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retrovisor para el lado derecho, un foco nuevo y más potente que la luz que traía
de fábrica. Y sin embargo, ahora salía de la plaza andan do, y seguía andando, en
dirección al pueblo, cuando Tamara le alcanzó por la carretera.
—¿Y tu bici? –le preguntó mientras desmontaba, para caminar a su lado
sujetando su bicicleta por el manillar.
—No la tengo.
—¿La has llevado a arreglar?
—No –Andrés ni siquiera volvió la cabeza para mirarla–. No me gustaba. La he
tirado.
Tamara no le creyó, no podía creerle. Se limitó a pensar que él sí que era un
imbécil si pensaba que ella iba a tragarse una bola así, antes de despedirse en la
primera esquina para tomar el camino más corto hacia su casa. En el primer
semáforo volvió la cabeza.
Andrés seguía andando, y ella había renunciado a entenderle. Ya estaba casi
convencida de que los adultos no eran tontos, de que seguramente tenían razón,
cuando volvió a ver aquella bici, la «mountain bike» ultraligera de aluminio
plateado que las mejoras de su propietario habían hecho inconfundible, en un
callejón sin salida bordeado por casas bajas. Un niño demasiado pequeño para
montarla bien intentaba hacerse con ella ante la mirada risueña de una señora
que llevaba un bebé en brazos.
En ese momento, creyó entenderlo todo. Se la habían robado, sólo podía ser eso,
que se la habían robado y a él le daba vergüenza reconocerlo. Estaba segura de
que era la misma bici, y por eso se escondió detrás de una esquina, y aprovechó
una ausencia de la mujer, que entró en la casa con el bebé, para acercarse al
ladrón.
—Oye –le preguntó al niño con la voz más amenazadora que logró improvisar–.
¿De dónde has sacado esa bicicleta?
Él no se asustó. Se la quedó mirando, sonrió, hizo sonar el timbre un par de
veces, como si estuviera muy orgulloso de su sonido, y respondió con mucha
tranquilidad.
—Me la ha dado mi padre.
—¿Ah, sí? –ella estaba desconcertada por su respuesta, pero no dispuesta a
abandonar tan fácilmente–. Pues es de un amigo mío, ¿sabes?
Entonces el niño por fin se asustó, pero tampoco le dijo lo que esperaba oír.
—¡Mamá! –gritó a cambio.
La mujer salió enseguida, y entre los dos le contaron que la bici estaba tirada en
un contenedor, que allí la había encontrado el padre del niño, que era basurero, y
que si no se lo creía, que mirara la pintura, que estaba toda arañada, y el espejo
retrovisor, que era nuevo porque el otro se lo habían encontrado partido.
—Mi marido dio parte de haberla encontrado –añadió la mujer al final– y estuvo
quince días en el depósito del ayuntamiento, pero nadie la reclamó, nadie había
denunciado nada, ni que se la habían robado, ni que la había perdido, lo que se
dice nada… Vete allí a preguntar, si quieres.
Pero no lo hizo. Se volvió a casa en su propia bicicleta, repentinamente pesada,
tan vieja de pronto como la que Andrés había desechado al estrenar la nueva,
sintiendo que se agotaba en cada pedalada. Cuando llegó, le picaban los ojos.
Juan estaba sentado en el salón, hojeando el periódico con el televisor encendido
y Alfonso al lado. Ella se sentó en el borde de la mesa y bajó el volumen de la tele
antes de hablar.