38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 150

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Una llamada de teléfono de vez en cuando. Compra esto, vende aquello, haz lo

que yo te diga… Él lo sabe todo. Está en un puesto que le permite saberlo todo.

—Y ha estado detrás de ti…

–Rafa asintió con la cabeza–, desde el principio. Lo ha sabido todo, siempre. –Él

volvió a asentir–. ¿Y por qué? ¿Eso no te lo ha dicho?

Él no quiso contestar. Ella acabó de vestirse, se puso los zapatos, fue a la cocina,

se sirvió una copa, se la bebió de un trago, rellenó el vaso, encendió un cigarrillo,

todo era igual, siempre igual, todo, desde el principio, cada episodio de su vida

estaba escrito, cada decisión suya había sido ya tomada por otros, tendría que

estar contenta, satisfecha, por una vez el tren que respiraba en su nuca no

pretendía arrollarla, sino montarla encima, hacerla correr más, ir más deprisa, y

sin embargo se sentía perdida, derrotada, manejada por el único hombre al que

había amado, por el que lo habría dado todo, por el que habría hecho cualquier

cosa. Vicente había vuelto a entrar en su vida por la puerta de atrás para robarle

la venganza, su venganza, esa pasión pura, inmaculada, que se había deshecho

en un charco de agua sucia, como la nieve pisoteada sobre las aceras de las

ciudades. Tendría que estar contenta, sentirse segura, amparada por la sombra

todopoderosa del único hombre que la había amado, que se comportaba como si

siguiera amándola todavía, sabía que él sólo vería las cosas de esa manera, que

estaría convencido de haber hecho lo mejor que podía hacer por ella, que se

complacería en su magnanimidad, en su nobleza, en la aristocrática humildad de

quien hace el bien ocultamente, sin proclamarlo, sin extraer ventajas siquiera

simbólicas de su superioridad, sin tomarse la molestia de informar a su

beneficiaria, esa insignificante criatura cuya curiosidad sólo podría malograr la meticulosa previsión de su fortuna, de que había decidido convertirse en su benefactor, celebrar una fabulosa fiesta de cumpleaños en su honor, prestarle un collar de perlas, forrar con seda amarilla un par de zapatos nuevos. Pero Sara ya no quería padres adoptivos, otros apellidos, un dormitorio nuevo con el suelo perfectamente nivelado y muebles de su tamaño. Habían vencido ya todos los plazos. Ella había vivido sola su historia, y había planeado sola su final, ese final feliz que su vida iba a compartir con las de los protagonistas de todos los cuentos que no le gustaba escuchar cuando era pequeña. Nunca había deseado otro personaje, otro narrador, otra voz serena y generosa que se hubiera alimentado una vez de los besos de los príncipes y las princesas que jamás visitaron el borde de su cama de niña sola, las manos vacías y ninguna casa a la que volver. Si lo hubiera sabido a tiempo, jamás lo habría consentido, porque para ella no tenía valor la cantidad, sólo la calidad de su ambición, porque su venganza no se medía en cifras, sino en horas, en imágenes, en recuerdos.

Eso era lo que Vicente nunca podría entender. Lo que seguramente sí habría previsto desde el principio, sin embargo, era lo que estaba sucediendo en aquel instante.

Arcadio Gómez Gómez miraba a su hija pequeña desde el fondo de la copa de coñac, y parecía sereno, como si nada pudiera sorprenderle ya. Mala suerte, decía, mala suerte, en otros países, en otras épocas, las cosas han sido distintas. Mientras su rostro y sus palabras bajaban despacio por su garganta, Sara sintió un deseo tremendo de llegar a ser capaz de odiar a Vicente, aunque no se lo mereciera, aunque nadie lo entendiera, aunque nunca llegara a conocer las palabras precisas para describir su rencor, que no era ingratitud, que no era insensatez, que no era arrogancia. Pero no lograría odiarle jamás. Había tenido siempre tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de ninguna. Todas las historias verdaderas se parecen, todos los finales desembocan en el mismo final, todos los cuentos en la misma mentira, no importa el número de pares de zapatos que duerman en el suelo del armario, que las guerras sean ficticias o reales, que el nombre de las calles parezca una frontera. Cuando volvió al dormitorio, lo que había vivido y lo que le quedaba por vivir eran ya la misma cosa, y la aburrían. Rafa seguía en la cama, la vio llegar, sentarse a su lado.

—Cuando empezó todo esto, Vicente me puso dos condiciones. La primera fue que no utilizara la información que me iba a pasar para ti con ningún otro cliente. A cambio, él me daría alguna pista para mí mismo sobre inversiones distintas a las tuyas. La segunda fue que no te dijera nada. Todos los lunes, a las nueve de la mañana, le envío un fax con el resumen de tus cuentas. A partir de ahí, algunas veces decide él, y por supuesto acierta siempre. No quería que lo supieras, pero yo no me atrevo a hacer esto sin contártelo antes. Se lo dije, que no podía inventarme un origen casual para una venta tan gorda, ni para justificar este volumen de beneficios. Él lo comprendió. Sara apagó el cigarrillo, se tumbó en la cama, le miró, y de repente tuvo ganas de

abrazarle de otra manera, de besarle de otra manera, como una vieja tía besaría

a su sobrino desocupado y simpático al descubrir de golpe que es un impostor.

—Yo creo que él siempre ha estado enamorado de ti, Sara.

—No digas tonterías.

Y entonces se echó a llorar, y lloró durante mucho tiempo, compulsivamente al

principio, como si quisiera ahogarse en su propio llanto, con una mansedumbre

distinta más tarde, cuando las lágrimas empezaron a anestesiarla, a consolarla, a

hacerle compañía, mientras su amante, desbordado por aquella explosión, una

tristeza que nunca podría entender, la abrazaba a su vez, y la besaba, con gestos

de hermano mayor y una mirada opaca, desconcertada, que parecía presentir que

nunca volverían a estar juntos en una cama.

—¿Quieres que vaya yo a comprar tu parte y luego a venderla en tu nombre? –le

preguntó cuando consiguió calmarse.

Sara negó con la cabeza. Ya no tenía sentido intentar escapar, seguir corriendo,

salirse de la fila, asaltar los fortines. Estaba agotada, exhausta, y todo le daba

igual. Su padre la perdonaría. Él siempre había sido muy comprensivo con los que

sabían, con los que mandaban, con los que habían estudiado. Aquella mañana se

volvió a poner la falda de encaje y la chaqueta blanca con vivos negros que había

estrenado tres años antes, cuando aún creía que tenía una oportunidad de

estrenarlo todo.

Volvía a ser demasiado elegante para ir a una notaría pero no le importaba

provocar comentarios.

Sus tacones resonaron con energía en el pasillo desierto. Cuando abrió la puerta