38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 154

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morir para resucitar a la vez en la persona que tenía más cerca.

La primera semana de octubre, Andrés fue a clase todos los días.

Ocupaba su sitio al lado de Tamara, e imitaba sus movimientos, todos sus gestos,

pero abría el libro y no leía, cogía el bolígrafo y no escribía, atendía al profesor y

no se enteraba. La segunda semana faltó dos veces. La tercera, sólo apareció el

lunes. Entonces, Tamara se lo contó a Sara y ella le aconsejó que no se

preocupara.

—Está alterado, es normal…

Seguramente le apetece estar solo, esperar a que sus compañeros olviden lo que

ha pasado, asegurarse de que no le van a molestar, de que no le van a decir

nada.

—Pero si nadie le molesta.

—De todas formas –Sara la miró, le sonrió, estaba tan tranquila–. Además, él es

muy buen estudiante, ¿no? Puede recuperar estos días más tarde.

—Pero le dice a Maribel que va a clase y no aparece.

—Déjalo, Tam. En serio. Él sabrá por qué está haciendo lo que hace…

Ella ya había pensado otras veces que los adultos son tontos, pero nunca estuvo

tan segura como entonces. Por eso, cuando Andrés no apareció el lunes siguiente,

esperó a la tercera hora para ir a ver a su tutora y contarle que se encontraba

muy mal, que creía que iba a vomitar, que le dolía mucho la cabeza. Estaba

segura de que iba a mandarla a casa porque ella no faltaba nunca, y eso fue lo

que ocurrió. Entonces cogió la bicicleta y se fue a buscar a Andrés, pero no le

encontró en la pista de asfalto a la que la había llevado aquella tarde, ni en la

carretera vieja que era tan buena para echar carreras porque ya no circulaba por

ella ningún coche, ni en los pinares que se extendían entre la playa y su casa, ni

en el puerto, en ninguno de los lugares a los que solían ir juntos. Empezó a dar

vueltas por el pueblo sin saber adónde ir, llegó hasta aquel barrio de bloques

rojos donde había conocido al Panrico, regresó al centro, se recorrió el paseo

marítimo de punta a punta, y al final, cuando ya pedaleaba sólo por hacer tiempo,

para no volver a casa antes de que se marchara Maribel, le vio sentado en un

banco, en una plaza nueva y escondida entre naves industriales, en la zona del

polígono. Tenía la mochila al lado y ninguna otra persona cerca.

—¿Qué haces aquí? –le preguntó él cuando ya estaba sentada a su lado–.

Tendrías que estar en clase.

—Tú también.

—¿Has venido a buscarme? –ella asintió con la cabeza y él se levantó–. Eres

imbécil.

Se colgó la mochila de los hombros y echó a andar. Tamara le vio cruzar la plaza

y se preguntó dónde habría dejado la bicicleta. El polígono estaba demasiado

lejos de su casa como para que hubiera llegado hasta allí andando, sobre todo

ahora, que tenía una bici nueva y estupenda, aquella «mountain bike» ultraligera

de aluminio plateado con la que había aparecido una tarde de julio y que

representaba exactamente lo que él más deseaba en el mundo. ¿Qué te parece?,

le había preguntado mientras ella la tocaba, la admiraba, se montaba encima y

daba una vuelta de prueba.

¡Jolín!, había admitido al volver a su lado, es superchula. ¿Te la ha regalado tu

madre? No, mi abuela, le había dicho él, me la debía desde mi cumpleaños, como

cae en enero y ella siempre dice que es muy mala época para gastar dinero…

Desde entonces, Andrés había cogido la bici hasta para recorrer cien metros. La

limpiaba, la engrasaba, la mimaba y se gastaba la mayor parte de su paga en