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que nada de lo que le estaba contando tenía importancia–. Andrés no viene a
clase, le dice a Maribel que sí, pero no viene, se pasa las mañanas sentado en un
banco, en el polígono industrial, y no me digas que es normal porque no es
normal. Te digo yo que no es normal.
Entonces levantó la vista, y al encontrar en los ojos de su tío un reflejo de su
propia alarma, cruzó los dedos y se lo contó todo.
Aquello era importante, era muy importante para ella. La niebla es blanca y sucia,
húmeda y viscosa, no distingue entre la costa y el interior, atonta a los adultos,
nubla los cielos y marchita deprisa las vidas que son nuevas.
Era una masa negra y compacta a ratos, a veces sólo gris, y más difusa, que podía agrietarse sin previo aviso, disolverse en un millar de puntos oscuros que salpicaban el cielo como las repentinas cenizas de un volcán para recuperar un segundo más tarde su forma original, la de una masa negra y compacta, animada, elástica incluso, suspendida en el aire por alguna ley desconocida y siempre misteriosamente estable en su imprevisible movilidad. —¿Qué es eso?
Juan Olmedo, que volvía de la barra con un vaso en una mano y un bote de Coca–Cola en la otra, se quedó de pie al lado de la mesa, como si no pudiera apartar la vista del turbio espectáculo de la ventana.
—Son mosquitos –contestó él sin mirarle, pero con la seguridad de quien conoce todas las respuestas–. Están furiosos, porque se van a morir. Saben que llega el frío, el invierno, y el levante ha acabado de volverlos locos. Están atacando a una
avispa.
—¿A una avispa?
—Sí. Y matará a unos cuantos, desde luego. Pero los demás van a acabar con ella antes que el frío.
Juan Olmedo se sentó por fin al otro lado de la mesa, le acercó la coca–cola y esperó a que se agotara su curiosidad por esa nube suplementaria y peligrosa que seguía estirándose y comprimiéndose tras el cristal hasta que se disolvió de golpe, al obtener el diminuto, imperceptible trofeo de un cadáver que sus ojos no alcanzaron a distinguir.
—Ya está –cuando se marcharon los mosquitos, la playa se quedó a solas con el viento, que levantaba la arena en rachas airadas para formar olas de espuma ocre, polvorienta–. Ya se la han cargado. —¿Qué pasa, Andrés?
Él giró la cabeza hacia la ventana, tan furioso consigo mismo, con Juan, con todo, como los mosquitos suicidas, como la avispa moribunda, como el levante que había precipitado su común conciencia de la muerte. No entendía muy bien qué pasaba, qué había pasado.
Cuando intentaba reconstruir los acontecimientos de los últimos meses, recordaba detalles sueltos, fragmentos de conversaciones, imágenes aisladas que hasta ahora no se había atrevido a ordenar en una secuencia lógica, coherente. Y sin embargo sabía muy bien cuál era el orden, la dirección en la que cobrarían sentido todos los elementos que pertenecían a la misma historia, aunque él no quisiera relacionarlos entre sí. También había sabido siempre que tendría que hacerlo antes o después, y que si no le contaba la verdad a su madre, ni a Tamara, tendría que acabar contándosela a él, que nunca había defendido la justicia de esas verdades dudosas e indulgentes a las que Sara era tan aficionada. Cambió de postura para ponerse derecho en la silla, y le miró. Juan también le miraba, parecía tranquilo, esperando. No podía imaginar que cada vez que le veía, cada vez que le oía o escuchaba su nombre, la memoria de Andrés vomitaba por sí sola, por su intransigente y nauseabunda voluntad, aquella insinuación aparentemente frívola, trivial, que su propia gravedad había convertido en una insufrible certeza. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Eso había dicho, solamente eso, y él había enrojecido como nunca antes, había llegado a sentir el rojo, claro al principio, luminoso, caliente, que se espesó después para hacerse un grumo oscuro, un trapo púrpura que cegaba sus ojos, que amordazaba su boca, que le asfixiaba por dentro con su propio espesor. Eso había sentido entonces y eso sentía ahora mismo, en el chiringuito de Punta Candor, la última playa del pueblo, al que Juan le había llevado aquella tarde contra su voluntad. Cuando sonó el timbre y fue a abrir, estaba solo en casa.
