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Por saber estar tan callada, con esto y… bueno, con todo. Y dale las gracias a Ramón de mi parte.
Ella se fue andando hacia el aparcamiento y él apuró el cigarrillo hasta el filtro. Había habido dos autopsias, la inicial, que Nicanor solicitó por conductos policiales después de que el médico que reconoció el cadáver de Damián descartara un estudio sobre las causas de la muerte, y otra complementaria, de la que Juan, en su condición de familiar más cercano del difunto, no tuvo noticia hasta que recibió los informes por correo. La opinión de los dos forenses había sido la misma y más que concluyente, tajante, monolítica.
Los jueces no pueden aceptar los testimonios de los retrasados mentales, y no los aceptan. Nicanor sabía todo esto tan bien como él, y que no había caso, y por eso no había hecho ninguna gestión oficial, más allá de las visitas, de los susurros y las amenazas. Juan Olmedo sabía más que Nicanor, un traumatólogo con experiencia clínica sabe más que nadie de las caídas y de sus consecuencias, y sin embargo, cuando volvió a entrar en el hospital, tenía la mirada perdida, vuelta hacia dentro, hacia la insoportable presión que comprimía su pecho. Había habido dos autopsias, dos dictámenes forenses, un accidente, un retrasado mental. Se lo repitió una vez, y otra, y otra, como una técnica para tranquilizarse, pero no lo consiguió del todo.
La perseverancia de Nicanor, la asombrosa terquedad de su acecho, le inquietaba porque no conseguía razonarla, argumentarla, explicársela a sí mismo. Había pasado mucho tiempo, más de un año, casi dos. Parecía increíble que mientras su vida cambiaba como un guante vuelto del revés, la de Nicanor siguiera anclada en la tragedia de aquel escalón. Parecía imposible que no hubiera sucedido nada que le atrajera, o le interesara, o le animara más que el callejón sin salida de una sospecha que jamás podría fundamentar. Mientras conducía de vuelta a casa, aquella tarde, Juan le recordó hundido, más destrozado que nadie y más que nunca, tal y como se lo encontró en la cocina de la casa de Damián sólo unas horas después de su muerte, y sintió la necesidad de admitir cierta grandeza, de admirar incluso la inalterable lealtad de aquel hombre torvo y silencioso que caminaba siempre un paso por detrás de su hermano, como una sombra, como una mascota, como un siervo, y que en apariencia carecía de vida propia, ni mujer, ni hijos, ni familia, ni aficiones, ninguna pasión, ningún propósito más allá de su trabajo y de su perpetua devoción por Damián Olmedo. Entonces comprendió que seguramente, durante todo ese tiempo, Nicanor había seguido relacionándose con las personas que le rodeaban, compañeros de trabajo, vecinos, amigos de juventud, novias efímeras o más duraderas, pero no había encontrado a nadie a quien proteger y admirar, nadie de quien depender como había dependido de Damián durante más de veinte años. Quizás, la justiciera fantasía de la persecución y la caza lograba rellenar el fondo del inmenso hueco que su amigo había dejado abierto al desaparecer. Quizás Nicanor Martos pensaba en Juan Olmedo todas las noches, antes de
dormir, con la constancia de un amante despechado, de un bastardo vengativo, de un conspirador paciente y sanguinario. Quizás no llegaría a cansarse jamás, porque odiar a Juan, amenazarlo, acecharlo, asustarlo, era todo lo que conservaba de su hermano.
