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Pero llamaba de parte de Vicente González de Sandoval y estaba dispuesto a concertar una cita cuando a ella le viniera bien. Sara, conmovida por la rapidez con la que, pese a todo, Vicente había cumplido su promesa, apuntó la dirección y quedó con él un par de días más tarde. Cuando se lo encontró, junto a la mesa de recepción de una asesoría de inversiones que ocupaba una planta completa de uno de los rascacielos de Azca, tardó sólo un instante en reconocerle. —¿Te acuerdas de mí?
La última vez que le vio era casi un adolescente, un muchacho greñudo y sucio, perpetuamente enfurruñado, indignado con el mundo, que andaba arrastrando los pies y se cagaba en Dios en una de cada dos frases, y en el estampado de sus camisetas. Ahora llevaba el pelo corto, los zapatos muy limpios, y una corbata deliberadamente chillona que se aliaba con una americana de ante y unos vaqueros nuevos para reducir su aspecto a la condición de un inconformismo simbólico.
—¡Qué barbaridad, Rafa, cómo has cambiado!
—Tú estás igual, sin embargo…
Era el hijo pequeño de la hermana mayor de Vicente, y su sobrino favorito, tal vez
porque representaba, en la generación sucesiva, el mismo papel que él había
asumido en su momento. También era el único miembro de la familia de su
amante al que Sara llegó a conocer. En aquel entonces militaba en un grupo de
extrema izquierda y sostenía posturas mucho más radicales que las de su tío, con
quien discutía sin parar después de haber pedido casi siempre un whisky de malta
de doce años o el plato más caro de la carta. ¡Paga tú que eres rico, no te jode!
Vicente se partía de risa con él. A Sara también le gustaba verle, escucharle,
porque le ofrecía un espejo donde podía mirar a un estudiante de Económicas
más joven, más apasionado e ingenuo que el hombre del que se había
enamorado, y porque ella misma se convertía a veces en el origen de los insultos
que Rafa le escupía a su tío a la cara entre las gigantescas olas de una genuina y
mal disimulada admiración. ¿Y tú? ¡Mírate tú, joder! Con esta novia tan cojonuda
que tienes y casado todavía con la pija esa…
Pues sí que das ejemplo a la clase trabajadora, tú… Luego, cuando les dejaba
solos, Vicente siempre le decía que su sobrino estaba enamorado de ella, pero
Sara nunca le creyó. Quizás por eso se alegró tanto de verle, y se sintió mucho
más segura de lo que había calculado mientras le seguía por el pasillo, hasta un
despacho cuya puerta él se aseguró de cerrar después de invitarla a sentarse.
—Bueno, vamos a ver… –al situarse al otro lado de la mesa, asumió casi
instantáneamente un tono serio, profesional, acorde con la media docena de
títulos emitidos por universidades nacionales y extranjeras que proclamaban
desde las paredes que no había sido menos radical que antes a la hora de
reciclarse–. Vicente no me ha contado mucho. Lo que he entendido, más o
menos, es que se trataría de abrir dos líneas de inversión, ¿no? Una colocando un
capital determinado, y la otra colocando los intereses que vaya generando ese
capital.
Sara asintió con la cabeza, y por una vez se atrevió a pensar que el hombre de su
vida no había sido el hombre equivocado.
—Pues sí. Básicamente es eso.
—Muy bien –él parecía tan tranquilo como si estuviera haciendo la lista de la
compra–. Y el titular del capital, es decir, la persona con capacidad legal para
autorizar las inversiones eres tú.
–Sara asintió con la cabeza–. Y supongo que lo que nos interesa es que el capital
original no corra riesgos, es decir, que en principio las inversiones que decidamos
sean lo suficientemente transparentes, razonables, como para justificar con
garantías el hecho de haberlas elegido.
Sara sonrió, agradeciéndole que usara la primera persona del plural para decirlo
todo él solo.
—Exactamente.
—Y no nos importa ser más audaces, más… heterodoxos, digamos, con el
segundo capital, es decir, con el que vayan generando los intereses del capital
principal –levantó las cejas, ella volvió a asentir–, que iremos reembolsando en los
porcentajes correspondientes en la medida en que este segundo capital aumente.
Hasta aquí vamos bien, ¿no?