Mamá no está, le dijo, insinuando el ademán de cerrar la puerta de nuevo, ha bajado a la calle a comprar, pero él alargó un brazo para impedírselo. No he venido a verla a ella, aclaró a tiempo, he venido a verte a ti. No quería salir con Juan, no le apetecía ir a dar un paseo, ni a tomar una coca–cola, ni a charlar un rato, no quería porque ya sabía lo que iba a pasar, lo sabía y sin embargo apenas
se opuso, es que estaba viendo la televisión, explicó como un tonto, puedes seguir viéndola luego, respondió él, no vamos a tardar mucho… Entonces fue a por la cazadora y se dijo que, total, lo mismo daba, porque si no era Juan sería otro, su madre, Sara, la tutora de su curso, el director del colegio, y ya no podía más, estaba muy cansado, aburrido de andar todo el día de un lado para otro, de perder el tiempo con los pies destrozados y la mente ausente, secuestrada por unas pocas palabras, unas pocas imágenes, unos pocos detalles que no quería ordenar, pero que se colocaban por su cuenta, unos detrás de otros, para dividirle entre el deseo de olvidarlos y una necesidad enfermiza, insensata, de barajarlos una y otra vez para complacerse en su propia y hondísima miseria. El amante de su madre seguía mirándole y aún parecía tranquilo, esperando. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Andrés no quiso pensarlo más.
Cuando habló, su voz le sonó hueca, extraña, tan ajena como la voz de cualquier otro.
—Fui yo –dijo primero, y se detuvo. Juan Olmedo asintió con la cabeza muy despacio pero sin mover un solo músculo de la cara, como si no estuviera dispuesto a dejarse sorprender, a escandalizarse por su confesión o a condenarle tan deprisa–. Yo se lo conté todo a mi padre.
Yo soy tu padre, y tú eres mi hijo, ¿no?, eso no puede cambiar, nada puede cambiar eso… La primera vez no se atrevió a decírselo.
La primera vez, él ni siquiera sabía que había venido desde Chipiona para verle. Fue su abuela quien le llamó por teléfono, ¿por qué no vienes a mi casa a merendar?, le había dicho, tengo una sorpresa para ti… Él creía que era la bicicleta, se la había prometido muchas veces, desde enero, su madre se enfadaba con él cada vez que le oía, ¿para qué quieres una bici nueva, a ver, para qué, si la que tienes va bien? Cuando se te rompa, ya te compraré yo otra, no hace ninguna falta que vayas mendigándola por ahí… Pero su madre ya no pensaba más que en ahorrar, y nunca había entendido ciertas cosas. Él tampoco entendió nada cuando se encontró a su padre en el cuarto de estar de la casa de su abuela, los dos tan sonrientes, tan contentos como si tuvieran algún motivo para creer que se iba a alegrar de verles. ¿Y la bici?, se atrevió a preguntar, de todas formas. ¿Qué bici ni qué bici?, le había dicho ella, levantándose para darle un abrazo, ¡si está aquí tu padre! ¿No te alegras de verle? Le querrás más que a una bici, vamos, digo yo… Pues no, pensó él, por supuesto que no, pero no lo dijo. Si se sentó a su lado y aceptó un batido de chocolate, fue porque no tenía escapatoria. Habían pasado más de dos meses desde que lo vio por última vez, aquella tarde que fue a la papelería técnica con Tamara, y no estaba muy seguro de haber estado nunca con él más tiempo del que pasaron juntos aquella vez, ni de haber intercambiado en ninguna otra ocasión más palabras que entonces, cuando dijo las justas para avergonzarle ante su amiga y ante sí mismo, que siempre, desde siempre, había querido a distancia a un hombre que era él y era distinto, la versión secreta y escondida de su padre que su propio padre se había encargado de destrozar en público y de un plumazo. —Él… Yo… Él me dijo que me echaba de menos, que todo iba a cambiar…
