38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 137

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Es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, y ella lo sabía. Tamara estaba aún muy asustada. Tenía miedo de cualquier sombra, de cualquier ruido, y de todos los desconocidos. Un golpe de viento que hiciera crujir el toldo, el timbre del teléfono sonando después de la hora de cenar, las ruedas de un coche patinando sobre el asfalto en medio de un frenazo, o la repentina proximidad de alguien que girara sobre sus talones para acercarse a ella y preguntarle si tenía hora, hacían temblar su mano al consultar el reloj, o convertían su voz en el desangelado piar de un gorrión muerto de frío mientras repetía con una insistencia que ni siquiera parecía aguardar respuesta, ¿qué ha sido eso?, ¿pero habéis oído eso?, ¿qué ha sido, por favor, qué ha sido eso? La segunda noche que durmió en su casa, Sara estaba desvelada, y la oyó llegar. Eran las cuatro menos veinte de la mañana, hacía más de cinco horas que la había dejado acostada en su cama, pero al escuchar el eco del pomo de la puerta, que giraba sobre sí mismo con la precaución mohosa, reumática, que le transmitían unos dedos inseguros, adivinó que detrás sólo podía estar ella. La niña cruzó la habitación de puntillas, se deslizó bajo la sábana sin hacer ruido, desplazó la punta del pie con mucho cuidado hasta que el dedo pulgar tropezó con su pierna, y se durmió enseguida.

—Es que estaba soñando un sueño horrible –le explicó al despertarse, al día siguiente–. Estaba en mi casa de antes, mi casa de Madrid, ¿sabes?, en el baño, y mi madre estaba viva, me peinaba, me gastaba bromas, me pedía que me estuviera quieta, y yo sabía que eso no podía ser, porque ella está muerta, pero no me atrevía a decírselo, no sabía cómo decírselo, y ella me seguía peinando, me hablaba, me besaba, y estaba viva otra vez, tenía que estar viva porque yo era igual de mayor que ahora, y llevaba el mismo vestido que me puse ayer. Entonces me desperté, y me di cuenta de que todo era mentira, claro, porque mamá está muerta, pero yo me lo había creído, así que fue como si se muriera otra vez, de repente… Cuando lo del accidente, soñaba muchas noches este sueño. Ahora sólo de vez en cuando, pero si me meto en la cama de Juan, se me pasa. Por eso me vine anoche a dormir contigo, claro que igual te molesta… —No, no me molesta –Sara sonreía–. Si quieres, puedes dormir conmigo todas las noches, hasta que te dé por soñar otras cosas.

—¡Vale! –se acercó a ella y la besó en la cara, parecía muy contenta–. Pero que no se entere Andrés, ¿eh? Es que, si se entera, va a decir que soy una cría y eso… Ya sabes cómo es.

Pero Sara no sabía cómo era Andrés. Ya no. Por las noches, hablaba con Tamara durante mucho tiempo, a veces horas enteras. La niña le preguntaba cosas, cómo era el cuarto que tenía de pequeña, su colegio, sus amigas, qué notas sacaba o

cuál había sido su juguete favorito, y sin dejarse impresionar por el galimatías familiar de su anfitriona, contestaba a continuación a las mismas preguntas, atribuyendo idéntico valor a la curiosidad ajena y a la propia. Luego cerraba los ojos y se quedaba dormida, se zambullía en el sueño como en el agua de una piscina, y Sara seguía despierta, pensando en su antigua intimidad con Andrés, un río interrumpido, detenido ante un dique imaginario que ella no sabía atravesar, ni por arriba, ni por abajo, ni por los lados. Aquel niño especial, que había sido la primera persona que llegó a importarle cuando estrenó su casa nueva, se estaba convirtiendo en un estanque, un depósito que se iba llenando poco a poco con todos los gritos, todas las lágrimas, todas las quejas y las palabras que aún no se había consentido a sí mismo dejar escapar. Andrés no había vivido todavía un auténtico duelo por el dolor de su madre. Al menos no en público. Sara no sabía adónde iba cuando desaparecía a media tarde, sin avisar ni dar detalle alguno sobre sus intenciones, voy a dar una vuelta, anunciaba en un tono neutral desde la puerta, y ni siquiera Tamara se atrevía a decir que iba con él. Las dos suponían que quería estar solo con su bici, aquella «mountain bike» ultraligera de aluminio plateado que había estrenado al principio del verano y que le importaba más que ninguna otra cosa en el mundo, y se quedaban con Alfonso, en casa, viendo la televisión o haciendo un bizcocho, métodos diferentes para esperar su regreso, hasta que Andrés volvía, tranquilo, sereno en apariencia, igual que antes, y predispuesto siempre a colaborar, a cooperar en lo que fuera, probar el bizcocho, poner la mesa, jugar al parchís, con una exquisita disponibilidad que no ocultaba su rigurosa indiferencia por todo, por ellos.

