38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 152

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todo eso lo sé, pero nuevo no es, y no tiene remedio. Nunca va a cambiar. Tú

siempre has estado en el lado de los que pierden. Ya es hora de que cambies de

bando.

Entonces le estrechó con más fuerza, se aferró a él como un náufrago abraza a su

tabla, pegó su cara a la suya, intentó respirarle, absorberle, adherirse a él. Quizás

nunca le había querido tanto.

—No entiendes nada, Vicente –le dijo entonces–. Nada. Pero ni siquiera es culpa

tuya.

Cuando doña Sara Villamarín Ruiz, viuda de Ochoa, murió de vieja, dos días antes

de cumplir ochenta y cinco años, Vicente González de Sandoval se había casado

ya por tercera vez, y tenía un hijo de dos meses. Su partido llevaba varios años

en la oposición, pero su amante nunca había rechazado sus ofertas de matrimonio

por eso, y él lo sabía. Su historia se había muerto de cansancio, incapaz de

soportar el peso de tantas otras historias, tantos finales que eran el mismo final,

tantos cuentos que eran la misma mentira.

Sin embargo, seguían viéndose de vez en cuando. Él la quería. Ella también le

quería a él. Los dos fueron leales hasta el final. Por eso, cuando se abrió el

testamento de su madrina y se encontró con que le había dejado una cifra ridícula

en relación con sus promesas, Sara se echó a reír. A su lado, Amparo López Ruiz

la miró con recelo, incapaz de valorar su reacción.

Quince millones de pesetas no eran para tanto, pero Sara no podía parar. Seguía

riéndose cuando se despidió de ella y de sus hermanos en la puerta de una casa

que ya no era suya y que abandonaría aquella misma tarde. Antes, le había dicho

a Vicente que se iba de Madrid, que ya le mandaría una postal de vez en cuando,

que no la buscara.

Él le prometió que no lo haría, y nadie más lo intentó.

Tamara sabía que Andrés no quería a su padre. Nunca habían hablado de eso, pero ella los había visto juntos, el Panrico tan guapo y su hijo tan feo, el hombre hinchándose igual que un pavo, creciendo en cada amenaza hasta aparentar el doble de su estatura, y el niño encogiéndose poco a poco, como si cada palabra que escuchaba tuviera dedos, uñas capaces de hacer presa en sus hombros para empujarle hacia abajo, para hacerle resbalar sobre la silla y escurrirse hasta el suelo igual que un trapo. No se puede querer a un padre así, pensó ella entonces, mientras Andrés impulsaba su bicicleta vieja, tan pesada, tan decrépita bajo la pátina inexperta, irregular, de dos gruesas manos de pintura metalizada, a lo largo de aquella pista de asfalto. En aquel momento se arrepintió de haber intervenido antes, de haberle llamado, obligado a volver la cabeza cuando los dos se detuvieron ante un semáforo en rojo, pero no llegó a decírselo, porque Andrés nunca quiso hablar de su padre con ella, y eso significaba que seguramente nunca había querido hablar con nadie.

Tamara sabía que Andrés quería a su padre. Lo sabía desde el principio, desde muchos meses antes de conocerle. Lo había adivinado en los silencios, en sus miradas, y en algunas frases sueltas, confesiones desordenadas y brevísimas que se interrumpían a veces antes de alcanzar ningún final, y que por eso no llegaban a significar exactamente nada. Sin embargo, las palabras siempre dicen cosas, y aquéllas sugerían una figura oscura, esquiva, misteriosa, no exactamente positiva pero cargada a cambio de esas cualidades negativas que favorecen a ciertos hombres solitarios que han elegido vivir de espaldas al mundo. En el colegio, cuando alguno de sus compañeros contaba que a su padre le habían ascendido, o que había cambiado de trabajo, o que se había comprado un coche nuevo, para que los demás niños del grupo se lanzaran enseguida a dar noticias sobre sus propios padres, sólo ellos dos callaban. Tamara ya no tenía nada que contar, pero Andrés siempre encontraba una ocasión para comentarle al oído después, cuando nadie más podía escucharle, que su padre entendía mucho de motores, que sabía llevar un barco, que había tenido un caballo. Ella aceptaba estas confidencias con una fe incondicional, sin preguntar nunca qué tenían que ver los motores o los caballos con la conversación a la que ambos habían asistido en silencio, y se

imaginaba al Panrico como a una especie de bandolero moderno, un contrabandista ágil y astuto, un pirata costero. Por eso, aunque daba miedo, no le impresionaron tanto sus alardes, sus amenazas. Le afectó mucho más comprobar, al día siguiente de haberlo conocido, y al otro, y al otro, que Andrés se avergonzaba de su padre, de su torcida vulgaridad, esa siniestra quincalla de sus posturas, de sus sonrisas, de sus palabras.

Y sin embargo, estaba segura de que le quería, porque no se puede no querer a un padre, sea como sea, así o de cualquier otra manera.

