38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 133

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nunca intervenimos directamente a los pacientes con los que tenemos una

relación personal. En aquel momento estaba aún tan nervioso, tan inquieto por el

desenlace de aquella pesadilla, que ni siquiera advirtió un cambio sobre cuyo sentido no había llegado a pronunciarse todavía cuando fue en busca de la madre de Maribel. De alguna forma vaga, inconcreta, que tampoco había logrado calibrar aún, Juan presentía que la navaja del Panrico lo había cambiado todo. La entrevista breve, tensa, abrumadoramente desigual, que su amante, seria y serena, mantuvo con una mujer que fue exagerando poco a poco las señales de duelo para reconvertirlas sobre la marcha en signos de arrepentimiento al comprobar que no obtenía resultados, confirmó esa impresión. Maribel, que se estaba haciendo fuerte en una cama de hospital, sólo se vino abajo una vez, cuando su hijo se derrumbó sobre ella.

Sara, que tal y como él suponía, se había negado a obedecer su última orden, y en lugar de llamar a la canguro e irse a casa a descansar, se había hecho cargo de los niños hasta el punto de que había dormido con Tamara y con Andrés en la misma cama, en la cama de Juan, levantó las cejas a modo de advertencia cuando abrió la puerta de la habitación, y él ni siquiera tuvo que preguntarse por qué lo hacía. Encontró al niño más pálido de lo que su madre había llegado a estar en ningún momento de la tarde anterior y ella, que todavía se encontraba débil y no podía moverse sin sentir los colmillos del dolor, reaccionó todavía más deprisa ante la figura pequeña y delgada de aquel repentino autómata, cuyo rostro parecía congelado en la insensible indiferencia de las máquinas. Al verle quieto, inmóvil, apoyado en la puerta, Maribel abrió los brazos, le llamó por su nombre, le reclamó agitando los dedos en el aire, pero él no se movió e incluso, durante un instante, apartó la vista de la cama para pasearla por las esquinas de la habitación. Maribel se echó a llorar, y entonces Andrés corrió hacia ella, salvó en dos absurdas zancadas la escasa distancia que le separaba de la cama y chocó con el cuerpo de su madre, que se puso de perfil, la cara contraída en un gesto de dolor, los brazos tendidos hacia el niño, para hacerle sitio a su lado.

Cuando Juan salió de la habitación con Sara y con Tamara, Andrés lloraba mucho más copiosa, más ruidosamente que su madre. Media hora después, estaba más tranquilo, pero pegado a ella todavía, y Maribel miraba al techo con un gesto preocupado, asustado por el misterioso desequilibrio que había tambaleado la reacción de su hijo.

La de su madre, en cambio, apenas la alteró. A Juan le gustó su distancia, su entereza, el tono coloquial, incluso moderadamente cariñoso, con el que la animó a salir con él cuando una enfermera vino a buscarle. Mientras la acompañaba al ascensor, comprendió que la relación entre esas dos mujeres no volvería jamás a ser la misma, porque una había estado a punto de morir, y la otra tomó partido una vez por su frustrado asesino, y la sangre había invertido para siempre la dirección del poder. No estaba muy seguro de que en su historia con Maribel no estuviera a punto de suceder algo parecido. Aquel tuteo que por una parte le tranquilizaba, por otra le inquietaba más de lo que nunca se atrevería a reconocer en voz alta. Mientras la mitad derecha de su cabeza celebraba aquel síntoma de normalidad, la mitad torcida temía exactamente el mismo síntoma, y en todo

caso, con independencia del pacto que pudieran llegar a establecer, si es que

alguna vez lo lograban, las dos mitades de su cabeza, ciertas condiciones

objetivas de su vida, de la vida de Maribel, habían cambiado ya.

Era inevitable. Sabía que tenía que hacerlo y sin embargo esperó hasta el último

momento, la tarde previa a la mañana en la que su asistenta sería dada de alta,

después de que su vecina le informara del rendimiento de la suplente que ambos

seguían compartiendo, una prima de Maribel que se llamaba Remedios y a la que

Juan sólo había visto una vez.

—Verás, Sara –empezó sin saber muy bien cómo iba a acabar, mientras la

acompañaba hasta la puerta–. Hay una cosa que deberías saber, porque, bueno…

Seguramente ya te lo imaginas. Maribel y yo…

—Lo sé –su vecina le miró, le sonrió–. Lo sé desde hace tiempo. Os vi una noche

en una terraza de Bajo de Guía, haciendo guarradas con los langostinos.

Juan se echó a reír.

—Y no dijiste nada… –murmuró con acento asombrado, como si fuera incapaz de

asumir con naturalidad tanta discreción.

—No. No era asunto mío. Allá vosotros, pensé, al fin y al cabo los dos sois

mayorcitos. Sin embargo… –se acercó más a Juan, le cogió del brazo y lo apretó

con sus dedos un momento–, hay otra cosa que tampoco te he contado y que yo

también creo que es mejor que sepas. Igual es una tontería, pero… Bueno, a

finales de julio, un policía de Madrid que se llama Nicanor, no sé el apellido, se

presentó en la urbanización para preguntar por ti. Le recibió Ramón Martínez, el

de la inmobiliaria, le conoces, ¿no? Juan asintió con la cabeza, se preguntó de qué

color sería su cara, se concentró en disiparlo fuera cual fuera, miró a su vecina

con un convencional gesto de interés–, y le pareció raro, porque le hizo preguntas

pero sin decirle por qué le preguntaba y para no llegar a ninguna parte, como si

simplemente quisiera localizaros, a Alfonso y a ti, sin que os enterarais de que

había venido.

A Ramón no le cayó bien, pero no se atrevió a decírtelo sin más porque no tiene

confianza contigo.

Por eso me lo contó a mí. Yo le he dado muchas vueltas pero tampoco he

encontrado el momento de contártelo. No sé si es importante o no, pero ahora

que ha pasado lo de Maribel y que tenemos a la policía por medio, pues… No sé.

Me parece mejor que lo sepas.

—Ya… Juan Olmedo no dejó de andar, pero sí de mirarla mientras se palpaba el

cuerpo con las manos como si hubiera olvidado que estaba en su hospital, vestido

con un pijama verde, los bolsillos llenos de talonarios y de bolígrafos–.

Bueno…

Sara sacó su tabaco del bolso, le ofreció un cigarrillo, él lo aceptó, atravesó con

ella la puerta del hospital, lo encendió fuera.

—Es una historia antigua –dijo por fin–. Nicanor cree que tengo una deuda

pendiente con él, pero se equivoca. Yo no tengo nada contra él, y él tampoco

tiene nada contra mí –entonces miró a Sara, le puso una mano en el hombro,

sonrió–.