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tan deprisa que, cuando Sara quiso darse cuenta, ya había cogido a Aguirre por
los hombros, la había empujado hasta dejarla apoyada en una pared, y había
renunciado a las metáforas en beneficio de un lenguaje que ella seguramente
entendía mucho mejor.
—¡Me importa tres cojones lo que tenga que hacer usted hoy, mañana y el resto
de su vida! ¿Me oye? –las venas se tensaban en su cuello con cada chillido pero,
mucho más consciente que ella de su autoridad, en ningún momento dio la
impresión de estar a punto de perder el control–. ¡No la amenace!
¡No vuelva a hablarle así! ¡Nunca más! No vuelva a hablarle así nunca más, no
vuelva a amenazarla, ¿me oye? –tras la repetición consintió en tranquilizarse,
pero mantuvo sujeta contra la pared a aquella mujer que no sabía quién era, que
ni siquiera le había visto entrar, incluso cuando su voz descendió hasta recuperar
un volumen casi normal–. Esto es un hospital, no sé si se acuerda. Y en esta
habitación, la prioridad absoluta, absoluta, ¿entiende?, la única prioridad es el
restablecimiento de la paciente. Esta mujer ha sufrido demasiado como para que
encima venga usted a hacerla llorar. No pienso tolerar esta clase de alteraciones. Desde este momento, usted no está autorizada a permanecer aquí. Márchese. Ahora mismo.
Entonces Sara sonrió por dentro, sin curvar sus labios en un gesto que habría podido parecer indecoroso, y esa sonrisa extraña, incompleta, interior, armada incluso con matices amargos, descontentos, como el conocimiento del que había brotado, encontró un camino para echar a volar, para quedarse flotando en el aire denso e indeciso que había sucedido a la tormenta. No se trataba sólo del júbilo del espectador que contempla un desenlace que coincide con el que exigen sus deseos, el final que ha adjudicado previamente a cada personaje. A Juan Olmedo tampoco le gustaban los policías, pero eso era lo de menos. Había algo más, una misteriosa sensación de unidad que Sara no era aún capaz de definir, la intuición de que estaba compartiendo algo más que su vida, los pequeños episodios de todos los días, con la mujer herida que ahora cerraba los ojos como si estuviera arrepentida de haber provocado aquella crisis, y con ese hombre de rostro serio, magnífico aún en los restos de su cólera, que vigilaba en silencio los movimientos de la intrusa que se agachaba para recoger los papeles desparramados por el suelo. Sara no podía entender qué le sucedía, no lograba explicarse la naturaleza de aquel descubrimiento misterioso y tardío que pintaba con las luces y las sombras de lo real algo que ya lo era, que había empezado a ser su propia realidad mucho tiempo atrás, prescindiendo incluso de la conformidad de su conciencia. Ella nunca se hubiera dado cuenta sola, y no lo logró del todo hasta que el cuchicheo que llevaba un rato escuchando detrás de la puerta se resolvió en una rendija débil, temerosa, suficiente en cambio para mostrarle los ojos de Tamara, desconcertados, enormes, y a su lado los de Andrés, abiertos también, y sin embargo cerrados como los puños de un condenado a esperar eternamente una nueva versión de lo peor. Entonces, ellos hablaron sin mover los labios, le dijeron sin hablar que ella ya conocía sus ojos, que podía reconocer su mirada de niños limpios, vestidos con ropa nueva, bien alimentados y bronceados por los rayos del único sol que conocían, en la mirada idéntica, anterior, de otros niños más sucios, desnutridos y harapientos, pero igual de solos, igual de asustados. —¿Qué ha pasado? –Tamara hablaba con un hilo de voz, exagerando la pronunciación de cada sílaba, como si pretendiera que nadie excepto Sara la escuchara. —Nada.
Ella sonrió, abrió del todo la puerta desde dentro pero no les dejó entrar, salió al pasillo con ellos, y recuperó por fin aquellas imágenes, escenas de una película que quizás nunca lograría identificar, un episodio de una serie de televisión tal vez, o fragmentos de historias distintas que su memoria había fundido en una sola, un extravagante argumento de ficción en todo caso, las aventuras de un grupo de seres humanos perdidos en el espacio, abandonados por un error o una avería en un planeta extraño, una atmósfera respirable pero hostil. Así se había sentido ella, como seguramente se sentía siempre Alfonso, como se estaban sintiendo ahora mismo los niños, y antes Maribel, y luego Juan, ante la irrupción
de una extraña que se apellidaba Aguirre y cuyo nombre de pila no llegarían a conocer jamás, pero que por el simple hecho de existir, y de ser como era, había despertado en todos ellos una fulminante y absoluta necesidad de expulsarla. Ella había sido la clave del delirio templado, razonable, sujeto a reglas exactas, que permitió que Sara Gómez Morales, nunca nada del todo y ninguna casa a la que volver, comprendiera que ahora pertenecía a todos ellos, a Juan y a Maribel, a Alfonso, a los niños, y que todos ellos le pertenecían a su vez, porque algo más decisivo que el cariño, más decisivo que el miedo, y más que el placer o la necesidad de convivir, los había unido en aquel momento, en aquel lugar, para hacerlos fuertes mientras estuvieran juntos.
