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—Porque yo se lo encargué.
Le pedí que viniera cada dos días, hasta que estés bien.
—¿Ah, sí? ¿Y quién la va a pagar?
—Yo –y al ver la extraña expresión que situó la cara de Maribel entre el enfado y
el escándalo, explicó lo que nunca habría creído que hiciera falta explicar–. Es un
regalo.
—¿Sí? Pues no me gusta, ¿sabes? No me gusta nada. –Él, clavado en el centro de
la habitación, la miraba con un gesto de incomprensión tan absoluto que ella
relajó su voz para explicarse–. Yo soy una asistenta, ¿comprendes, Juan? No
necesito tener otra asistenta, es la idea más tonta que he oído en mi vida.
—Tú ahora no eres nada más que una convaleciente –y mientras ella se calmaba,
él empezó a enfadarse–.
Lo único que tienes que hacer es reposo, y estarte quieta hasta que la cicatriz se
cierre del todo.
Eso es lo único que entiendo. Si empiezas a moverte, a andar por la casa, a coger
pesos, a agacharte y a levantarte de golpe, a llenar y a vaciar cubos de agua, los
puntos se abrirán y todo volverá a empezar desde el principio. Eso es lo único que
tienes que entender tú. No puedes trabajar, ni siquiera en tu casa. De momento
no. Necesitas a alguien que te ayude. Y eso es lo único que yo quería hacer,
ayudarte.
—Ya, pero no ha sido buena idea, las cosas no son así…
Maribel, negando con la cabeza todavía, se tumbó en la cama, le reclamó con la
mano, le agarró del brazo cuando él se sentó al otro lado para obligarle a
tenderse junto a ella, le rodeó con los brazos, le miró desde muy cerca.
—Lo siento, pero es que… No ha sido buena idea –repitió entonces–. Las cosas
no son así. Yo…
Ya me las arreglaré sola, no te preocupes. Puedo llamar a mis amigas, a mis
cuñadas, hasta a mi madre, si no tengo otro remedio, pero no necesito que venga
nadie a limpiar. Es que… ¿Qué sería yo, cómo quedaría yo si tú le pagaras a
Remedios, que encima es mi prima, para que me limpie la casa? No es que no te
lo agradezca, no es eso.
Sí que te lo agradezco. Te lo agradezco mucho, pero hay cosas que pueden ser, y
cosas que no, y ésta… pues no puede ser –hizo una pausa, frunció las cejas,
cerró los ojos, estuvo peleándose durante un buen rato con las palabras que
pronunciaría a continuación–. He pensado mucho en el hospital, ¿sabes?
Mucho, muchísimo, no tenía otra cosa que hacer, así que me tiraba el día
pensando. Y, bueno, ya da igual, ¿no?, porque con todo lo que ha pasado, pero
ahora creo que tenías tú razón, al principio, cuando me dijiste que no deberíamos
liarnos porque era una burrada. Ha sido una burrada –Juan Olmedo, que no se
acostumbraba a que Maribel le desconcertara más profundamente cada vez, se
echó a reír aunque no entendía nada, o quizás por eso, y ella le acompañó–. Una
burrada, ésa es la verdad. Pero lo hicimos, y aquí estamos, y sin embargo es
complicado. Muy complicado. Por eso creo que hay que dejar las cosas como
están, porque si cambian, sólo cambiarán para peor. No sé explicarlo bien, pero
estoy segura de eso, de que si cambian, será para peor. Debería llamarte de
usted otra vez, acostumbrarme a volver a llamarte de usted, aunque no creo que
pueda, porque cuando estaba allí, tirada en la acera, a punto de morirme, y te vi
aparecer, supe que no me iba a morir, y ya no puedo llamarte doctor Olmedo, no
puedo tratarte de usted, eso tampoco lo sé explicar, pero es así.