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Él la miró al fondo de los ojos, comprendió más de lo que ella le había dicho y se
preguntó hasta dónde sería capaz de llegar él mismo, en qué momento el pacto
limpio, transparente, que había nacido en apariencia de la propia voluntad de
Maribel y que ahora le ofrecía de nuevo como una forma de descargarle de
cualquier responsabilidad, se volvería invivible, asfixiante de puro cómodo,
demasiado estrecho hasta para su mala conciencia, y qué ocurriría después, qué
precio pagaría él, o no, para renunciar a aquella mujer o para conservarla por
más tiempo.
—Pero tú tampoco tienes por qué pasarte la vida trabajando para mí, Maribel –nunca había ordenado aquellas palabras en ese orden, pero su sonido no le
sorprendió mientras las pronunciaba–. Puedes dedicarte a otra cosa, encontrar
otro trabajo. Entonces todo sería más fácil.
—Sí, eso también lo he pensado –le sonrió con una dulzura tibia, melancólica–. Y
si tú quieres, puedo intentarlo, puedo buscarme otro trabajo. Pero yo, la verdad,
no sé hacer nada, y tengo un hijo mayor, y muchos gastos, y nunca he trabajado
en otra cosa. Yo sólo sé limpiar casas. Y ya sé que hay otros trabajos para la
gente que no sabe hacer nada, pero están peor pagados. Tú eso no lo sabes,
pero una cajera de un supermercado, por ejemplo, aunque no se manche el
uniforme, aunque no se estropee las manos, gana menos que yo. Y además, no
se trata sólo del dinero.
Al fin y al cabo, Sara y tú, sobre todo tú, y tu hermano, y la niña, claro, pues…
Ahora sois como mi familia. Os quiero mucho.
A ti te quiero más, pero a Sara también la quiero, y no me cuesta hacerle favores,
estar con ella.
Al revés, me gusta. A veces, cuando llego a su casa por la mañana, y nos
tomamos un café en la cocina, y nos liamos a hablar, a contarnos cosas, hasta se
me olvida para qué he ido allí. Me gusta trabajar para Sara, trabajar para ti.
Nunca he estado tan bien como ahora. Y sin embargo, entiendo lo que dices, y sé
por qué lo dices.
Y si tú quieres, puedo buscar otro trabajo.
—No, no, Maribel, no es eso –él se mordió el labio inferior, movió la cabeza,
buscó las palabras justas, no las encontró–. Yo no quiero que estés peor, al
contrario. Lo único es que… No sé.
Yo tampoco sé cómo explicarlo.
—Pero no es culpa tuya, Juan –Maribel le cogió de la cabeza con las manos, le
acarició la cara, le demostró que seguía siendo la más lista de los dos cuando
hacía falta–. Tú te sientes mal a veces, lo sé, porque lo noto, pero no es culpa
tuya, no puede serlo. Todo es culpa mía. Por no haber querido estudiar, por no
haber acabado el bachiller, por haberme liado con ese cabrón, por haberme
quedado embarazada a los dieciocho años, por no saber manejar a mi madre,
porque lo he hecho todo mal. Es culpa mía, y las cosas son como son, y… bueno,
pues ya está. No se puede hacer nada, sólo llorar encima de los platos rotos. Y yo
no quiero llorar más. Pero no es culpa tuya, Juan, no es culpa tuya. Yo estoy
mejor contigo que con nadie, aunque tú te sientas mal a veces. Porque tenías
razón, y esto, en el fondo, ha sido una burrada.
A partir de aquella noche, Juan Olmedo aprendió a convivir con el rigor de una paradoja, y aceptó con más consciencia que nunca el papel de patrón inmoral y oportunista que le había adjudicado la navaja del Panrico al poner fin a lo que antes aún podía considerarse como una travesura, para que Maribel se sintiera bien y fuera feliz con él. Pero nunca volvió a ponerle dinero en las manos. Cuando se reincorporó al trabajo, con algunos días de retraso respecto a sus pretensiones, que él mismo contrarió, en parte porque no estaba dispuesto a correr riesgos con la cicatriz, en parte porque descubrió que le gustaba mucho ir a verla por las tardes, con el pretexto de curarla y examinar la herida, y meterse en su tibia cama de convaleciente –seré muy cuidadoso, le prometió la primera vez, siempre eres muy cuidadoso conmigo, le había contestado ella–, le pidió el número de su cuenta corriente y le comentó, como de pasada, que había pensado que sería más cómodo pagarle el sueldo por transferencia. Ella le sonrió y le dijo que muy bien, que como él quisiera. Así, después de un septiembre que aún fue verano, el otoño llegó en octubre, y la vida de Juan Olmedo encajó de nuevo en su vieja rutina de trabajos y placeres cuando las sonrisas de Maribel volvieron a cerrar las puertas y las ventanas de su casa en las mañanas que seguían a sus noches de guardia, un ritual que conservó su valor específico incluso después de que un programa de citas previas empezara a alternarse con los encuentros furtivos de sábados y domingos, sin llegar a suplantarlos del todo.
Y mientras pensaba a veces que la actitud de Maribel, su insistencia en no presionarle jamás, esa docilidad donde la humildad y la soberbia se mezclaban en proporciones indescifrables sin desembocar nunca en un servilismo que él no habría podido soportar, y el lenguaje privado que le permitía hablar de amor con palabras siempre transversales, oblicuas, tranquilizadoramente ambiguas, no era más que otra fase de su estrategia, las cosas volvieron a ser como antes o, por lo menos, a parecerlo.
Durante los días que Maribel pasó ingresada en el hospital, y después, mientras guardaba reposo para que su prima Remedios demostrara que era más lenta y menos capaz que ella, Sara instaló a Alfonso y a los niños en su propia casa, y lo hizo con una naturalidad asombrosa, sin dar explicaciones ni exigírselas a sí misma. Me parece buena idea, fue todo lo que dijo Juan Olmedo cuando se enteró, y no llegó a darle exactamente las gracias, como Sara no había llegado a pedirle exactamente permiso al informarle de sus planes. Ya había pasado el tiempo de los favores y la cortesía, de los titubeos y la buena educación. Quizás por eso, ellos tampoco hicieron preguntas.
Siempre se habían divertido juntos, pero lo de ahora era diferente. Andrés y Tamara, huéspedes ejemplares, comían todo lo que encontraban servido en su plato, lo llevaban por iniciativa propia a la cocina después de acabar, aceptaban la sugerencia de darse un baño o lavarse los dientes como si fuera una orden, y
cuando Sara les proponía salir, ir a dar un paseo por la playa, a cenar fuera o al cine, jamás discutían el plan antes de aceptar, aunque las payasadas que Alfonso, en su afán por imitarles, hacía de vez en cuando, les hiciera estallar en carcajadas. Sara sonreía al agacharse para recoger del suelo los platos rotos sólo por eso, y sin embargo, en ningún momento llegó a estar verdaderamente preocupada, alarmada por ellos.