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vista del plato. Cuando lo hizo, se lo encontró muy sorprendido y más sonriente
aún. Los ojos le brillaban como los de un niño que tiene que elegir en qué mano
está el regalo, sus dedos se movían encima de la mesa como si pretendieran tocar
el piano en el mantel, sus labios, entreabiertos, no encontraban la manera de
cerrarse.
—Me estoy excitando cada vez más –Sara volvió a reír, él a acompañarla–. ¿Estás
financiando por tu cuenta una guerrilla latinoamericana o has entrado
directamente en tratos con la mafia?
—No, no es nada tan exótico…
Ya te he contado que he vuelto a vivir con mi madrina. Te acuerdas de esa
historia, ¿verdad? –él asintió con la cabeza, ella decidió avanzar–. Bueno, pues es
una mujer muy mayor y apenas tiene familia, sólo tres sobrinos segundos que
vienen de visita de vez en cuando pero que, naturalmente, se quedarán con su
fortuna cuando se muera.
Sin embargo, yo me ocupo de todo, entre otras cosas de administrar sus bienes,
porque ejerzo su representación legal. Mi madrina es muy rica. Exageradamente
rica. Así que… Digamos que tengo una oportunidad de heredar.
Aquella revelación apagó las risas. Vicente apartó su plato, se recostó en la silla y
se la quedó mirando con una expresión difícil de interpretar, una luz indecisa
entre la complicidad y la melancolía, una leve tensión de tristeza en la sonrisa que
aún dibujaban sus labios, como si el pasado, su propia historia y la historia de
Sara, todos esos años en los que nunca habían llegado a vivir juntos y los que
habían pasado desde entonces, hubieran caído de golpe encima de la mesa, para
obligarle a aterrizar en una realidad que hasta aquel momento se había permitido
el lujo de ignorar.
—¿Qué pasa? –Sara no podía soportar su propio reflejo en aquella mirada.
—Nada –él sacudió la cabeza, volvió en sí mismo, recuperó su aplomo muy
deprisa–. Ya sabes que siempre me has parecido muy lista y muy fuerte, muy
capaz de cualquier cosa. Pero no me esperaba algo así. De ti no.
—¿Te he escandalizado? –Él negó con la cabeza, ella insistió y nunca habría
creído que, después de tanto tiempo, necesitara tanto una respuesta–. ¿Estás
decepcionado?
¿Te parezco malvada, repugnante, miserable?
—No –alargó una mano sobre la mesa, cogió una de las de Sara, la apretó un
momento–. La verdad es que me gusta verte así. De alguna manera, me
tranquiliza.
Ella recuperó el control de su mano sin detenerse a analizar esas palabras.
—¿Me vas a ayudar?
—Claro. Conozco a alguien que puede valer. ¿Algo más?
—Nada más –y sonrió, y hubiera querido obligarle a sonreír a él también,
imponerle la certeza de que todo había terminado, pero él no quiso acatar su
disciplinada, razonable prudencia–. Muchas gracias, Vicente. No sabes cómo te lo
agradezco.
—No, pero me gustaría saberlo.
Aquello tenía que pasar, y pasó entonces. Sara miró los ojos que la miraban
desde el otro lado de la mesa y todo lo que la rodeaba empezó a oscurecerse, los contornos de cada objeto se fundieron mansamente en las siluetas de los objetos contiguos, las referencias temblaron un instante antes de desaparecer, y los muebles y las plantas y la música de Scarlatti la dejaron sola en un vacío repentino, blanca absoluto y dos puntos negros, los dos ojos oscuros que la miraban.
—Yo estaba loco por ti, Sara –y su voz sonó entonces con el mismo acento de otros tiempos.
Nunca sabría muy bien cómo logró escapar de aquella trampa, de dónde sacó las fuerzas precisas para obligar a sus dedos a retroceder cuando ya avanzaban por el mantel hacia su mano, cuándo se le ocurrió mirar el reloj, dejar escapar un grito de alarma fingida, anunciar que se le había hecho tarde, que se tenía que ir. Él no hizo nada por retenerla, pero sujetó su cabeza con las dos manos y la besó en la boca después de que ella le hubiera besado en las mejillas para despedirse. No puedo, Vicente, no puedo… De verdad que no puedo. Y era sincera. En aquel momento no deseaba nada, ni el dinero, ni el poder, ni la venganza, como le deseaba a él, pero ya conocía el precio, sus condiciones y los propios mecanismos de su pobreza, ese apego a las pocas cosas que había tenido siempre y de las que nunca había aprendido a despedirse del todo. No soportaría saber que aquella vez sería la última. Ya no. Diez años antes habría vuelto a casa deshecha en llanto. Aquella tarde no pudo llorar, y fue peor.
Estaba tan triste, tan seca por dentro, que le dijo a su madrina que se encontraba mal y pasó toda la tarde tumbada en la cama, con los puños cerrados, los ojos abiertos y ningún pensamiento, ninguna expectativa, ningún signo de vida reconocible en su interior excepto un recuerdo obsesivo, insoportablemente preciso, del peso de otro cuerpo sobre el suyo.