Ella sabía mucho del amor y de la vergüenza. Se daba cuenta de que Andrés trataba mal a su madre, de que la regañaba a veces, como si ella fuera la niña y no al revés, de que le reprochaba cosas tontísimas, como que llegara tarde por la noche o bebiera demasiado vino en las comidas o que no fuera vestida de madre, y eso le parecía muy mal, muy injusto, y se lo decía. No sabes la suerte que tienes, si tu madre se muriera de repente, como la mía, te ibas a enterar… Entonces, él se enfadaba, pero se le pasaba enseguida y a los dos les daba igual, porque de Maribel sí podían hablar, porque todas las quejas de Andrés, sus constantes reproches, nacían de la propia naturaleza de su amor, la absoluta dependencia de su madre que daba forma a su vida. Tamara sabía que también era una suerte depender así de un padre, o de una madre. Ella, que dependía absolutamente de su tío, se tragaba casi siempre sus reproches, sus quejas, aunque sus motivos fueran casi siempre lo suficientemente leves –el canal de la televisión, el menú de la cena, la prohibición de salir a la calle sin botas de agua cuando estaba lloviendo–, como para haberse disuelto ya por sí solos antes de llegar a su estómago. Y sin embargo, por mucho que la quisiera, por muy bien que la tratara, Juan no era su padre. Tamara le daba mucha importancia a ese detalle porque ella no había tenido suerte, porque había tenido que aprender antes de tiempo en qué consiste el amor, y la vergüenza. —¿Estás despierta?

Aún no había podido dormirse, pero no dijo nada. Ésa había sido una de aquellas noches en las que las paredes de la casa habían temblado sin llegar a moverse. Nadie más parecía darse cuenta, pero ella lo veía, lo sentía con tal nitidez que cerraba los ojos cuando los muros empezaban a combarse, a inclinarse entre sí, y el aire se ensuciaba, se enturbiaba en el presentimiento de la polvareda que armarían los cascotes al caer como una lluvia gruesa y mortal sobre sus cabezas. Luego los gritos cesaban de pronto, a veces tan abrupta, tan absurdamente como habían comenzado, y en el enfermizo silencio que les sucedía, Tamara abría los ojos y lo encontraba todo en su sitio, las paredes y el techo, los muebles y los objetos, su ropa sobre el cuerpo, sus zapatos en los pies, y una niebla espesa dentro de su cabeza.

—¿Ya te has dormido? –repitió su padre en un susurro. —No –ella tampoco elevó la voz al responder–. Estoy despierta. Aquella niebla no se disipaba nunca. Se levantaba con ella por las mañanas y se esponjaba entre sus sienes por la noche, para gobernar sus sueños. Era la niebla quien convocaba a su madre ante el espejo del cuarto de baño, donde la peinaba

durante horas enteras, besándola y bromeando igual que antes, y quien la asesinaba todos los días a las ocho menos cuarto, cuando la muchacha entraba en su habitación para despertarla. No la podía ver, pero sabía que era niebla, y que era blanca y sucia, viscosa y húmeda, repugnante y suya, porque había crecido sola dentro de su cabeza.

—Perdóname, Tam –su padre se tumbó en la cama, a su lado, la buscó en la oscuridad hasta encontrarla, la abrazó con fuerza, la besó muchas veces en la cara–. Perdóname.

Ella le quería muchísimo, le seguía queriendo igual que antes, cuando él estaba siempre contento, con ganas de divertirse y de arrastrarlos a todos a su diversión. No podía dejar de quererle aunque ahora estuviera siempre enfadado, un mal humor tan súbito, tan repentino que no parecía una forma de estar triste. Y sin embargo, ella no dudaba de su tristeza, del dolor que le mordía por dentro, que le obligaba a revolverse y a chillar, a enfurecerse por cualquier cosa, a amenazarla como nunca antes, a pegar a Alfonso, a despedir a las muchachas, a dejar de comer, a beber demasiado, a olvidarse de todo, a celebrar aquellas extrañas fiestas que encendían la música y todas las luces de la casa a las cuatro, a las cinco de la mañana, esas fiestas que les despertaban a todos de repente sin que ninguno lo demostrara bajando al piso de abajo.

