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—Bueno… No vendamos la piel del oso antes de cazarlo –y entonces recogió con
una mano la tormenta que había desatado con la otra–.
Primero vamos a pensar bien qué hacemos, y cómo lo hacemos. Pero si decides
vender, y vendes deprisa, yo creo que, de momento, nos convendría buscar otro
agente de bolsa, alguien menos conservador, menos legalista, más joven que don Ricardo.
No podía contar con el agente de don Antonio, pero tampoco sabía a quién recurrir, o más exactamente, sabía que sólo podría ayudarla la única persona de este mundo a quien no le gustaría pedirle un favor. Lo descartó aquella noche, al acostarse, y la mañana siguiente, al despertar. Lo descartaría todas las noches y todas las mañanas de aquel otoño, mientras se entrevistaba con administradores y arrendatarios, con ingenieros agrónomos y secretarios de ayuntamiento, para parcelar las fincas rurales de su madrina en lotes que se irían vendiendo de manera desigual, muy deprisa los mejores, afortunadas tierras húmedas en una provincia tan seca como Ciudad Real, más despacio los menos favorecidos. Lo descartaría también aquel invierno, cuando el propietario de todas las dehesas colindantes se decidiera a comprar también las que habían puesto a la venta en Salamanca, para consolidar la explotación ganadera más importante de la comarca. Y en marzo, cuando el hijo de doña Margarita hizo una oferta, baja en la teoría de la demanda pero irresistible en la práctica de las cifras, por la casa que don Antonio Ochoa destinaba a sus juergas adúlteras, lo descartó otra vez. Todas las noches, al acostarse, y todas las mañanas, al levantarse, lo pensaba, se animaba, se lo prohibía, renunciaba, y sin embargo, sabía desde el principio que no podía contar con nadie más.
Su vida social, que nunca había sido intensa excepto en los buenos tiempos que no quería recordar, se había reducido al mínimo. Buscar un socio al azar, a través de alguno de los intermediarios a los que había conocido como representante de su madrina, no sólo la exponía directamente al riesgo de una denuncia, sino también, en el menos malo de los casos, al de un chantaje tan largo como su vida. No encontraba un camino por donde seguir, no podía decidirse mientras el tiempo, indiferente, pasaba.
En la primavera de 1990 los billetes de banco llegaron a acumularse en el fondo de su maletero a un ritmo tal, que en algunos casos eligió la prudencia y entregó a su madrina una parte del dinero negro que hasta entonces había reservado para sí misma. Ése ya no era el problema. Mientras pensaba en Vicente, y se obligaba a olvidarlo, y volvía a pensar en él, y a desterrarlo en un segundo de su mente, Sara Gómez Morales, sin las muletas de su pasado, aquella chica tan joven que dejó de bajar una escalera a toda prisa cuando dejó de ser necesaria, empezó a preguntarse qué quería ser ella en realidad. Ante sus pies se abrían dos caminos diferentes. Uno le llevaba a ser una mujer acomodada y relativamente honrada, una especie de versión de lujo de la señorita Sevilla. El otro haría de ella una estafadora rica de verdad. Hacía meses que había vuelto a dedicar sus ratos libres a mirar pisos, aunque ahora buscaba algo distinto, un piso muy grande, muy barato y definitivamente arruinado, tan viejo que pudiera pagarlo a través de un crédito al que destinaría el importe de los alquileres de sus apartamentos, tan destrozado como para resolver la inflación de su maletero por medio de una reforma exhaustiva, lujosa, monumental incluso, lo que hiciera falta con tal de multiplicar su inversión por varias cifras a la hora de venderlo para empezar de
nuevo. Ése era el camino más tranquilo, más seguro, y el que circulaba al margen de Vicente. Y sin embargo, y sin abandonarlo del todo, escogió el otro. Cuando vendió por fin la casa de Toledo, doña Sara repartió el dinero entre sus sobrinos, y pagó los impuestos de la donación con sus propios fondos, sin repercutirlos sobre las cantidades que había regalado. Nunca me gustó esa casa, ya lo sabes, dijo solamente. A ella le regaló un coche nuevo y carísimo, su primer BMW, pero no dinero. Ya contaba con eso. Por mucho que la quisiera, por mucho que la necesitara o la prefiriera a Amparo y a sus hermanos, ella nunca heredaría el mantón, sino los flecos. Los hijos del servicio se prohíjan, pero no se adoptan, porque la sangre es roja y la ley es la ley. No iba a echarse a llorar a esas alturas pero, al margen de sus sentimientos, la situación de las cuentas corrientes de su madrina empezaba a hacerse insostenible.
