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mesa junto con un bolígrafo.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
Sara escribió una cifra con ocho ceros y le devolvió el papel.
Él lo leyó, la miró con los ojos a punto de salirse de las órbitas, lo volvió a leer,
silbó, se aflojó la corbata, lo rompió en pedacitos y lo tiró a la papelera.
—Hace mucho calor, ¿verdad?
Te invito a tomar algo, estoy muerto de sed.
Ninguno de los dos volvió a decir nada hasta que estuvieron sentados en la mesa
más apartada de un bar situado al otro lado de la Castellana. Entonces, Rafa le
preguntó qué quería tomar e inmediatamente después, cuando el camarero se
marchó, se la quedó mirando.
—¿Así que vas a desplumar a la vieja, eh? –y se echó a reír, como si aquella
forma de resumir la situación le pareciera muy graciosa.
—Menos mal que le pedí a tu tío que me buscara a alguien discreto –se quejó
Sara, en cambio, y aunque por un lado aquel exabrupto la sobresaltó, por otro
acabó de confirmarle que su interlocutor era capaz de asumir su situación con una
naturalidad sorprendente.
—Pero si eso es precisamente lo que soy. Discretísimo. Por eso te he traído aquí,
para que no nos oiga nadie…
No solían encontrarse en su despacho, y ella no le llamó allí más de dos o tres
veces. Si quería comentarle algo, le dejaba mensajes en el contestador de su
casa, aunque habitualmente era él quien llamaba y siempre después de las once
de la noche, cuando nadie estaba más cerca que Sara del teléfono.
Sus conversaciones eran muy breves, lo imprescindible para fijar la siguiente cita.
Casi siempre quedaban también de noche, para cenar o tomar una copa cuando
doña Sara estaba ya acostada y su ahijada podía salir de casa sin dar
explicaciones. Por eso, en todos los años que vivieron juntas hasta su muerte, la
anciana nunca estuvo tan contenta como entonces, mientras el frenesí que
desbordaba a Sara por dentro se mantenía oculto bajo la apariencia de una
serenidad casi absoluta. Ella, esclavizada por el dolor de sus huesos, ya no tenía
ganas de salir a la calle y se movía cada vez con más dificultad, pero casi siempre
tenía a su ahijada cerca, dispuesta a ayudarla, a leerle el periódico en voz alta, a
sentarse a su lado frente al televisor.
—¿Ves qué bien? –le decía a veces–. Ya sabía yo que tenía que vender todas las
fincas. Antes, siempre andabas corriendo, que si los bancos, que si el
administrador, que si la gestoría… No daban más que problemas. Ahora, en
cambio, con todo el dinero limpio y bien invertido, mira qué bien estamos las dos,
todo el día juntas…
Ni doña Sara le pedía detalles sobre el estado de sus cuentas, ni ella insistía tanto
en tenerla al corriente como al principio. Y sin embargo, mientras Rafa la hacía
rica, estaba enriqueciendo a su vez a su madrina. La seguridad de cada movimiento dejó de obsesionarla muy pronto, cuando comprobó la capacidad del sobrino de Vicente, un inversor tan hábil, tan astuto, tan acostumbrado a seducir a la suerte, a ponerla de rodillas, a tenerla tumbada a sus pies, que ningún observador imparcial se atrevería a censurar a su clienta por ser comprensiva con sus audacias. A pesar de que, acatando una regla no escrita y sin embargo básica en su trabajo, Rafa cultivaba una afición por el riesgo que a Sara en un principio le pareció excesiva, lo cierto era que la fortuna de los Villamarín nunca había estado tan bien gestionada como entonces. Era muy bueno, mejor que bueno, y actuaba con una seguridad asombrosa en relación con su edad, pero ella nunca encontró nada sospechoso en su forma de trabajar, ni siquiera después de que sus primeras gestiones arrojaran beneficios tan espectaculares como para persuadirla de vigilarle de cerca. En el otoño de 1990 mantuvieron un contacto telefónico constante, y se acostumbraron a verse más o menos una vez a la semana. Después, cuando Sara aceptó su genialidad, ese don de adivinar el porvenir, y la velocidad de sus ganancias, era él quien insistía en quedar de vez en cuando aunque no tuviera nada nuevo que contarle. Ella aceptaba siempre, porque había ido perfeccionando su papel de hija modélica al mismo ritmo que su ambición, y así, aunque la venganza la sostenía, la alimentaba, la atraía más que cualquier diversión, no contaba con muchas ocasiones de escapar, de distraerse, de arreglarse para salir de noche. Seguían llevándose muy bien, tanto como cuando Vicente estaba entre ellos. A Rafa le gustaba presumir, adornarse con su admiración cada vez que los valores de las acciones subían o bajaban en la dirección exacta que había previsto de antemano, y a Sara, que disfrutaba tanto con los números, todas esas crónicas que él sabía teñir del color de las novelas de aventuras sólo para divertirla, no le costaba ningún trabajo halagarle. —No sé qué habría hecho sin ti, Rafa, te lo digo en serio –le dijo una noche, en los postres de una cena que se empeñó en pagar para celebrar una operación especialmente brillante.
—Pues imagínate lo que podrías hacer conmigo. No añadió nada más, y Sara no le dio importancia a sus palabras. Rafa acababa de cumplir treinta años y era un soltero vocacional, bastante guapo y muy coqueto, menos seductor quizás que Vicente cuando ella le conoció, pero incomparablemente más frívolo. Sara se había dado cuenta de que sonreía a las camareras, a las cajeras, a todas las chicas con las que se cruzaba por la calle, y suponía que las clientas no tenían por qué ser una excepción. Ella, por primera vez en muchos años, se encontraba bien consigo misma, se sentía más joven que antes, y era consciente del atractivo que ejercía sobre cierto tipo de hombres que volvían la cabeza cuando se cruzaba con ellos por la calle o la veían entrar en un local. Siempre había sido una mujer elegante, pero nunca hasta entonces había tenido el dinero suficiente para demostrárselo al mundo. Seguía teniendo buen tipo, y el impudor de una edad en la que lo único que importa es sacarse partido como sea. A veces se daba cuenta de que esos hombres que la miraban, y que tenían siempre veinte, o veinticinco años más que su asesor, tomaban a Rafa por
su amante y entonces la miraban más, y sin embargo, cuando salía con él se
sentía como una vieja tía a la que un sobrino desocupado y simpático saca a
pasear cuando no tiene nada mejor que hacer. Hasta que una noche, cuando ya
había cumplido cuarenta y cuatro años, las ambigüedades y los equívocos que
salpicaban todas las frases de su interlocutor la obligaron a pensar de otra
manera.
—Dime una cosa, Rafa… No estarás coqueteando conmigo, ¿verdad?