38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 139

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—Sí, exactamente igual.

¿Quiere verlo?

—Pues… –miró el reloj, no quería volver demasiado tarde a casa pero era pronto

todavía–, si no le importa.

Cuando paró el taxi ya había decidido comprar los dos, para aclarar de golpe

hasta la última peseta de su botín. Quizás por eso, sobre el cristal de la ventanilla, entre las calles y las avenidas, y esperando en todos los semáforos, volvió a verla, a mitad de camino entre un recuerdo y un personaje, aquella chica que llevaba su nombre y el pelo más largo, el cuerpo más ligero, el corazón pesado, a cambio, y veintiséis años menos en las piernas mientras bajaba a toda prisa las escaleras de un edificio en el que jamás habría creído que pudiera volver a vivir algún día. Sara sabía por qué corría, que sólo se sentiría a salvo al pisar la calle, al llenarse los pulmones con la brisa caliente que apenas hacía bailar las hojas de los árboles, que se sentía perdida, enferma, herida de derrota, de vergüenza, de asco, pero con fuerzas suficientes para correr todavía como una liebre, para intentar torear a cualquier tren sin más recursos que la agilidad casi infantil de su cintura. Aún podía sentir la huella de su dolor en el costado, escuchar la pobre frase donde buscaba más ánimos que consuelo, ya me acostumbraré. Eso había sido lo único que acertó a decirse entonces, y ahora, cuando sabía bien hasta qué punto había sido verdad, lo recordaba, ya me acostumbraré. Aquella imagen la hacía sonreír, y le llenaba a la vez los ojos de lágrimas. Era tan joven entonces, era tan buena y tan ingenua, era tan crédula, tan torpe, tan intransigente. Aún podía sentir la huella de aquel dolor en el costado, entrar en el metro con la boca reventando de un sabor más amargo, más salado que las lágrimas, recuperar su fe, sus tontos cálculos, los halagos de esa esperanza traidora que escondía la verdad, y los colmillos, mientras la empujaba a seguir adelante, siempre adelante. Ella no sabía avanzar en otra dirección, no conocía ningún otro camino, y estaba dispuesta a todo, al secretariado bilingüe, a la Academia Arce, a la Universidad a Distancia, a pagar cualquier precio por un futuro que nunca llegaría a recompensar la calidad de su esfuerzo. Sara lo sabía y por eso, aquella tarde, mientras volvía en un taxi a la calle Velázquez, enfundándose sin vergüenza, sin pudor, sin la menor tentación de culpa o de arrepentimiento, en la mansa y blanca piel de los corderos, habría dado cualquier cosa por encontrarse con ella, aquella chica valiente e indefensa, por abrazarla, y besarla, por sacudirla, y mirarla a los ojos, y decirle de frente, mírame, ahora eres como yo, algún día serás lo que yo soy, no lo olvides, cuando las calles se encojan y el cielo se desplome sobre tu cabeza, y todos tus días amanezcan nublados y todos tus amores caducados, cuando tu hijo no quiera nacer y tus padres se mueran, y te sientes a llorar en la cocina sin saber por qué, piensa en mí y espérame, porque yo he aprendido a correr más deprisa que los trenes, porque he encontrado un camino para llevarte de vuelta a casa, porque la venganza tiene tu rostro, la mirada aturdida y confusa de tus dieciséis años, el hambre que tus labios jamás saciarán en otros labios prestados, la humilde altivez que no logrará nunca elevar tu barbilla sobre el paisaje de una pobreza que aún desconoces, un balcón pequeño y repleto de macetas, cintas y geranios, plantas del dinero y amores de hombre que no comprarás en ninguna tienda, mírame, porque yo soy tú, porque tú serás lo que yo soy, cuando te quedes sola, piensa en mí, y espérame.

—¿Qué tal? –su madrina estaba en el salón, viendo una película, pero pulsó el botón de pausa cuando la vio aparecer, y le ofreció la cara para que la besara–.

¿Has encontrado algo?

—No, qué va –Sara improvisó una expresión de fastidio, se dejó caer sobre el

sofá, cruzó las piernas–. Bueno, he visto algunos trajes que me gustaban, pero no

eran como para ir de boda. Es que es difícil, ¿sabes?, una boda a finales de

octubre… Si me compro un traje de chaqueta, igual me hielo, si me compro un

vestido, igual no hace día como para ir con abrigo, total, que no me decido.

—Te lo dije –su madrina asintió con la cabeza, satisfecha de haber tenido razón, y

volvió a poner en marcha la película–. Estas fechas son fatales para comprarse

ropa.

Sara no fijó la fecha de la boda que se había inventado hasta que le comunicaron

el día en el que firmaría las escrituras. Como le dieron cita por la mañana,

especificó que la ceremonia era civil, y hasta se compró un auténtico traje nuevo

para la ocasión. Era muy elegante, una chaqueta blanca con vivos negros y una

falda negra de encaje, demasiado como para ir al notario y luego a la sucursal de

un banco desconocido, donde abrió una cuenta nueva para recibir en ella el

importe de los futuros alquileres, pero nadie se atrevió a comentar nada. El

representante de la promotora tampoco hizo comentarios al contar doce millones

de pesetas en billetes de banco. Después, como todavía eran las dos de la tarde,

se fue a comer sola a un restaurante al que había ido muchas veces con Vicente,

y que creyó elegir sólo porque estaba cerca, y porque allí no llamaría la atención

una mujer de su edad, sola y tan bien vestida. Muchos de los camareros habían

cambiado, pero el ma3tre la reconoció y la encargada del guardarropa hasta se

levantó para saludarla.

—¿Cómo está, señora? ¡Qué alegría! La de años que hace que no viene por aquí,

nos tiene muy olvidados… Al que sí vemos es a su marido, pero muy de vez en

cuando, no crea. Por él sabía yo que está usted bien, pero la encuentro mucho

mejor que bien. Está guapísima, y tan elegante como siempre.

—Gracias, muchas gracias –Sara sonrió, marcó una pausa para ganar tiempo, y

hasta se dijo a sí misma, cállate, tonta, pero no pudo evitar seguir hablando–.

Había quedado con él aquí, precisamente, pero acabo de llamarle y me ha dicho

que no cree que pueda venir.

Está tan liado…

—Ya, ya le vemos de vez en cuando en los periódicos.

No el día de su boda, pensó Sara, y sin embargo estaba de tan buen humor que

volvió a darle dos besos antes de ocupar su mesa, y dejó mil pesetas sobre la

bandeja al salir, aunque no llevaba abrigo.

Seguramente aquella mujer había hablado por hablar, pero la posibilidad de que

Vicente le hubiera comentado alguna vez, siquiera una sola vez, que Sara estaba

bien, que ya la traería a cenar algún día de éstos, le produjo una emoción tan

intensa, tan súbita, tan inexplicable, que estuvo más de una semana fantaseando

con llamarle por teléfono.

Acabaría haciéndolo muchos meses después y por razones muy distintas, cuando

las etapas de su repentina riqueza hubieran ya empezado a sucederse a un ritmo