Le hubiera gustado dejar pasar otro verano, darse más oportunidades para meditar, sujetar su ambición o prepararse mejor por dentro, pero ya no tenía tiempo. Lo había perdido descartando la única posibilidad que estaba a su alcance, cada mañana y cada noche, durante casi un año. Si esperaba hasta septiembre y la gestión se retrasaba por cualquier motivo, el año fiscal podría llegar a vencer sin resultados. Y ahora se jugaba mucho más que su prestigio en la eficacia de su trabajo.
Naturalmente, su nombre no aparecía en la guía telefónica. Cuando marcó el número de la sede del partido le sudaban las manos, le temblaban las piernas, y su voz retrocedió de golpe a un estado balbuciente, infantil. Y sin embargo, la primera persona por la que preguntó estaba en su despacho, y se acordaba de ella. En este momento no creo que esté localizable, le dijo, pero yo voy a verle dentro de un par de horas, vamos a comer juntos, déjame un teléfono al que pueda llamarte, va a ser lo mejor… No se dio cuenta de que la estaba mintiendo, pero diez minutos más tarde sonó el teléfono. Era Vicente González de Sandoval, y no su secretaria.
La citó al día siguiente, a las dos y media, en un restaurante nuevo para ella, una gran sala que en origen debió de haber sido la bodega, quizás las cocheras o hasta las caballerizas, de un antiguo palacio. Las paredes eran de ladrillo antiguo, las ventanas altas, pequeñas, y desde el techo, las aspas de los ventiladores matizaban el efecto de un aire acondicionado programado con cautela para crear una sensación de frescor propia de los soportales de un claustro, de una parra entre fuentes, de una cueva artificial en un jardín dieciochesco. Los muebles eran de madera de teca y tenían una ligerísima, apenas apuntada reminiscencia colonial que aligeraba el clasicismo de las alfombras. Había muchas plantas, grandes, lustrosas, colocadas con inteligencia en rincones donde llamaban la atención sin estorbar.
Las copas eran azules, de vidrio portugués, la vajilla de porcelana blanca, y la plata absolutamente ausente. Era un ambiente arquetípico del gusto de aquel hombre por un lujo desnudo, esencial y sin estridencias, una estación más de ese viaje del que Sara llegó a disfrutar tanto mientras lo acompañó durante un trecho, un recuerdo empeñado en conjugarse en tiempo presente. Estaba segura de que
lo había estado seleccionando el día anterior, mientras ella trataba de explicarle,
con frases entrecortadas, inconexas, escogidas por sus nervios enemigos, que le
gustaría quedar con él para consultarle un asunto muy especial, demasiado grave
como para tratarlo por teléfono.
Por eso, aunque fuera de allí el asfalto hervía como si estuviera a punto de
licuarse bajo la impiedad del sol de junio, Sara sufrió al entrar las consecuencias
de un cambio más salvaje, más feroz que el de la temperatura. El aire de otros
tiempos la paralizó un instante al lado de la barra. Entonces le vio. Estaba sentado
en una de las mesas del fondo, mirando unos papeles con unas gafas pequeñas,
de leer, que antes no usaba.
Tenía cincuenta años, muchas canas, la vista cansada y el aspecto del único
hombre del mundo al que ella habría podido amar durante toda su vida. Aquella
certeza se impuso a la vergüenza, a la inseguridad, al miedo, todos los peligros
que creyó afrontar cuando descolgó al fin el teléfono para intentar buscarle. Por
un instante, volvió a sentirse tan torpe, tan crédula, tan ingenua como a los
dieciséis años, pero cuando estaba a punto de salir corriendo, él levantó la
cabeza, la vio, se quitó las gafas y se puso de pie. Los labios de Sara sonrieron
solos mientras iba a su encuentro.
—¿Cómo estás?
—Bien –le devolvió los besos, besos de verdad, los labios de Vicente aplastándose
contra su cara mientras rodeaba su cintura con el brazo izquierdo y la estrechaba
contra sí un segundo más de lo imprescindible, el segundo necesario para que ella
fuera consciente de su abrazo–. Estoy bien. ¿Y tú?
—Bueno… –él frunció los labios en una mueca escéptica, la miró, se echó a reír–.
Supongo que bien, también. Siéntate, por favor, estoy muy contento de que me
hayas llamado, tenía muchas ganas de verte.
Las cortesías se prolongaron en una conversación trivial sobre las posibilidades de
la carta, que dio lugar a un resumen apresurado del estado de cada uno. Los hijos
de Vicente estaban bien, el mayor en la universidad, la pequeña a punto de
entrar, los padres de Sara habían muerto, ella había vuelto a vivir con su madrina,
él arqueó las cejas al saberlo.
—Vi la foto de tu boda en el periódico –no lo pudo evitar, pero quiso matizar su
comentario con una observación mundana–. Muy espectacular, por cierto, tu
mujer…
Él sonrió con sorna y una sola esquina de la boca.
—Sí, espectacular sí que es.