tenía que pasar, los Olmedo ya se habían mudado a Estrecho. Juan era el único que seguía yendo a Villaverde Alto todos los días lectivos, pero a él no se lo contó nadie. A Damián sí. Su amigo Pirri llamó por teléfono un sábado por la tarde y le tuvo entretenido casi media hora. No se olvidó de ningún detalle. Cuando su hermano colgó el teléfono, se fue derecho a buscarle. ¡Han pillado al Canario con una polla en la

boca, tío! Él cerró los ojos y no hizo ningún comentario, ninguna pregunta, pero Damián se lo contó de todas formas. Había sido en un descampado, le dijo, cerca de los cuarteles, el otro era muy pequeño, menor de edad, casi un niño, había sido una violación, como quien dice… Nada de eso era cierto, nada excepto que el Canario tenía una polla en la boca. Eso sí era verdad, y era tan fuerte que el lunes, en el instituto, no se habló de otra cosa, aunque todos se hubieran enterado ya de que su amante era mayor que él, y estaba casado y todo. En la última clase de la mañana, un gracioso tarareó en un susurro el que sería el himno de la semana, de varias semanas, quiero que te pongas la mantilla blanca, quiero que te pongas la mantilla azul, quiero que te pongas la recolorada, quiero que te pongas la que sabes tú…

Juan no le vio aquel día, ni al otro, ni al siguiente, pero el jueves, cuando iba ya hacia la parada de la camioneta, casi de noche, escuchó un grito estruendoso entre dos carcajadas, ¡Canaria!, y mientras un grupo de espontáneos entonaba a coro la canción de la mantilla, le distinguió andando por la otra acera, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, el pelo sobre la cara. ¡Eh, Canario, espérame! Debió de reconocer su voz entre las demás, porque dio tres pasos seguidos y se paró de pronto.

¿Qué pasa, tío?, Juan cruzó la calle corriendo, se acercó a él, le puso una mano en el hombro, ¿adónde vas tan deprisa? El Canario no quiso contestarle, pero levantó la cabeza y le miró sólo con el ojo izquierdo, porque el derecho no lo podía abrir. Tenía la cara deshecha, puntos en una ceja, los pómulos hinchados, y los labios negros, rotos, llenos de costras. Juan se preguntó hasta dónde habría tenido que llegar esta vez para que le pegaran, y se dijo que seguramente habría pasado el río, que habría buscado pelea en el centro de Madrid, el único sitio que él conocía y donde no le conocían a él, donde nunca conocerían la noticia. El coro estaba cada vez más cerca y el Canario echó a andar, y Juan fue con él, caminaron juntos mientras la mantilla se teñía de blanco, y de azul, y de rojo, y de blanco otra vez. No te conviene que te vean conmigo, Juanito, le dijo el Canario después de un rato. ¿Por qué?, contestó él, ¿por ésos? A mí me tocan mucho los cojones, ésos…

Y sólo entonces se atrevió a decirle lo que había ido a decir. Escúchame, Canario. Le obligó a pararse, le miró de frente, enmarcó con las dos manos la herida blanda y tumefacta que era su cara. Tú eres mi hermano, ¿entiendes? Para lo que sea, para lo que haga falta, tú eres mi hermano, y yo soy tu hermano, y eso no va a cambiar nunca, pase lo que pase, nunca. Acuérdate bien de lo que te digo, acuérdate siempre de lo que te estoy diciendo. Para lo que sea, para siempre, tú y yo somos hermanos. Los de la mantilla se empezaron a cansar, aflojaron el ritmo, pero no se marcharon, el Canario se limpió una sola lágrima con el dorso de la mano, miró a Juan con su ojo izquierdo y él, entonces, sin pensar en lo que hacía pero sabiendo muy bien por qué lo hacía, acercó su cabeza a la de su amigo y le besó en los labios. Pues sí que vas a tener razón, Juan, dijo el Canario al fin, y su voz sonó clara y firme en el silencio absoluto que les envolvía, sí que eres más fuerte que Damián, sí que vas a ser tú

el más fuerte de todos.