En aquellos momentos, Sara tenía ganas de zarandearle, de abofetearle, de clavarle las yemas de los dedos en las mejillas para obligarle a escupir ese veneno lento que anulaba la rabia, la vergüenza, la pesadumbre, a costa de convertirlo en un muñeco de cartón, articulado, plano y cortésmente previsible. Nunca hizo nada parecido, sin embargo. Se conformaba con intentar hablar con él, con hacerle preguntas y esperar a que las contestara, con conversar por fin, ella sola, ante la pared compacta de su rostro. Habría hecho cualquier cosa por despertarle, por conmoverle, por convencerle de que, pasara lo que pasara, en aquel o en cualquier otro momento del futuro, ella estaría allí y estaría de su parte. Y sin embargo, nunca llegó a alarmarse de verdad por él, porque es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, ella lo sabía, y el hijo de Maribel tendría que encontrar su propio camino, una manera de gritar, de llorar, de volver a sentir con los demás. Sara estaba segura de que antes o después lo lograría, pero a pesar de eso, la ausencia de Andrés, sus miradas directas y vacías, sus sonrisas trabajosas y huecas, la repentina mansedumbre de sus brazos y sus piernas olvidadas de las reglas de su propio movimiento, la devolvían a la angustia que había viajado a su lado en el coche de Juan Olmedo, mientras Maribel quizás iba a morir y ella, sus manos enguantadas, sus ojos acechantes, se sentía la única culpable de todo.

En el principio, había estado Andrés, el niño especial, tan desamparado, tan perdido siempre en sus ropas heredadas, aquel absurdo bañador de flores que le

quedaba inmenso y esa camiseta verde, corta, estrecha, que permitía a Sara contar sus costillas cuando le veía asomar por la puerta de la cocina, llevando siempre entre los dedos uno de esos diminutos juguetes que vienen dentro de los huevos de chocolate. Entonces, aún tenía que esforzarse para verle, porque su silueta padecía una dolencia de color, la enfermedad de los niños que viven en un mundo que sólo es blanco y negro. Así se explicaba ella su ternura, el instantáneo afecto que la ligó desde el primer momento a aquel niño ávido de imágenes, de nombres, de sonidos, de ciudades lejanas que eran mucho más que puntos en los mapas, de animales fantásticos y monstruos verdaderos, de emoción, de colores fuertes, de relieve. Mientras hablaba con él, y le contaba sus viajes, y le preguntaba por los vientos, ella había alimentado su curiosidad, la había transformado en fe, le había dado forma, consistencia de ambición, antes de sembrar en su madre una ambición distinta. Nunca creyó estar sucumbiendo a la debilidad de doña Sara al hacerlo. Tampoco había querido revestirse con la equívoca piel de los benefactores cuando decidió inculcar un poco de aritmética y de sentido común en los disparatados planes de su asistenta, y sin embargo, sobre todo al principio, cuando Maribel estaba tan débil que parecía tomar prestada su voz de la propia debilidad, y tenía ese aspecto desparramado y blando, borroso, de los enfermos graves que aún no pueden levantarse de la cama, algunas veces sentía la tentación de contarse a sí misma una historia muy dura, una elaboración aprensiva, parcial, de una realidad superior, mucho más compleja y tan fea como siempre, una versión que quizás no fuera cierta pero tenía la virtud de rellenar admirablemente bien todos los huecos. Sara Gómez Morales, desocupada y rica, anclada en la memoria de las pocas cosas que había poseído alguna vez y sin otra ambición de futuro que la de resignarse a envejecer, se había deslizado casi sin darse cuenta, con la insensible comodidad de las decisiones que se toman solas, en la vida de Maribel, y no había querido reconocerse a tiempo en la chica pobre y sin suerte, con cargas familiares y ninguna casa propia, a la que había empujado hacia delante como había hecho siempre consigo misma. Si se contaba la historia así, se la creía. Cuando el destino se cansa de ser terco, es sañudo, y a ella le sobraban motivos para desconfiar de los mecenas, de los filántropos, de las buenas personas. Había pagado un interés muy alto por el préstamo de bondad que una vez derramó bienestar sobre su infancia. Conocía bien el precio de la ventaja, el beneficio que respira en el reverso de cada premio, de cada sonrisa, de cada regalo, la desganada pereza que arrebata todo lo bueno con la misma seca arbitrariedad que lo ha sembrado antes. Pero el tiempo no sabe avanzar en línea recta. Es esclavo de sus propios engranajes, de la exigente perfección de su materia, los precisos y perversos mecanismos de repetición, de compensación, de desequilibrio, que ajustan prodigiosamente entre sí para desajustar la vida de quienes llevan un reloj en la muñeca. Sara pensaba en sí misma, en Maribel, en las cosas que son como son, y son porque sí, y no tienen remedio. Los trenes siempre alcanzan a la liebre, le pasan por encima con un golpe seco, silencioso, una eficacia que rompe sólo por dentro, y siguen su camino pitando en

