38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 141

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que ninguna otra cosa.

En la casa de la calle Velázquez, perdidas entre los cajones, nunca en un marco,

había fotos de un hombre apuesto, el cuerpo que Sara sólo había conocido

postrado, doblado sobre, sí mismo, bien erguido sobre unas recias botas de

cazador, la camisa abierta, un sombrero en la cabeza y la sonrisa de la felicidad en lo alto de una peña, en un llano inmenso plantado de cereal, al borde de un viñedo o ante un rebaño de ovejas, un perro pastor pegado a sus pantalones. Por eso tardaba tanto en volver cuando se marchaba. Le gustaba llevarse a sus conquistas a Toledo, a esa finca que era suya, y cuidaba y mejoraba y mimaba más que a sí mismo, pero también se ocupaba de las demás, de las tierras de Salamanca, que su mujer había heredado de su madre, y de las fincas de Ciudad Real, que habían formado parte de la fortuna de los Villamarín y que eran las más valiosas. Por eso a doña Sara no le gustaba el campo.

—Es que, a mí, lo que me gusta es estar contigo –le dijo aquella noche, durante la cena–, y estoy pensando que igual Loreto tiene razón porque, aunque tú lo sigas llevando todo, pues…, cuantas menos cosas tengas que hacer, más tiempo tendrás para estar conmigo, ¿no? Y es verdad que yo no tengo hijos, nadie que se vaya a ocupar de mis propiedades cuando yo me muera. ¿Qué van a hacer mis sobrinos con las fincas? Pues venderlas, claro está. Y si te dejo a ti las dehesas, ¿qué harás? Pues venderlas también, como es lógico. Y además, a mí todas esas tierras me dan igual, hace siglos que no voy ni siquiera a la finca de Toledo, que es la que está más cerca. Ya sabes que a mí no me gusta el campo. Yo creo que tiene razón Loreto, fíjate.

De primero había acelgas, una verdura que tampoco le gustaba a ninguna de las dos, pero que se seguía llevando a la mesa una vez a la semana porque sí, porque en aquella casa siempre se habían comido, y porque eran muy buenas y tenían mucha fibra. Mientras escuchaba a su madrina, Sara tragó un bocado con dificultad y se preguntó a sí misma por qué no estaba nerviosa. Debería estarlo, y sin embargo, se sentía más que tranquila, despierta, ágil, y casi podía oír un barullo de tornillos y palancas ajustándose entre sí, el zumbido de la máquina que se ponía en marcha dentro de su cabeza, por encima del débil eco de la voz de la anciana.

—No sé, mami –contestó después de un rato, cuando ya había decidido qué papel, entre todos los que podía representar, resultaría más conveniente–. Venderlo todo así, de golpe… Da miedo, ¿no? ¿Por qué no te lo piensas un poco? El suelo es un valor seguro, nunca quiebra, nunca se hunde. —No, lo que se hunden son los techos de las casas, y algunos años graniza en abril, y otros hace calor en enero.

Sara sonrió. Su madrina, que tenía tan mala memoria, había acertado a enumerar tres catástrofes que se habían producido en los dos últimos años. Ella, sin embargo, no podía darle la razón tan fácilmente. Fiel al papel que había escogido y tan conservadora, tan sensata como correspondía, mantuvo el pie firme contra el freno.

—Yo creo que deberíamos pensarlo, de todas formas. Ver bien lo que hay, averiguar cómo está el mercado, hacer las cosas despacio, meditarlo un poco, ¿no? Y valorar las consecuencias antes de empezar.

Eso no lo había planeado de antemano. Al fin y al cabo, durante toda su vida había sido una trabajadora excelente, honrada, concienzuda, responsable, una

condición que saltó repentinamente sobre ella para que sus antiguos escrúpulos

de asalariada, la seguridad que la acompañaba cuando pisaba el terreno de las

cosas que sabía hacer con brillantez, afloraran por sorpresa, dándole un margen

tan estrecho que apenas le consintió intuir hasta qué punto podían llegar a

encajar esta vez con sus propios y ocultos intereses.

—¿Y qué consecuencias va a haber? –su madrina la miraba, intrigada–. Menos

problemas en el campo y más dinero en el banco, ¿no?, lo que dice Loreto.

Sara cerró los ojos un instante, dejó la servilleta sobre la mesa, se recostó en la

silla, cruzó los brazos antes de contestar. No le resultaba fácil seguir porque

acababa de darse cuenta de que tenía que calcular cuidadosamente el significado

de cada frase que pronunciaba, tirar con dedos limpios y precisos del hilo de oro

que acababa de descubrir por azar entre sus propias palabras, elegir la roca por

donde intentaría abrir una entrada en la mina.

—Pues no, no sería sólo eso…

Tu situación financiera cambiaría como de la noche al día. Doña Loreto no sabe

nada de legislación fiscal, ni tiene por qué saberlo, si vamos a eso, pero… Las

fincas rústicas no tributan igual que el capital, mami. Los propietarios de

explotaciones agrícolas tienen subvenciones, líneas de crédito privilegiado, a bajo

interés, pueden diferir los tributos si la cosecha ha sido mala o inferior a sus

expectativas y, por supuesto, se desgravan buena parte de los gastos, las

nóminas de los trabajadores, los pagos de maquinaria, las reparaciones que

tengan que hacer y cosas por el estilo. Todo esto lo sabes ya, o por lo menos te

tendría que sonar, porque te lo conté hace poco, y el año pasado, y el otro…

El dinero en el banco, en cambio, no tiene ninguna ventaja fiscal.

Al contrario.

Al llegar a ese punto se detuvo, aunque ya no necesitaba ganar tiempo. Sabía

muy bien lo que iba a decir a continuación, pero quería contemplar la reacción de

la anciana, comprobar si, tal y como ella calculaba, sus ojos viajarían desde la

intriga a la inquietud para ins talarse al final directamente en la furia.

—¿Y entonces?

—Entonces tendríamos que colocar el dinero de otra manera, buscar otro tipo de

inversiones, escoger fondos con desgravaciones fiscales, e ir cambiando de

estrategia en función del incremento de tu capital. Si decides venderlo todo, y lo

vendes deprisa, deberíamos incluso arriesgar un poco más. De lo contrario,

Hacienda se quedará con más de la mitad de lo que ingreses.

—¡Ah, no! –Sara había ganado la primera mano. Definitivamente furiosa, como

correspondía a su condición de rica española que no había pagado ni un duro de

impuestos durante cuarenta años de dictadura, doña Sara cerró los puños, los

estrelló contra la mesa, se inclinó hacia delante–. Eso sí que no, de ninguna