Aquella noche Juan Olmedo no pudo dormir, pero a cambio, en algún momento de una fresca madrugada de septiembre, logró convencerse de que la aparición de Nicanor no podía haber sido un movimiento en sí mismo, sino una etapa más del círculo vicioso donde el amigo de Damián daba vueltas a ciegas desde que él cometió su único error, un simple despiste. Su hermano estaba muerto y enterrado, no podían exhumarle sin su conocimiento, y tampoco serviría de nada, porque cualquier autopsia sucesiva arrojaría por fuerza los mismos resultados que las dos primeras. Nadie, quizás ni siquiera un forense, sabe tanto de muertes accidentales como un traumatólogo con experiencia clínica. Alfonso vivía ahora con él, Juan era su tutor legal, cualquier consulta, cualquier visita, cualquier entrevista, oficial o no, que pudieran llegar a proponerle, tenía que contar con su autorización previa y por escrito. Y no había sucedido, ni llegaría a suceder, porque no tenía sentido. La aparición de Nicanor no podía haber sido más que un nuevo susurro, una nueva amenaza. Voy a ir a por ti, le había dicho la penúltima vez que se vieron las caras, ¿sí?, no jodas, había contestado él con una sonrisa, estirando la última ese como hacía el Canario, como hacían todos sus competidores de Villaverde Alto, como él no había hecho nunca en su vida hasta aquel momento. ¿Sí? No jodasss. Aquella triple ese estaba a salvo y Nicanor lo sabía, por eso no había hecho ninguna gestión oficial, porque no había caso, y lo sabía, y no podía hacer otra cosa que acosarle, amenazarle, antes en Madrid y tal vez también aquí, a partir de ahora. Él no se había escondido, no había hecho nada para ocultarse, había recorrido más de seiscientos kilómetros para seguir estando en el mismo sitio donde había estado siempre. Estaban casi a mediados de septiembre. Si Nicanor hubiera logrado la imposible proeza de encontrar un argumento donde no los había, él se habría enterado ya. La policía no cierra en agosto por vacaciones.
Se levantó de la cama con dolor de cabeza y una sensación que ya conocía, no exactamente miedo, más bien una especie de alerta activa, una forma peculiar de tener los ojos muy abiertos. Pero aquí no había ningún lugar hacia donde mirar, ninguna persona ante la que exagerar los signos visibles de una serenidad que no sentía. Mientras llegaba hasta el coche, y lo arrancaba, y emprendía el familiar camino de Jerez, se regañó a sí mismo por no haber sido lo suficientemente expresivo con Sara la tarde anterior, para corregirse enseguida, al comprender que la relativa impasibilidad a la que su propio asombro le había forzado, habría resultado más convincente que una larga explicación salpicada de datos contados a medias. De todas formas, Sara era de fiar. Juan Olmedo no sabría explicar por qué, pero estaba absolutamente seguro de que era de fiar. Tal vez por eso sintió, con más intensidad que otras veces, el cansancio del silencio y la necesidad de hablar, y sin embargo no volvió a pronunciar ni una sola palabra sobre aquel tema.
Resultó fácil, porque no volvió a verla hasta aquella noche, y para entonces habían pasado muchas cosas. Tras la última revisión, Maribel fue dada de alta a última hora de la mañana. Antes se había advertido dos cosas, que no quería comer en el hospital ni salir de allí antes que él. Cuando Juan logró escaparse eran ya las cuatro, y ella llevaba más de dos horas esperándole en la habitación. Él nunca podría saber hasta qué punto la noticia de que Nicanor no había renunciado a seguirle los pasos influyó en lo que sintió al verla, vestida con una camiseta que no parecía de su talla y una falda que le quedaba grande, derrumbada, más que sentada, sobre un sillón, con la mano derecha encima de la herida, como si pretendiera protegerla, y las piernas colgando de cualquier manera. Tenía los pies hinchados y desnudos, apoyados encima de las sandalias que sólo se calzaría cuando fuera imprescindible, un apósito sujeto con esparadrapo en cada brazo, y el pelo recogido.
Llevaba nueve días allí y había adelgazado mucho, lo suficiente como para que los huesos de sus pómulos, de su barbilla, ocultos antes por el rubor robusto y saludable de su cara de muñeca, dieran la impresión de haber estado siempre en su sitio. Vestida así, lista para volver a la calle, se notaba mucho más que sus mejillas habían perdido color, sus ojos brillo, y sin embargo, cuando vio a Juan, le dedicó una sonrisa que resumía todas las que le había dedicado alguna vez, antes de entonces. Ahí estaban la madre incestuosa, la muchacha ansiosa, la odalisca consciente, la amante agradecida, la araña astuta, la libertina precavida, la niña perpleja, la vieja sabia, la cocinera generosa, la conspiradora atenta, la seductora nocturna, la trabajadora intachable, la durmiente incrédula, la esposa herida, la moribunda enamorada, todas las mujeres que Maribel había sido con él, por él, para él y frente a él. Juan Olmedo reconoció a todas esas mujeres en la mujer que le sonreía, y se reconoció a sí mismo en el hombre que iba a su encuentro, y sintió un impulso súbito, desconocido, extraño, que se situaba en algún punto impreciso entre la conciencia de poseerla y la necesidad de cuidar de ella, y sólo entonces, al verla así, tan frágil con esa ropa de colores, tan desvalida fuera de la cama, tan expuesta a sus propios huesos afilados, consiguió dejar de pensar en Nicanor, y se dijo a cambio que sin Maribel, sin la oportunidad de sentirse útil, bueno, generoso, imprescindible, que el destino de Maribel había puesto entre sus manos cuando incluso él mismo ignoraba hasta qué punto le sería necesaria aquella tarde, todo habría sido peor.