Juan Olmedo no empujó a su hermano. Estaba absolutamente seguro de no haberlo empujado, de no haberlo tocado siquiera. Se cayó él solo, al volverse hacia él, al mirarle.

Juan se había apoyado en la pared después de franquearle el paso, Damián llegó a bajar un escalón, se dio la vuelta, le preguntó si acaso creía que él nunca lo había sabido, y al afirmar que lo había sabido siempre, mientras estaba seguro de que iba a apoyar el pie en el segundo peldaño, pisó en el aire y cayó rodando, primero en diagonal, luego cabeza abajo, boca arriba por fin, sin llegar a coger mucha velocidad, golpeándose a cambio contra todos los escalones, veintisiete de los veintiocho escalones de madera de una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse. Yo no le he empujado. Juan le vio rodar, escuchó una sucesión de golpes secos, el estrépito del cuerpo de Damián destrozándose en la caída, y no pudo pensar en ninguna otra cosa, yo no le he empujado. No le había empujado, pero cuando Damián se detuvo, cuando se desplomó en el suelo con la cabeza reposando todavía sobre el último escalón, en la postura de un niño dormido, agotado por el cansancio, escuchó un ruido que conocía muy bien, clac, el sonido de los huesos cuando se rompen, y antes de bajar corriendo le asaltaron dos ideas nuevas y distintas. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Si su hermano se había golpeado en la nuca después de una caída así, ya podía apostarse cualquier cosa a que tenía un tetrapléjico en la familia. Entretanto, la borrachera se esfumó, desapareció, le abandonó por completo. Juan se encontraba sobrio, concentrado y muy despierto cuando se reunió con Damián. Eso nunca podría negárselo a sí mismo, nunca podría desmentirlo después, aunque estuviera seguro de que no le había empujado. Pero tampoco podría llegar a explicarse jamás la frenética actividad de su memoria, el proceso súbito, velocísimo, poderoso, que sembró su imaginación de imágenes como si alguien que no era él se hubiera propuesto enloquecer a una máquina de proyectar diapositivas, porque algo así fue lo que le ocurrió cuando empezó a bajar por la escalera, y su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, comenzó a enviarle un mensaje diferente con cada una de las órdenes que recibían sus piernas. Dami sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de su casa de Villaverde Alto, levantando la vista del artefacto que estuviera arreglando en aquel instante para sonreírle como el mejor de los hermanos. Charo bailando sola ante un espejo roto, con unos zapatos negros que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con un par de calcetines gordos en el mediodía más sofocante del verano.

Su padre a punto de partirle la cara de una bofetada mientras su hermano aún tenía el puño cerrado, improvisando el micrófono con el que había estado imitando a Raphael toda la mañana. Él encestando su examen de biología de la Selectividad, con aquel diez bendito que conocía su nombre, en el paragüero que había en el vestíbulo de la casa de sus padres. El sabor de las fresas que se pudrieron entre sus dientes mientras Charo le decía que iba a dejarle porque era demasiado bueno para ella. El body negro de encaje que confitaba los pechos de

la mujer del ferretero de la calle Ávila cuando se exhibía en el bar de los Recreativos para sacarse unas pelillas. Damián riéndose de él mientras le preguntaba si no se la había tirado, y eso que ella lo iba pidiendo a gritos. Ellos dos juntos, sentados en un corro enorme, alrededor de una de las mesas del bar de Mingo, una mano de él estrujándole un pecho para impulsarlo por el escote de la camiseta, y la sonrisa de ella.

