38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 151

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del despacho donde la estaban esperando, se encontró con media docena de

hombres parecidos, todos muy elegantes, ninguno tanto como ella. A algunos los

conocía ya, aunque le costó trabajo reconocerlos, a otros no los había visto en su

vida, pero todos ellos la estudiaron con idéntica curiosidad mientras la saludaban.

Sara se dio cuenta de que se estaban preguntando si de verdad valdría el precio

que Vicente iba a pagar por ella. Él, en cambio, parecía no tener dudas.

—Estás espléndida, Sara –susurró en su dirección, cuando ella ocupó una silla

libre, a su lado–.

Digan lo que digan, los amantes jóvenes rejuvenecen mucho más a las mujeres

que a los hombres.

—Puede ser.

En ese momento, entró el notario. Mientras hablaba, y leía, y volvía a hablar, y

hacía circular documentos alrededor de la mesa para que los firmaran todos los

interesados, él siguió mirándola con el rabillo del ojo, la cabeza baja, la mano

derecha dibujando círculos y rayas en un papel en blanco, un nerviosismo poco

frecuente en él, el desconcierto que le inspiraba una mujer distinta a la que

esperaba encontrar.

—¿Y mi propuesta no la vas a considerar? –le preguntó después de firmar,

mientras le pasaba la escritura y el bolígrafo.

—Sí –contestó ella, entregándoselo todo al comprador siguiente con una sonrisa,

y sólo después le miró–. Ahora sí. Ahora ya puedo considerarla.

Habría preferido otra derrota, un reencuentro ácido o insípido, que su memoria le

sacara la lengua, que su conciencia la escupiera en la cara, que su piel se

desconociera en cada pliegue, en cada mancha, en cada arruga de otra piel que

había dejado de ser joven, pero fue una victoria, y fue peor. Ella no era una mujer

como las demás, y por eso aquel amante mayor la rejuveneció mucho más que

ningún otro.

Aquella tarde, como antes, como después, los brazos de Vicente fueron todos los

brazos, y el placer, idéntico al de aquellos tiempos en los que todavía tenía

esperanzas, y la desesperanza, tan sucia como entonces. Sólo el dolor cambió

para hacerse más ancho, más sordo, más constante, sin la afilada agudeza de las

heridas abiertas que se cierran y desaparecen. La herida no se abrió, pero siguió

latiendo desde los bordes de sus costuras mal cosidas. Ella habría preferido una

derrota, pero desde que lo apartó de su vida, hacía más de once años, no había

vuelto a desear a un hombre como lo deseó a él aquella tarde, no había vuelto a

recibir, ni a dar tanto, y sin embargo, la antigua certeza de que siempre había

querido tener un novio como aquél ya no bastaba.

Habría preferido una derrota, o abandonarse del todo a su victoria, contarse una

historia diferente, el trémulo epílogo de una pasión romántica, una llama

constante que nunca se apaga, un amor más poderoso que el tiempo, que el

dinero, que el poder. Tal vez así habría tenido una oportunidad, tal vez la última

de su vida, pero ni siquiera lo intentó, y él se dio cuenta.

—Cómo me desprecias, ¿eh, compañera?

Ella le acarició la cara, le besó en los labios, intentó sonreír.

—Menos que a mí, Vicente –le dijo, después de un rato–. Pero yo nunca voy a

volver a trabajar en el Pryca de El Pinar, ¿sabes? Nunca volveré allí, pase lo que

pase.

Y eso te lo debo a ti, y te lo agradezco.

No era lo que él quería oír, y por eso se tomó algún tiempo antes de continuar.

—Las cosas se hacen así, Sara. Esto no es nuevo. Es feo, es odioso, es injusto,