Eso tampoco se atrevió a decírselo la primera vez. Pero cuando su abuela dejó de contarle lo bien que iba en el colegio, se sacó la cartera del bolsillo y empezó a hurgar en su interior. Andrés creía que buscaba dinero, y le extrañó, porque nunca le había dado una peseta, pero lo que le enseñó le sorprendió mucho más. Era una fotografía oblonga, con las esquinas redondas, recortadas a mano como las de una estampa para hacerla encajar en algún envoltorio que había desgastado ya los bordes, revelando la carne grisácea del papel donde terminaban los colores, oscuros y no demasiado nítidos. No era una buena foto. El flash no había saltado, o no había alcanzado a iluminar del todo el rincón donde su padre posaba con un bulto blanco entre las manos. ¿A que nunca la habías visto? Él negó con la cabeza. No, jamás la había visto, ni siquiera sabía dónde la habían hecho, no reconocía los muebles, ni la abierta sonrisa de su padre, ni las ropas de su madre, que posaba junto a su marido, más gorda que nunca, feliz y jovencísima. Éste eres tú, dijo él entonces, señalando el bulto blanco, un envoltorio de lana del que asomaba una miniatura de cabeza muy redonda, tenías una semana, ¿qué te parece?
Andrés cogió la foto y se levantó, se acercó a la ventana como si quisiera verla mejor, la estudió un momento, sintió que un hueco grande y enemigo ocupaba de golpe el lugar de su estómago. Yo presumo mucho de ti, no creas, dijo él entonces, y eso que no sabía que eras tan listo. Como tu madre nunca me llama ni me cuenta nada… Tengo más, añadió cuando él volvió a su lado y se la devolvió sin palabras, si quieres te las traigo otro día, para que las veas. En una estamos los dos juntos, en la playa, jugando al fútbol, tú tendrías… dos años o por ahí, y en otra te llevo yo a caballo, por el ferial, ésa es la que más me gusta, ya verás…
Él dijo que sí con la cabeza sin saber muy bien por qué lo hacía, sólo por ganar tiempo o quizás porque de verdad quería verlas, comprobar que era cierto lo que había oído contar a su madre tantas veces, que él iba a buscarle de vez en cuando al principio, cuando todavía vivía en el pueblo, que se lo llevaba a comer a casa de su otra abuela, o de sus tíos, que le compraba regalos, que jugaba con él. Él no se acordaba, no podía acordarse, sólo tenía memoria para la ausencia, la extrañeza de unos ojos que le pasaban por encima sin reconocerle, o que le reconocían un instante antes de mirar para otro lado. Aquella tarde, su memoria aún funcionaba bien y sin embargo necesitaba ver esas fotos, saber más de él, cosas distintas de las que había aprendido, pero ni siquiera eso logró que se sintiera más cómodo a su lado. Bueno, me tengo que ir, dijo después de un rato, me están esperando mis amigos… Claro, él no se quejó, pero antes vamos a quedar para vernos otro día, ¿te parece? Yo creo que esas notas que has sacado se merecen algún premio…
—Me regaló una bici nueva, una bici buenísima, yo… Nunca me había regalado nada. Me habló mucho de antes, de cuando mi madre y él eran novios, de cuando yo era pequeño, de cuando vivíamos todos juntos. Mamá nunca me había contado esas cosas, y sonaban muy bien, y además, no sé… –levantó la cabeza, Juan Olmedo seguía mirándole con la misma expresión serena, tranquila, que tenía
desde el principio–. Él era mi padre, ¿no? Es mi padre.