cada estación, porque ése es su carácter, su naturaleza. La condición de los trenes. La condición de la liebre. E Isabelita Sevilla, con su suerte mediana, y un amor más desagradable que imposible, y una diadema de plástico del mismo color que el bolso, y media docena de zapatos en el armario, se estaría muriendo de risa en el punto más alto del horizonte.

Si Maribel hubiera muerto, Sara nunca habría podido perdonarse la conciencia de que su vida era demasiado pobre, demasiado injusta y lo suficientemente ingrata como para sustituirla sin pesar por la ilusión de otra nueva, diferente, que le habría deparado algunos aislados momentos de brillantez y la muerte. Pero Maribel estaba viva, y no había sobrevivido a las buenas intenciones de Sara, ni a las mejores intenciones de Juan, ni a la hipoteca de su casa nueva, sino a la navaja de su marido. El tiempo iba a seguir pasando, y algún día empezaría a correr a su favor, a desdibujar el dolor y el miedo, a sepultar las palabras con palabras, a arrancar las costras de las heridas secas, y cuando eso ocurriera, ellos, Sara y Maribel, Andrés y los Olmedo, seguirían tal vez juntos y en el mismo sitio, o tal vez no, pero incluso en la distancia, guardarían la memoria del compromiso que los había unido entre sí aquel verano. Sara estaba segura de eso. Recuperaba con frecuencia aquellas imágenes, escenas de una película que quizás nunca lograría identificar, un episodio de una serie de televisión tal vez, o fragmentos de historias distintas que su memoria había fundido sin darse cuenta en una sola, el extravagante argumento de ficción que se encarnó a su alrededor una mañana que parecía igual que las demás, hasta que un ruidoso taconeo que desobedecía todas las normas hospitalarias se detuvo en la puerta de la habitación de Maribel para dar paso a una visita que nadie esperaba. Era una chica muy joven, de veinticinco años a lo sumo. Llevaba la cara pintada, el pelo teñido de rojo, dos aros enormes en las orejas, un cuerpo de volúmenes considerables, y un uniforme que le quedaba muy estrecho. Ella misma llamaba involuntariamente la atención sobre la disparidad de los tamaños de la ropa y de su contenido, porque estiraba de las esquinas de la tela con las puntas de los dedos todo el tiempo, sin llegar nunca a borrar los pliegues que embolsaban su cintura, ni evitar que el borde de la falda se levantara por delante. Al contemplar los episodios de aquella guerra, tan esforzada como vana, Sara tuvo la impresión de que su talla la ponía de mal humor, un detalle que se la habría hecho simpática si ella no se hubiera apresurado a demostrar que, efectivamente, estaba de mal humor. Tenía un chicle en la boca y mucha prisa, porque miró el reloj justo después de entrar y, tirando sin piedad y con pocas esperanzas de una chaqueta que nunca firmaría la paz con sus caderas, se fue derecha a la cama de Maribel sin reparar siquiera en las otras personas que había en la habitación. —Buenos días. Me llamo Aguirre y soy trabajadora social de la policía. Sara, que ocupaba la butaca situada a los pies de Maribel, levantó la cabeza a tiempo para advertir el desconcierto de Alfonso, que estaba sentado en la cama vacía y se tapó enseguida la cara con las manos. Andrés también optó por esconder la suya. Sentado en la otra butaca, se dobló completamente sobre sí mismo para abrazarse las piernas mientras apoyaba la frente en los pantalones.

