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las consecuencias de cualquier previsible desorden sentimental. Y sin embargo, ella no empujó a su madrina por aquella cuesta. Ni siquiera llegó a pensar que el episodio de aquel dinero que fue a por ella, que se acomodó entre sus manos como un gato apresurado y mimoso para que una muchacha de dieciséis años bajara unas escaleras a toda prisa mirándola a los ojos, pudiera repetirse. Cuando volvió a casa de doña Sara, aquella mañana, y encontró la mesa puesta con un solo cubierto, lo único que sabía era que no se iba a arrepentir, pero aún no había decidido ninguna cosa más.
Su madrina estaba ya en la playa. Hacía algo más de una semana que se había cansado de esperar a los compradores. Parecía tan impaciente, tan desesperada, tan necesitada de aquel viaje, que la propia Sara la había animado a cambiar de planes. Antes había intentado convencerla de que hiciera el viaje en coche, como todos los años, y ella había vuelto a negarse en redondo, también como cada verano. A doña Sara le gustaban los trenes. Por eso, sustituyendo a regañadientes a su ahijada por una muchacha, se había marchado en el Talgo, un día después de que el chófer, cargado con las maletas, hiciera por carretera el mismo viaje para llegar con tiempo de sobra a recogerla en la estación de Málaga, llevarla hasta Marbella, y ayudarla a instalarse. Otros años se había vuelto al día siguiente, solo, desocupado y en otro tren, pero doña Sara no quería despedirlo hasta que llegara Sarita, porque ni la muchacha que la acompañaba sabía conducir, ni ella moverse en taxi. Era un plan descabellado, un procedimiento absurdo que se repetía a la inversa en septiembre, punto por punto, pero su madrina se había convertido en una anciana caprichosa que no consentía que ningún contratiempo malograse sus deseos, y que jamás escatimaba su dinero, ni el esfuerzo de los demás, en hacerse la vida agradable a sí misma. Total, para cuatro días que voy a vivir, solía decir cuando su ahijada pretendía llevarle la contraria por su bien. Aquella tarde la contrarió sin embargo para favorecerse a sí misma. A la hora a la que habría tenido que estar saliendo de casa para llegar con tiempo a la estación, Sara la llamó por teléfono, se inventó ciertos errores en la inscripción registral de la casa que acababa de vender, le aseguró que no quedaba más remedio que corregirlos, y le prometió que esa gestión sólo retrasaría su viaje veinticuatro horas justas.
Fue fiel a su palabra, pero sólo después de cumplir promesas más urgentes. Aunque hacía mucho calor, no quiso dormir la siesta, y después de comer, se encerró en la única habitación de la casa que no había pisado desde que había vuelto a vivir allí, casi cuatro años antes. Alguna vez, al pasar por el pasillo, se la había encontrado con la puerta abierta y por eso sabía que los muebles seguían estando en su sitio, pero no esperaba encontrarlos tan deslucidos, tan antiguos, el lacado que antes era blanco ahora amarillo y sucio, como aburrido de ver pasar el tiempo.
Tuvo que encoger las piernas para tumbarse en la cama, pero su memoria encontró enseguida una postura cómoda. Tuvo que cerrar los ojos para ver, y la luz atravesó sus párpados. Su madrina se sentaba en una sillita ridícula para contarle un cuento cada noche, y nunca escogía sus favoritos, esas historias de
príncipes y princesas que huían de sus madrastras para besarse por fin al borde de las camas de otros niños. Junto a la suya solía haber dos labradores, pobres, viejos, hambrientos, conspirando en la cocina como miserables, madrugando al día siguiente para abandonar a sus hijos en el bosque. A ella no le gustaban esos cuentos, pero su madrina no le hacía caso, espera y verás, le decía, ya verás al final qué bien termina. El final era una gallina que ponía huevos de oro, un caldero lleno de diamantes y monedas, un tesoro escondido en una casa de chocolate, el camino de vuelta a casa. Espera y verás.
A ella no le gustaban esos cuentos, pero su vida entera había sucedido en ellos. Nunca sería una princesa, nunca un príncipe encantador la había besado en los labios para rescatarla de un sueño que ella siempre habría preferido a su vida. Y sin embargo ahora, y de repente, Juanito, el que cambió una vaca por tres habichuelas, se llamaba igual que ella, y en el mismo nombre cabía Pulgarcito, que sabía crecer a la sombra de los ogros, y hasta Gretel, tan cursi, tan rubia, tan repelente como su hermano, en el trance de engañar a la bruja y hacer fortuna. Espera y verás, decía su madrina, y el destino le había obligado a seguir su consejo, espera y verás. Había esperado, lo estaba viendo, aquél era el final, y era bonito. Por una vez, Sara estaba de acuerdo.