Era tan bonita, tan ligera, brillaba al sol como si fuera de plata y corría tanto como la flecha dorada, vibrante, que tenía pintada en el travesaño. ¿Te gusta?, le preguntó él, y luego se echó a reír, como si la vehemencia con la que su hijo había movido la cabeza bastara para hacerle feliz. Pues ésta también es mía, para que veas, aunque está nueva, ¿eh?, nuevecita, me la regaló mi novia por mi cumpleaños, hace diez días, casi no la he usado antes de cogerla para venir desde Chipiona hasta aquí… Yo quería una moto, la verdad, pero ella dice que no se fía de mí, que con una moto me abro la cabeza cualquier día, y que además es mucho más cara, y como sabe que a mí me gusta mucho hacer deporte… Pero al final me alegro, ¿sabes?, porque así te la puedo cambiar por la vieja, ¿qué me dices? Era tan bonita, tan ligera, brillaba al sol como si fuera de plata, él no deseaba nada, ni siquiera podía concebir que algún día llegara a desear nada en el mundo como aquella bicicleta, estaba tan contento que la dejó apoyada contra un árbol, y fue hacia él, y se colgó de su cuello con los dos brazos. Gracias, papá, le dijo. Su madre le había contado que aquélla fue la primera palabra que aprendió, pero en aquel instante él no se acordó de eso, ni se dio cuenta de que era la primera vez que la usaba desde que tenía memoria. Entonces su padre le besó, y Andrés tampoco se acordó de recordar que no le había besado nunca antes. Aquel día no ocurrió nada más. La bicicleta era demasiado bonita, demasiado potente, y rápida, y ligera, y plateada, como para que su flamante propietario pudiera prestar atención a ninguna otra cosa. Los dos montaron en ella, se turnaron para probarla en el improvisado circuito de una plaza desierta a la hora de la siesta, celebraron una especie de competición contra reloj para comprobar el rendimiento de cada marcha, se lo pasaron bien, se divirtieron como Andrés nunca se había divertido con su madre, no exactamente más, pero sí de una manera distinta, según las reglas de un juego en el que sólo participan los hijos y los padres, dos etapas sucesivas de una misma experiencia. Sin embargo, cuando se despidieron, él se atrevió a arriesgar algo más. Me habría gustado comprarte una bici nueva, le dijo, nueva de verdad, que los dos hubiéramos ido juntos a una tienda a elegirla y eso, pero no tengo un duro, ¿sabes?
Yo… lo he hecho todo mal, la verdad. Ahora me arrepiento. Lo he echado todo a perder, mi familia, mi mujer, mi hijo, y ya no tengo nada. En fin, así es la vida. Se le quedó mirando, le sonrió, le besó otra vez, y se marchó pedaleando en su vieja bicicleta, tan fea, tan pesada que, mientras le veía marcharse, Andrés no pudo evitar que el eco de sus últimas palabras siguiera resonando en sus oídos, ni que sus ojos lo miraran con una súbita e improvisada ternura.
—Decía que estaba arrepentido de todo, de habernos abandonado, de no haberse ocupado de mí… Que había intentado arreglarlo alguna vez, pero que mi madre se lo ponía muy difícil. Yo… me fié de él, ésa es la verdad, que me fié de él, me lo creí todo. Es mi padre, ¿no?, y yo nunca había tenido padre, y… Me gustaba tenerlo, eso fue lo que pasó, que me gustaba tener padre, ir con él por la calle, que me gastara bromas, y me tomara el pelo, y se pusiera de portero, y me
invitara a una cocacola después…
¿Tienes una pelota de fútbol?, le preguntó una tarde. Él fue a buscarla y estuvieron tirando penaltis en una portería que estaba en esa plaza rodeada por una pista de asfalto a la que Andrés le había dado tantas vueltas en su vieja bici sólo tres meses antes, cuando aún no sabía quién era su padre, cuando no podía imaginar que los dos podían quererse, tenerse todavía, y tan deprisa. Acababan de estrenar el mes de julio y su padre solía decir que era una suerte que se hubieran reencontrado en vacaciones, cuando Andrés podía entrar y salir, y estar todo el día en la calle sin justificar qué hacía ni adónde iba. Cuando empiece el curso, tendremos que vernos menos, decía, infiltrando una gota de inquietud en el ánimo de su hijo.
