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y desventajas, de estrategias y de pactos.
Tampoco hablaban de la sombra que iba siempre con ellos. Mientras el deseo de
Rafa la armaba y la fortalecía tanto como el estado de sus cuentas corrientes,
Sara sabía que, a pesar de las apariencias, y de que ninguno de los dos hubiera
vuelto a pronunciar su nombre, Vicente seguía estando entre los dos, y era su
mano la que ella sentía cuando su sobrino la acariciaba, y era su piel la que ella
besaba cuando le devolvía sus caricias, y era Vicente el posesor, Vicente el
poseído, cuando un hombre distinto se desplomaba sobre su cuerpo para volver
con ella a una realidad distinta de la que había usurpado con su consentimiento. A
veces, cuando se aburría dirigiendo las sesiones de rehabilitación de su madrina,
o viendo a su lado las películas antiguas que ella prefe ría y cuyos diálogos ya
habría podido recitar de memoria, Sara pensaba en Rafa, recordaba detalles de su
rostro, de su cuerpo, el tono de su voz al excitarse, su forma de moverse, de
moverla consigo sobre la cama, hasta que lograba recuperar imágenes de otro
rostro, de otro cuerpo, un hombre imaginario que dejaba de serlo cuando su
memoria accedía a tomar el control para llevarla en volandas hasta unos brazos
que eran todos los brazos.
Había tenido tan pocas cosas en su vida que nunca había aprendido a despedirse
de ninguna para siempre, y ahora, hasta en la cúspide de su riqueza, parecía
condenada a seguir llevando a cuestas su pobreza. Y sin embargo, Vicente seguía
estando en el origen de lo mejor, su historia con Rafa, un trío tácito que dejó de
ser secreto de la forma más inesperada.
—La semana que viene, el miércoles seguramente, ya te avisaré, tendrías que
venir al despacho.
Quiero que me firmes una autorización.
Ella no se movió, no dijo nada.
Estaban en la cama, él tendido boca arriba, ella de perfil, la cabeza encajada en
su hombro, rodeándolo simultáneamente con un brazo y una pierna, como si
tuviera miedo de que se escapara.
—Tenemos la oportunidad de hacer un negocio fuera de lo normal, un pelotazo
de puta madre. Es muy limpio, muy seguro, pero para comprar, antes tenemos
que vender.
Entonces Sara se incorporó sobre el codo y le miró. Nunca le había hablado así, y
tampoco antes había necesitado su firma para operar. Por otro lado, la expresión
de su rostro desmentía la euforia de sus palabras. Parecía más que preocupado,
incómodo, miedoso, como un niño pequeño en el trance de confesar un destrozo
que desbordara los márgenes de una simple travesura. Sara se dio cuenta de
repente de lo joven que era. Antes se había fijado ya en que no había hablado
mucho aquella tarde, y en el extremado rigor con el que la había poseído, sin
rastro de las risas, de las bromas de otras veces. Aquella tarde, Rafa no tenía
ganas de jugar, pero ella no podía sospechar las razones de una seriedad tan
repentina.
—¿Cuánto?
—La mitad.
—Ni hablar –Sara se incorporó de repente, se sentó en el borde de la cama, cogió
su blusa, empezó a vestirse–. Te lo he dicho muchas veces, Rafa. No quiero
aventuras.
No me compensan, no merecen la pena.
—No sabes lo que dices –él también se incorporó, se quedó sentado contra el