Tamara, de pie en un punto equidistante entre su amigo y su tío, parecía perdida, sin saber muy bien adónde ir, cómo dividirse. Entretanto, la mujer uniformada abrió una carpeta, desplegó un folleto y empezó a repasar su contenido en voz alta, señalando cada párrafo con un bolígrafo, como si Maribel no supiera leer. —Perdone –Sara se levantó, se acercó a la cama, decidió que no le iba a merecer la pena presentarse–, pero yo creo que sería mejor que los niños salieran. Aguirre giró sobre sus talones, la miró un momento, no le preguntó quién era, le dio la razón con la cabeza. —Sí, acabo de darme cuenta…

Acompáñelos fuera, ¿quiere? Y es mejor que usted espere fuera, también. Ni hablar, dijo Sara para sí misma, ni hablar. Cerró la puerta de todas formas cuando salió con los niños al pasillo, y les propuso que se fueran un rato a la cafetería, os invito a tomar un batido, o una coca–cola con patatas fritas, lo que queráis, les dijo, aquí os vais a aburrir… Tamara y Alfonso aceptaron sin rechistar, pero Andrés se negó. No volvería a emitir una opinión propia y discordante en mucho tiempo, y sin embargo, Sara aún no lo sabía, y no se alegró de escucharla. —No y no –y como si la doble negativa no hubiera sido bastante, movió varias veces la cabeza antes de continuar–. No tengo hambre, ni sed, ni ganas de hablar. Id vosotros si queréis. Yo me quedo aquí.

Entonces, si aquél hubiera sido cualquier otro día, Tamara tendría que haber dado un pisotón en el suelo para exclamar en un tono intermedio entre la queja y el reproche, ¡jo, Andrés, cómo eres, siempre lo estropeas todo!, y Alfonso se habría lanzado a repetir como un loro sus últimas palabras, ¡lo estropeas todo, todo!, pero aquella mañana ninguno abrió la boca mientras los tres se sentaban en el banco a la vez. Sara se sorprendió de aquella inexplicable unanimidad, pero no encontró aún en ellos nada nuevo, ni distinto. Aguirre le recordaba en cambio a la matrona que la atendió muchos años antes, en otro hospital, cuando su embarazo resultó ser ectópico y sus planes saltaron por los aires. Ella también estaba de mal humor, harta, cansada, con ganas de acabar, de irse a su casa. Pero es que yo me encuentro muy mal, estoy fatal…, la había interpelado al fin, cuando se cansó de soportar tantas miradas agrias, tanta impaciencia, ¿es que no lo comprende? La matrona la miró desde muy arriba, instalada en la ventaja de su cuerpo erguido y carente de dolor. Pues anda, que si le contara cómo estoy yo, le había respondido luego, y en aquel instante, Sara la odió como no había odiado a nadie jamás. Luego, acostada en su cama, entumecida y sola, con el resto de su vida por delante, se asombró de la violencia de su reacción, la saña con la que le había deseado tantas veces la muerte sin despegar los labios.

Ojalá te mueras, se había repetido a sí misma, como una letanía, una salmodia, un recurso para salir del túnel en el que se habla convertido aquella camilla dura e iluminada por la rabia de los focos, ojalá te mueras, ojalá te mueras. La matrona simplemente tenía prisa, ganas de acabar, de irse a su casa, donde la esperarían quizás problemas tan graves, tan acuciantes como el suyo, pero Sara había deseado su muerte, y no iba a dejar sola a Maribel en el trance de desear la de aquella mujer uniformada. Cuando volvió a entrar en la habitación, cerrando

de nuevo la puerta a sus espaldas, ella no se volvió a mirarla. Había dejado de enumerar los recursos que el Estado ponía a la disposición de las víctimas de la violencia familiar y se dirigía a la convaleciente en un tono distinto, aún menos persuasivo y más directo.

—No hay nada que pensar, nada que dudar, en serio, hágame caso –miró el reloj, abrió un bloc de impresos, hizo un par de signos con un bolígrafo, siguió hablando–. Si usted no denuncia la agresión, no solamente se expone a que se repita, sino que se convierte en cómplice de su agresor.

—Ya lo sé, eso lo sé, pero es que… –Maribel la miraba, movía la cabeza, dirigía la vista hacia la ventana, volvía a mirarla–. Ahora no quiero pensar en eso, todavía no. Tengo que hacerlo bien, hablar antes con mi hijo, es su padre… —No, en este momento, no es su padre.