Charo atada a una silla, en el sótano de su instituto, sudorosa, exhausta, levantando la vista hacia él para decirle con los ojos que había comprendido ya, que comprendía. Damián dando vueltas alrededor de la mesa del comedor con un periódico abierto entre las manos y preguntándose a voz en grito si eso era crear riqueza, nuevos puestos de trabajo, prosperidad económica, eso y no lo que hacía él. Charo sentada de verdad a la misma mesa, en el mismo comedor, y él con los ojos fijos en su plato de sopa y murmurando en silencio para sí mismo, te quiero, te quiero, te quiero, sin atreverse a levantar la cabeza para mirar a la novia de su hermano. La bahía de Cádiz, la luz, la reconfortante desmesura del océano, y el fantasma imposible que gobernaba el rumbo de sus días y de sus noches. El llanto de su madre, la voz de Paca, la muerte de su padre, su cuñada pintada en cada árbol, en cada nube, en cada casa, en cada esquina del vagón de tren que le devolvía a Madrid sin saber si quería o no volver, pero queriéndola a ella, siempre y todavía. Una barra de labios de un color extraño, oscuro, peligroso, casi granate, muy cerca del marrón.

Elena, que era pediatra, y pelirroja, y tenía el mejor culo del hospital, y hablaba alemán, y tocaba el violonchelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de la cama, y quería casarse con él y tener dos hijos, uno con el pelo rojo y otro con el pelo negro, como su padre. La sintonía de Movierecord sonando igual que antes, y el olor del pelo de Charo, la felicidad del aire que rodeaba su cabeza. Aquella mujer tan joven, la princesa de Estrecho, los ojos tan tristes, un cuerpo glorioso, a punto de llorar, de partirse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía. El impulso de pisar el acelerador, y salir de Madrid por la primera carretera que se presentara, y conducir doscientos o trescientos kilómetros hasta ver un hotel con buena pinta, y el instante que duró aquel impulso. La cabeza de Charo sobre la almohada, esa almohada que ya conocía la forma, el peso, el perfil de su cabeza, mientras ella le reprochaba que se había casado con Damián por culpa suya. Un vestido naranja, un vientre abultado, blando y suave, tan dulce como una loma plantada de césped, una respuesta idéntica a todas las demás y Charo ganando su apuesta más difícil. Una niña recién nacida, morena y frágil, su cabeza redonda y diminuta asomando por el embozo de la sábana, a través de las paredes trasparentes de una cuna de hospital. La madre de aquella niña que era hija suya, suya, y por una vez no de Damián, consolándole con una verdad desnuda y amarga, porque le quería más que a nadie pero no le quería lo suficiente, y no podía querer a nadie más que a él pero sabía que para él nunca sería bastante. Una Charo distinta y mentirosa que llegaba tarde a todas sus citas y sin embargo era más deseable, más espectacular que nunca, diciendo que lo sentía, que se moría del sentimiento,

