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—Lo siento –miró en dirección a la enfermera y continuó en un murmullo,
apretando las palabras entre los dientes para consolarse de no poder gritarlas–.
La Guardia Civil me ha llamado hace un rato para preguntarme si María Rosario
Fernández era familiar mía. Han confirmado el domicilio y todo eso, y luego me
han dicho que acababa de tener un accidente de tráfico en el kilómetro 11 de la
antigua carretera de Galapagar. Les he dicho que era imposible, que mi mujer se
había ido ayer por la tarde a Navalmoral de la Mata, a ver a su madre… El guardia
me ha dicho que de momento no podía decirme nada más. He llamado a Nicanor
para que vaya para allá, a hablar con ellos. Me ha dicho que podía pasar antes a
recogerme, pero yo prefiero ir contigo, por si es ella de verdad, para cuando la
lleven al hospital, enterarme bien de qué tiene, y todo eso… No sé, estoy muy
nervioso.
No sé qué pensar, ni qué hacer, ni… ¡joder¡Juan relajó la presión de las uñas y se
miró un momento las palmas de las manos, surcadas por ocho muescas
blanquecinas, mientras echaba de menos otras uñas más largas que clavarse en
el cerebro.
Luego sacudió la cabeza y se obligó a pensar, invocando mecánicamente la
disciplina que había acumulado en muchos años de urgencias.
—¿Cómo está esto, Pilar?
—Tranquilo –la enfermera, que había escuchado en silencio el monólogo de
Damián, miró el reloj–.
Yo creo que ya habrá pasado lo peor, son casi las seis y media…
Si quiere, puedo hablar con el doctor Villamil.
—No, gracias. Ya voy yo –entonces sujetó los brazos de su hermano con las dos
manos y le habló despacio, para estar seguro de que entendía todas sus
instrucciones–.
¿Has traído el coche?
—No.
—Mejor. Iremos en el mío, yo conduciré. Baja a la cafetería, pide dos cafés solos
dobles, tómate uno y espérame. Si crees que te va a sentar bien, pide también
una copa y bébetela, pero deprisa. Me queda una hora y media de guardia.
Tengo que avisar de que me voy, vestirme y tomarme un café, porque no he
dormido nada. En menos de cinco minutos estoy abajo. Lo mejor es que
lleguemos allí cuanto antes, porque en los accidentes suele haber mucha
confusión, y si ha estado implicado más de un coche, al final pueden hacerse un
lío con las ambulancias, o no acordarse de a qué hospital han llevado a cada
herido. ¿Has comprendido?
—Sí –Damián, que parecía más asustado ahora que antes de hablar con él, asintió
con una mansedumbre insólita desde la época en la que los dos iban juntos al
colegio, pero Juan necesitaba ya toda su capacidad de compasión para sí mismo.
Mientras informaba a sus compañeros de lo que había ocurrido, mientras se vestía
tan rápido como podía, mientras se bebía un caféque todavía estaba hirviendo sin
haber revuelto bien el azúcar depositado en el fondo de la taza, mientras pisaba
el acelerador de su coche para remontar la rampa del aparcamiento subterráneo
del hospital, Juan Olmedo trataba de desplazar todos los cadáveres que poblaban
su memoria con el recuerdo de todos los accidentados que habían logrado
sobrevivir ante sus ojos. Se aferraba a cada cama de hospital, a cada ejercicio de
recuperación, a cada lágrima furtiva, a cada sonrisa consciente, a cada jarrón con
flores, como a la única palanca capaz de hacer saltar por los aires otras tantas