—No ha pasado nada, no os asustéis –se sentó en el banco y le dio la mano a Alfonso, que estaba lloriqueando solo, muy bajito, como siempre que escuchaba gritos–. Maribel está muy cansada, agotada, es lógico, ¿no? No tiene ganas de hablar, y nadie tiene por qué obligarla. Ella tiene que descansar, estar tranquila, y esa policía no paraba de hacerle preguntas, la estaba mareando, que si esto, que si lo otro… –Andrés y Tamara se sentaron por fin, como si aceptaran la explicación aunque no se la estuvieran creyendo del todo–. Por eso se ha enfadado Juan. Pero ya se le ha pasado, ya sabéis cómo es…
Entonces, la puerta de la habitación se abrió para liberarla de la obligación de los argumentos tramposos.
—Lo siento mucho –la mujer policía se dirigía a Juan, que la había escoltado hasta la puerta, pero el sonido de su voz llegó perfectamente hasta el banco–. Es posible que me haya pasado, que tenga usted razón. En este trabajo la compasión estorba, eso es lo que dice mi jefe siempre, y… En fin, no he tenido un buen día.
—Yo también lo siento –tras la explosión, Juan parecía tan apesadumbrado como ella–. No debería haberle hablado así. Pero todo esto ha sido bastante duro, la verdad, estamos todos muy cansados.
Aquel recíproco intercambio de disculpas parecía un final, pero resultó un principio. No sólo para Maribel, que a la mañana siguiente les pidió que la dejaran un rato a solas con Andrés, y después de una entrevista que no abrió fisura alguna en el impasible hermetismo de su hijo, denunció a su marido por la tarde ante una pareja de policías a los que Juan describió como mucho más comprensivos, y en consecuencia más eficaces, que la apresurada Aguirre, sino también para Sara.
Cuando Andrés Niño González, alias el Panrico, fue detenido en un pueblo de la provincia de Sevilla a mediados de octubre, después de permanecer más de un mes en las listas de busca y captura, ella ya era capaz de formular con más exactitud sus sensaciones. No podía olvidar que nada excepto el azar los había unido, pero tampoco que antes parecía haberlos seleccionado para tripular aquella nave terráquea y vulgar, dos casas enfrentadas al borde del mar, muy lejos del pasado. Todos ellos compartían una condición común. Todos eran supervivientes, habían sobrevivido a una herida mortal, al filo de una navaja, a una muerte, a una
pérdida, a una amenaza, a la implacable desventura de su propio nacimiento. Todos tenían un secreto, y cada secreto privado alimentaba el caudal del secreto común, el origen de esa fuerza que los unía, que extraían por igual de su unidad, y a la que ninguno podría renunciar sin perderse para siempre, solo y aterrorizado en campo enemigo.
Sara volvió a dormir, pero cada mañana, al salir al jardín miraba al cielo. Lo encontraba con frecuencia limpio, apacible, en paz con los vientos, otras veces nublado, o neblinoso, pero siempre conocido, familiar. Nunca halló nada inquietante, nada extraño en aquella tela azul, manchada de blanco o conmovedoramente intensa, y alumbrada por un único sol, el sol de siempre. Mientras tanto, los niños volvieron a sus casas, al colegio, Alfonso a su centro, Maribel al trabajo, el mundo al otoño, y ella a la rutina ociosa de unos días iguales en los que nunca volvió a sentirse sola. Y sin embargo, todos los días, al levantarse, miraba al cielo, averiguaba la dirección del viento, su carácter, lo llamaba por su nombre y no sabía por qué, pero esperaba.
El ascensor, tan nuevo como todo lo demás en aquella casa supuestamente
rehabilitada que sólo conservaba su fachada original, tenía un espejo. Mientras
subía al tercero, donde había quedado con la vendedora, Sara se miró en él y no
vio una, sino dos caras parecidas.
Tenía cuarenta y dos años, el pelo corto, y sin embargo dieciséis, una melena
larga, castaña, las puntas casi rubias, doradas por el sol de muchas tardes, etapas
de un paseo interminable por Madrid. Entonces y ahora se acababa el verano.
Entonces y ahora, Sara Gómez Morales era ella y era distinta, y las dos veces
otra, una impostora idéntica a sí misma.
—A mí los pisos altos me parecen mucho mejores, desde luego…
–la vendedora levantó las persianas y la luz inundó el salón, amplio, alargado, con
molduras de escayola en el techo y un flamante suelo de madera–, aunque eso va
en los gustos de cada uno, claro…
Era más pequeño que el piso que acababa de vender, pero mucho más caro. La
calle Hermosilla, incluso en aquel tramo que era ya más Ventas que Salamanca,
estaba en la otra mitad del mundo, en el lado opuesto a aquel del que su antiguo
barrio formaba parte, en una esquina de una realidad distinta, la que sería ahora
su propia realidad.
—Y éste es el dormitorio principal, con sus armarios, ¿ve?, y el cuarto de baño
dentro, aquí. Si lo quiere para alquilarlo, no le va a costar trabajo encontrar
inquilinos, creo yo. Es ideal para una pareja joven, con un niño.
—¿El de arriba es igual?