antes de humillarle, de humillarse a sí misma, intentando convencerle de que ya no follaba con su marido. La violencia y el cinismo y la degradación absoluta, y las rupturas, y los insultos, y las bofetadas, y el miedo a ser lo que nunca había querido ser, y la certeza de haber logrado serlo sin querer, y el amor intacto, siempre y todavía. Un cuerpo cubierto con una manta gruesa, parda, en el arcén del kilómetro 11 de la antigua carretera de Galapagar y el hueco de sus piernas, la ausencia de sus muslos del color de las tartas de yema tostada. La versión de Damián, esa versión odiosa y posible que había mencionado de pasada, sin emoción, con desprecio. Y el Canario. Al bajar el vigesimoséptimo escalón, al llegar al suelo, Juan Olmedo se acordó del Canario, que era el único hermano que él había querido tener, y volvió a verle llorar con un solo ojo mientras le decía que tenía razón, que él era más fuerte que Damián, que era el más fuerte de los dos. Luego se arrodilló junto al cuerpo de su hermano, y estudió su cabeza a distancia, sin tocarle. El mundo sería un lugar mucho mejor para vivir si Damián hubiera muerto. Él era el más fuerte de los dos, Charo también lo sabía, lo había sabido siempre, había estado segura de eso hasta aquella noche, mientras fue una sola y la mujer de su hermano, pero también la suya, su propia mujer. Damián estaba inconsciente y más que probablemente muerto, pensó Juan, y su versión, su indiferencia, su falta de emoción, su desprecio, iban a morir con él. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. El doctor Olmedo alargó la mano derecha hacia la cabeza del accidentado, la agarró por el pelo, la levantó, la inclinó hacia sí, y lo que vio confirmó sus previsiones. Sus oídos no le habían engañado antes. En algún momento, al chocar contra el canto del último, quizás del penúltimo escalón, la cabeza de Damián había hecho clac. Pero el impacto no había afectado a la nuca, sino a la base del cráneo, ahora inflamada, surcada por delgados regueros de sangre. Un golpe mortal, con hemorragia interna asegurada. Y la versión de Damián iba a morir con él, para que Charo volviera a vivir en su memoria tal y como él la quería, como la había querido siempre, agridulce y salada, amarga y ácida y más dulce después si hacía falta. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. Difícil, no imposible del todo. Casi nada es imposible del todo. Resucitar a los muertos, quizás, encontrar una manivela que invierta el paso del tiempo. Juan mantuvo la cabeza de su hermano en el aire, y se repitió que Damián estaba muerto, muerto, muerto. Podría haberle tomado el pulso, pero estaba muerto. Podría haber intentado reanimarle, pero estaba muerto. Podría haberse asegurado de su muerte, pero estaba muerto, y Charo volvería a estar viva después de morir dos veces, cuando el Audi de su último amante se empotró en una roca de granito en el amanecer de un frío y soleado día de abril y en las últimas frases que había escupido Damián durante aquella noche espantosa, y sonreiría otra vez en su memoria, siempre, para siempre.

Entonces, el doctor Olmedo inició el movimiento de depositar de nuevo la cabeza de su hermano sobre la escalera y en aquel instante su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, volvió a imponerse a lo que pensaba, a lo que sentía, para devolverle las palabras que Damián había pronunciado aquella misma

noche, me gustaría matarla ahora mismo, matarla muerta, eso me valdría, con

eso me conformaría, con matar a su cadáver, otra vez. Juan Olmedo llegó a creer

que iba a hacerlo con delicadeza, y sin embargo, su brazo midió con precisión la

fuerza del impulso que la estrelló contra el canto del escalón que le había matado,

para matarlo otra vez. Podría haber comprobado si vivía aún, pero no lo hizo. Era

imposible sobrevivir a un golpe como aquél.

El clac fue sonoro, rotundo, inequívoco. La sangre manó obediente de la herida

bañando el escalón, el cuello del cadáver, su camisa.

El mundo iba a ser un lugar mucho mejor donde vivir. Damián estaba muerto y su

versión había muerto con él. Entonces empezó a llover.

Era increíble pero llovía, estaba cayendo una lluvia fina, mínima, marrón, que se

posaba sobre la sangre limpia de Damián y sobre las manos sucias de su

hermano, llovía un aguacero de partículas ocres, secas, diminutas, que volaban

sobre la escalera para salpicarlo todo despacio, con una misteriosa y humilde

paciencia. Cuando logró verlas, pensar en ellas, preguntarse de dónde provenían,

Juan Olmedo miró hacia arriba. Su hermano Alfonso, con los ojos muy abiertos, la

camisa del pijama mal abrochada, había agarrado por el morro a Perico, un oso

de peluche que le regalaron cuando tenía cuatro años y sin el que nunca había

podido dormir, y golpeaba su cabeza una y otra vez contra la balaustrada del

primer piso. Del cuerpo del muñeco, mil veces roto y otras tantas recosido, llovía

serrín, pero Alfonso, indiferente al destrozo, seguía golpeando su cráneo de tela

contra la balaustrada, una vez, y otra, y otra.