Alfonso y ella lo habían hecho una vez, al principio, y habían visto a mucha gente extraña tirada en los sofás, una mujer bailando desnuda, otra saliendo del salón a toda prisa con una mano encima de la boca, una hilera de rayas blancas que parecían llevar alguna cuenta sobre el cristal de la mesa, y a su padre riendo con una cara que no era suya, como si se hubiera pegado encima de su cara verdadera una máscara de goma con una sonrisa forzada y artificial, de las que se usan en Carnaval. A ella le había dado tanto miedo, tanta vergüenza verle así, que había intentado huir antes de que él la viera, pero no había podido mover a Alfonso, que seguía a su lado, cogido de su mano, clavado en el suelo, los ojos fijos en la mujer desnuda. Entonces su padre les vio, y los invitó a pasar, y empezó a presentárselos a toda aquella gente, hasta que Nicanor se le acercó para decirle que ya estaba bien, que los mandara a la cama de una vez. Desde aquella noche, cuando escuchaban la música y las luces se filtraban debajo de la puerta, Alfonso iba corriendo a su cuarto y los dos se apretaban debajo de las sábanas para hacer como que dormían, pero no podían, y todo porque su padre no sabía estar triste de otra manera, porque no lograba imponerse al dolor, transformarlo en esa niebla blanca y sucia que había nacido en la cabeza de su hija para ocupar el lugar de todo lo que había perdido. —Yo… No sé lo que me pasa.

Me siento mal, muy mal, peor que nunca… Pero te quiero, Tam, y siento mucho haberme puesto así.

Aquella noche había sido la sopa. La muchacha, que era nueva, había encontrado en la despensa un paquete abierto de sopa de letras al que le faltaba poco para caducar, y sin preguntarse por qué estaba tan lleno, había decidido utilizarlo. Pero

al señor no le gustaba la sopa de letras, sino la de fideos. Odio la sopa de letras, la odio, me saca de quicio, ¿sabe?

Podría haberse limitado a decirlo con palabras, pero prefirió vaciar el plato en el suelo y dejarlo caer después. Pero si es todo pasta, repetía la culpable con un resquicio de voz aterrada, letras o fideos, ¿qué más da?, es todo pasta, todo igual… Aquella pálida tentativa de defensa terminó de encolerizar al señor, que estrelló el plato llano contra la pared y empezó a chillar que estaba hasta los cojones. Alfonso había empezado a llorar, Tamara no. Ella sólo cerró los ojos y esperó a que la casa se le derrumbara encima. No sabía lo que había pasado, cuándo habían empezado a vivir sobre un suelo de arenas movedizas, por qué no podía estar segura de que las cosas que le ocurrían estuvieran sucediendo de verdad, qué hacer para esquivar esa niebla que lo filtraba todo, que suplantaba a sus ojos y sus oídos, que le imponía una versión fría y triste de su propia vida. Cuando su madre murió, ella sintió que lo había perdido todo, y sin embargo, nunca sospechó que estaba perdiendo mucho más de lo que creía. —Perdóname –su padre insistía–, perdóname…

Y ella, que le quería muchísimo pero que le tenía un miedo atroz, se atrevió a alargar una mano para acariciarle la cara, y a colocar el otro brazo alrededor de su cuello, y a besarle, y todo era de repente tan difícil, antes no, antes se sentaba siempre encima de él, y le peinaba con los dedos, y le hacía cosquillas, y siempre lo sentía cerca pero nunca tenía que pensar en su padre. Ahora, en cambio, todas las mañanas se acercaba a la escalera de puntillas cuando se levantaba, y si le oía andar o hablar por teléfono, se volvía un rato a la cama y no bajaba a desayunar hasta que escuchaba el sonido de la puerta de la calle. Aquel verano no habían salido de Madrid.

Él había dicho que no tenía ganas de viajes, y ella no tuvo tiempo de formular su disgusto en voz alta antes de calcular que aquello también la convenía más, porque en la playa, aquella casa pequeña y de una sola planta, aquel jardín tan recogido y con tan pocos árboles, aquellos vecinos extranjeros o tan estirados con los que él nunca había encontrado nada de que hablar, no había escondites, ni escapatorias. En la playa estaban siempre juntos los tres, papá, mamá y Tamara, tomando el sol, bañándose, nadando hasta la boya roja, dando un paseo hasta el chiringuito, durmiendo la siesta en la misma cama.

Por eso había sido mejor quedarse en Madrid todo el verano, en aquella casa de tres pisos, con dos puertas, en la que ella había aprendido a escabullirse sin avisar, sin hacer ruido, siempre abajo si él estaba arriba, siempre arriba si él estaba abajo. Su padre no parecía darse cuenta de que le esquivaba. Ella sí, y de que le temía, pero tampoco podía controlar su miedo, la certeza de que lo mejor era tenerlo lejos, no hablar para no provocarle, no verle para no temblar, esperar a que todo pasara, esa niebla espesa que la ensuciaba por dentro y la temible tristeza de su padre. —Mamá no nos quería, ¿sabes?

–y entonces empezó a hacer pucheros, a lloriquear igual que lo hacía Alfonso un instante antes de que le llamara maricón y le diera una bofetada–. No nos quería.

Nos iba a abandonar. Cuando se mató, nos iba a abandonar, se iba con otros

hombres, no nos quería…

—Eso no es verdad.

—Sí que es verdad. Mamá era mala, Tam, era muy mala… Y no nos quería.

—A mí me quería, papá –ella hablaba como si pudiera esculpir cada sílaba en una