—Llévame a comer –le pidió ella después de abrazarle con fuerza, de besarle en los labios con su nuevo aplomo de superviviente y esos labios suyos que ahora parecían también más delgados, como si hubiera podido leerle el pensamiento y sólo pretendiera conmoverle, emocionarle, pegarle a sí misma, y a la vida–. Cualquier cosa grasienta y frita, con mucha sal. Por favor.
—No –le llevó la contraria sólo por hacerla rabiar, igual que a un crío, pero no pudo esquivar una sonrisa–. No te conviene.
—¿Cómo que no? –Maribel se echó a reír–. Es lo que más me conviene, lo único que me conviene, llevo días soñando con una fuente de puntillitas y una cerveza,
en serio, esta noche, sólo de pensarlo, ni siquiera he podido dormir…
Sin Maribel todo habría sido peor, y desde luego más aburrido.
Juan volvió a pensarlo mientras la veía comer, volcarse sobre el plato de pescado
recién frito, devorar los primeros bocados con ansia, ralentizar el ritmo enseguida,
pararse después para confesar, con un acento de asombro en la voz y el plato
casi lleno todavía, que ya no podía más.
—A lo mejor se me ha encogido el estómago –sugirió, sonriendo para demostrar
hasta qué punto le complacería que aquella hipótesis resultara cierta–, y adiós a
las dietas para siempre.
—No creo.
—Pues es una pena, porque ahora que ya no me voy a poder poner un biquini en
mi vida, si por lo menos me quedara así de delgada…
—¿Y por qué no te vas a poder poner un biquini?
—Por la cicatriz, ¿no?
—¡Qué tontería, Maribel! –y Juan celebró de nuevo la oportunidad de poder
ocuparse de ella, de tranquilizarla, de cuidarla también por dentro–. El ombligo
también es una cicatriz, y antes la enseñabas, ¿no? Con ésta va a pasar lo mismo.
Cada vez será más pálida, más borrosa, sobre todo para ti. Cuando te
acostumbres a ella, dejarás de verla.
—¿Y los demás?
—Los demás te mirarán a ti –él sonrió, ella también–. No a tu cicatriz.
Las cicatrices de dentro dan más guerra, podría haber añadido entonces, pero no
lo hizo, porque estaba pendiente de Maribel y eso le sentaba bien, le hacía
sentirse útil, necesario, otra vez el mejor, el más inteligente, lejos de Nicanor y de
sus susurros, de sus amenazas y de las amenazas de sus propios errores. Y sin
embargo fue ella misma quien, ateniéndose al peculiar patrón de ambigüedad que
había regulado desde siempre sus encuentros, le liberó de la responsabilidad de
cuidarla a cambio de confirmarle que nada iba a cambiar entre ellos, y Juan
Olmedo no supo si celebrar la primera noticia o la segunda, y ni siquiera estuvo
muy seguro de si no debería celebrar, o lamentar quizás, ambas a la vez.
—¡Qué barbaridad! –exclamó al entrar en su casa, pasando la vista por todas las
esquinas del salón, pequeño y reluciente–. Pues sí tiene que estar mal mi madre
para haber venido a limpiarme así la casa…
—No ha sido tu madre Juan llevó la maleta hasta el dormitorio y ella le siguió con
las cejas fruncidas de perplejidad–. Ha sido tu prima Remedios.
—¿Remedios? –Maribel se sentó en el borde de la cama, movió la cabeza como si
no pudiera creer en lo que acababa de oír, le miró–.