—¡Claro que lo es! –Maribel se incorporó sobre la cama y la miró con los ojos dilatados por el asombro–. Siempre lo será, es su padre, qué le voy a hacer… —No –ella no se dejó impresionar, y siguió adelante, encadenando palabras con más cansancio que indiferencia en un discurso que debía de haber repetido muchas veces–, ahora es su agresor, sobre todo eso, nada más que eso, ¿lo entiende? Eso es lo único que cuenta. Y ha huido, ya se lo he dicho. No se encuentra en su domicilio. Todo esto es demasiado grave, tengo la impresión de que no acaba de darse cuenta…

Tenía razón, toda la razón del mundo, y sin embargo, al escucharla en el apremiante desdén de su voz, cualquiera sentiría la tentación de escoger las razones del enemigo.

Eso pensó Sara mientras la escuchaba, advirtiendo los primeros indicios de desaliento en Maribel, que después de haber sido tan fuerte en lo peor, estaba ahora resquebrajándose por momentos, a punto de desmoronarse ante la impaciencia de una mujer sin compasión. Sara no estaba segura de que aquella dureza formara siempre parte del carácter de Aguirre, de que siguiera estando presente en su manera de relacionarse con los demás cuando se liberara de la faja cruel de su uniforme, pero si no era así, su mirada, su acento, sus gestos, resultarían aún más intolerables.

Aquella mujer no sabía medir, no había aprendido a mezclar en las proporciones adecuadas los ingredientes esenciales del papel que pretendía representar, y así, su autoridad sugería solamente hostilidad, su inexperiencia se disfrazaba de superioridad, y su conciencia de lo que era justo y de lo que no lo era desembocaba en un incomprensible desprecio que colocaba a la víctima en el sorprendente lugar de la acusada. En ese momento, Juan Olmedo entró en la habitación, se acercó a Sara y cruzó con ella una mirada de extrañeza. Maribel había tenido mala suerte, muy mala suerte, otra vez. Andrés era tan pequeño todavía, y estaba tan perdido, tan confundido, tan decidido a no llorar jamás, que Sara no podía dejar de contemplar su imagen repentinamente oscura, delgada, esquiva, mientras escuchaba la voz de su madre.

—Tiene usted razón, tiene toda la razón, y yo lo sé, pero me gustaría pensar en cómo lo voy a hacer, hablar con mi hijo, a lo mejor para usted no es importante,

pero…

—¡Ha estado a punto de matarla! –Aguirre elevó la voz, para demostrar que

todavía le quedaba una poca paciencia que perder–.

Hace dos días que ha intentado matarla, ¿y me viene usted con ésas? ¿Cómo

quiere que la comprenda? Lo de su hijo no tiene remedio, tendrá que afrontar lo

que ha pasado antes o después… De verdad, no las entiendo. Ni a usted ni a las

demás, no lo puedo entender.

—Pero si sólo le estoy pidiendo tiempo, sólo eso, si no pienso perdonarle, no voy

a perdonarle, se lo juro, yo…

—A veces pienso que se tienen bien empleado lo que les pasa.

Aquello era demasiado. Sara se preguntó si sus oídos funcionaban correctamente,

y de la expresión de escándalo que contraía el rostro de Juan cuando le miró,

dedujo que sí, pero no logró decidir si le parecía más grave que aquella mujer

hubiera expresado su pensamiento en voz alta o que recurriera a un argumento

tan bárbaro para estimular la respuesta de las víctimas. Si se trataba de una

argucia policial, desde luego dio resultado, porque mientras ella se dedicaba a

escribir en un papel, sin mirarla, Maribel empezó a llorar, y hasta le tiró de la

manga para reclamar su atención.

—¿Pero por qué no me escucha?

–no hubo respuesta–. ¿Por qué no quiere escucharme?

—Mire –y volvió a fijar los ojos en ella–, no tengo todo el día…

Aquello era más que demasiado.

Sara ya no se molestó en interrogar de nuevo a sus oídos mientras forzaba su

imaginación en la búsqueda de cualquier recurso que le permitiera intervenir,

interrumpir a tiempo aquella conversación, impedir que llegara más lejos. Le

habría gustado decirle a Aguirre algunas cosas, preguntarle si siempre había

distinguido con nitidez los contornos de todos los objetos, si nunca había sentido

en la nuca el aliento de una locomotora, si procesaba siempre sin dudar las