38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 145

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A la mañana siguiente no se levantó mejor, pero cuando estaba a punto de sentarse a comer, una doncella la avisó de que la llamaban por teléfono. Por la voz, su interlocutor parecía un hombre muy joven. Por su nombre, Rafael Espinosa, un completo desconocido.

Pero llamaba de parte de Vicente González de Sandoval y estaba dispuesto a concertar una cita cuando a ella le viniera bien. Sara, conmovida por la rapidez con la que, pese a todo, Vicente había cumplido su promesa, apuntó la dirección y quedó con él un par de días más tarde. Cuando se lo encontró, junto a la mesa de recepción de una asesoría de inversiones que ocupaba una planta completa de uno de los rascacielos de Azca, tardó sólo un instante en reconocerle. —¿Te acuerdas de mí?

La última vez que le vio era casi un adolescente, un muchacho greñudo y sucio, perpetuamente enfurruñado, indignado con el mundo, que andaba arrastrando los pies y se cagaba en Dios en una de cada dos frases, y en el estampado de sus camisetas. Ahora llevaba el pelo corto, los zapatos muy limpios, y una corbata deliberadamente chillona que se aliaba con una americana de ante y unos vaqueros nuevos para reducir su aspecto a la condición de un inconformismo simbólico.

—¡Qué barbaridad, Rafa, cómo has cambiado!

—Tú estás igual, sin embargo…

Era el hijo pequeño de la hermana mayor de Vicente, y su sobrino favorito, tal vez

porque representaba, en la generación sucesiva, el mismo papel que él había

asumido en su momento. También era el único miembro de la familia de su

amante al que Sara llegó a conocer. En aquel entonces militaba en un grupo de

extrema izquierda y sostenía posturas mucho más radicales que las de su tío, con

quien discutía sin parar después de haber pedido casi siempre un whisky de malta

de doce años o el plato más caro de la carta. ¡Paga tú que eres rico, no te jode!

Vicente se partía de risa con él. A Sara también le gustaba verle, escucharle,

porque le ofrecía un espejo donde podía mirar a un estudiante de Económicas

más joven, más apasionado e ingenuo que el hombre del que se había

enamorado, y porque ella misma se convertía a veces en el origen de los insultos

que Rafa le escupía a su tío a la cara entre las gigantescas olas de una genuina y

mal disimulada admiración. ¿Y tú? ¡Mírate tú, joder! Con esta novia tan cojonuda

que tienes y casado todavía con la pija esa…

Pues sí que das ejemplo a la clase trabajadora, tú… Luego, cuando les dejaba

solos, Vicente siempre le decía que su sobrino estaba enamorado de ella, pero

Sara nunca le creyó. Quizás por eso se alegró tanto de verle, y se sintió mucho

más segura de lo que había calculado mientras le seguía por el pasillo, hasta un

despacho cuya puerta él se aseguró de cerrar después de invitarla a sentarse.

—Bueno, vamos a ver… –al situarse al otro lado de la mesa, asumió casi

instantáneamente un tono serio, profesional, acorde con la media docena de

títulos emitidos por universidades nacionales y extranjeras que proclamaban

desde las paredes que no había sido menos radical que antes a la hora de

reciclarse–. Vicente no me ha contado mucho. Lo que he entendido, más o

menos, es que se trataría de abrir dos líneas de inversión, ¿no? Una colocando un

capital determinado, y la otra colocando los intereses que vaya generando ese

capital.

Sara asintió con la cabeza, y por una vez se atrevió a pensar que el hombre de su

vida no había sido el hombre equivocado.

—Pues sí. Básicamente es eso.

—Muy bien –él parecía tan tranquilo como si estuviera haciendo la lista de la

compra–. Y el titular del capital, es decir, la persona con capacidad legal para

autorizar las inversiones eres tú.

–Sara asintió con la cabeza–. Y supongo que lo que nos interesa es que el capital

original no corra riesgos, es decir, que en principio las inversiones que decidamos

sean lo suficientemente transparentes, razonables, como para justificar con

garantías el hecho de haberlas elegido.

Sara sonrió, agradeciéndole que usara la primera persona del plural para decirlo

todo él solo.

—Exactamente.

—Y no nos importa ser más audaces, más… heterodoxos, digamos, con el

segundo capital, es decir, con el que vayan generando los intereses del capital

principal –levantó las cejas, ella volvió a asentir–, que iremos reembolsando en los

porcentajes correspondientes en la medida en que este segundo capital aumente.

Hasta aquí vamos bien, ¿no?