Cuando salió a la calle, a media tarde, su cuerpo la engañó. Parecía más ágil, más flexible, mucho más joven. Y sin embargo, llevaba consigo a todas las mujeres que había sido alguna vez, antes de entonces, y el peso de una lealtad que nada podría romper. Se debía a todas ellas más que a nadie. Nunca reconocería un compromiso distinto.
El chico que la atendió en la agencia inmobiliaria más cercana a su antigua dirección, hablaba de dinero con naturalidad, sin titubear ni lamentar cada dos frases que aquel tema esencial fuera tan desagradable. No creía que Sara fuera a tener muchos problemas para encontrar un comprador, él mismo tenía los teléfonos de algunas personas que andaban buscando piso en aquella zona, y tampoco que los interesados tuvieran dinero negro para invertir en una casa como aquélla. Aquí todo el mundo vive de su sueldo, ¿sabe?, le dijo al final, y Sara asintió con la cabeza, sí, claro que lo sabía. Al despedirse, le dijo que iba a pasar el verano en un lugar sin teléfono, y quedó en llamarle todas las semanas. La tercera vez que habló con él, su casa estaba vendida.
No había ido más allá de lo evidente, no había hecho ningún plan aparte de calcular la zona de Madrid, la superficie y las características del piso grande, o los apartamentos pequeños, que le servirían para vaciar los dos bolsos que se habían quedado veraneando en el fondo del maletero de su armario. Por el momento, eso sería todo. Estaba satisfecha, su vida seguía siendo cómoda, agradable, su trabajo igual de bien pagado, ganaba mucho más de lo que gastaba, dormía nueve horas al día como mínimo, y no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Pero la venta de la casa de Cercedilla no había representado un negocio estupendo sólo para ella. Aunque su madrina no quiso dedicar ni un solo segundo de sus vacaciones a comentar el tema, doña Loreto, a la que le gustaba presumir de que era un lince y dedicarse a resolver las vidas de los demás, lo planteó
directamente en la primera merienda de septiembre, como si quisiera obligarla a
reaccionar de una vez, animarla a celebrarlo.
—Cuánto me alegro por ti, hija, qué bien, qué suerte has tenido… –proclamó
antes incluso de probar el café, y entonces se volvió hacia Sara, y ella se dio
cuenta de que traía aquella pregunta preparada–. ¿Cuánto dinero limpio os ha
quedado?
—Pues… –frunció el ceño, abrió la boca, fingió calcular, supuso que doña Loreto
no era ninguna experta en legislación fiscal–.
Descontando los gastos, la plusvalía, los impuestos y todo eso, casi ochenta
millones.
—¡Fíjate! –doña Loreto miró a su amiga con una sonrisa de oreja a oreja, se
palmeó los muslos y confirmó que no tenía ni idea de legislación fiscal–. Setenta y
muchos millones más en el banco y un problema menos en Cercedilla.
¡Qué envidia me das, Sara! Anda, que si yo tuviera fincas y tierras como tú, en
vez de la mitad de una empresa en la que meten mano todos mis yernos… ¡a
buenas horas iba yo a aguantar administradores! Yo que tú lo vendía todo, mira lo
que te digo, pero todo, todo. El dinero en el banco, bien invertido, sin
preocupaciones, sin quebraderos de cabeza. Qué gusto. Y tú, encima, que no
tienes hijos. ¿Para quién vas a ahorrar? ¡Anda ya!
Total, para cuatro días que vamos a vivir…
—Sí, eso es verdad… –su amiga le daba la razón con la cabeza mientras Sara
sentía que la sangre se precipitaba dentro de sus venas y unas ganas enormes de
rezar–. Que nos quedan cuatro días, quiero decir…
Doña Sara sentía por las fincas rústicas una aversión semejante a la que le
inspiraban los maridos infieles, y por la misma razón.
Doña Loreto lo sabía de sobra, y su ahijada también, porque se lo había oído decir
muchas veces, a mí no me gusta el campo, una proposición radical, inflexible al
principio, cuando los oídos que la escuchaban eran los de una niña, que se reveló
muchos años después como el producto de una mala experiencia.
Cuando todavía era él, y era tan fuerte, en los primeros años de la posguerra pero
también alguna vez antes de la guerra, don Antonio Ochoa, recién casado, tenía
la costumbre de marcharse de casa sin avisar. Al principio estaba fuera una sola
noche y volvía con flores, con bombones y con alguna historia divertida, lo
suficientemente increíble como para resultar verosímil y echar de paso la culpa de
todo a alguno de sus amigos. Luego sus ausencias se fueron haciendo más largas,
dos o tres días casi siempre, una semana incluso de vez en cuando, y ninguna
explicación a la vuelta. No hacía falta. Su mujer nunca sabía con quién, pero sí
dónde estaba. Don Antonio sólo dejó de ponerle los cuernos cuando su cuerpo
escogió por él no la fidelidad, sino la impotencia, pero ni siquiera la enfermedad
logró arrebatarle su orgullo de terrateniente. A él sí le gustaba el campo, y más