Nunca estaban juntos mucho tiempo, ni siquiera los fines de semana, pero el rato que duraban sus encuentros, una hora y media, a veces dos, se repitió con una frecuencia creciente a lo largo del verano. Aquel plan les convenía a los dos.
Las ausencias de Andrés eran lo suficientemente breves como para que nadie, excepto Tamara, llegara a advertirlas del todo, y cuando la niña le preguntaba dónde se había metido, por qué llegaba tan tarde, él le contaba siempre que había estado paseando por ahí, con su bici nueva, y aquella respuesta aplacaba instantáneamente su curiosidad.
Pero su padre también solía decir, al llegar, que no podía quedarse mucho tiempo. Es por la tía esa, ¿sabes?, decía, refiriéndose a su novia, a la que nunca volvió a llamar así, ni por su nombre de pila, que me tiene frito, todo el día trabajando y controlándome además, con el reloj en la mano… Y ni siquiera me paga, porque dice que el bar es de los dos, y que si yo vivo allí, pues que el trabajo también me toca, pero lo que gano yo se lo queda ella, y luego me da mil pesetas de vez en cuando, para tus gastos, dice, como si yo fuera un niño chico… No la aguanto, si tú supieras, no puedo soportarla. ¿Y por qué no la dejas?, le preguntaba Andrés. ¿Y adónde voy a ir?, le respondía su padre, con un gesto de desvalimiento que le hacía parecer de repente más pequeño, más niño que su propio hijo. Si yo no tengo nada, ningún oficio, ni estudios ni nada, y con lo mal que está todo, el trabajo y eso…, ¿qué voy a encontrar yo? Hablaba con tanta tristeza, una desolación tal en la voz que, cuando le escuchaba, al niño no se le ocurría pensar que su padre tenía treinta y tres años, que era un hombre joven, sano, y no menos capaz que sus hermanos, que sus vecinos, que todos esos padres de otros niños que trabajaban en lo que salía, sin protestar, sin quejarse. Si tu madre quisiera escucharme, le dijo por fin, una tarde cualquiera, sería distinto. Podría volver con vosotros, buscar algo despacio, montar quizás algún negocio con ese dinero que tiene ahora. Por cierto, ¿cuánto es, exactamente? ¿Y dónde lo tiene, en casa? ¿No? Ah, en el banco… Vaya, vaya…
—Luego empezó a decirme que quería volver, que lo que le gustaría de verdad sería volver a casa, que estuviéramos los tres juntos, como antes… Hablaba todo el rato del dinero que le había tocado a mi madre cuando vendieron el campo
aquel de su abuelo, y decía que, aunque no lo pareciera, era bastante, que con cuatro millones podríamos montar un negocio, pidiendo un crédito si hacía falta, o buscando un socio, aquí en el pueblo…
¿Qué te gustaría más, una tienda de esas de revelar fotos o un despacho de pollos asados? Te lo digo porque yo creo que esos dos negocios son de los más baratos de montar… Más el de los pollos, desde luego, que sólo hay que pagar la máquina, que hasta se puede alquilar, no hace falta ni comprarla, pero es que en lo de las fotos podríamos ir a medias con mi cuñado, que de eso entiende, ¿sabes?, porque trabajó muchos años en una tienda de ésas, y siempre anda diciendo que, si pudiera, montaría otra… Él le escuchaba embobado, con la misma clase de fe con la que escuchaba los cuentos de hadas que su madre le contaba cuando era un crío, sin creer en los ogros, pero creyendo en ellos, sabiendo que las princesas no existen, pero enfermo de amor por la más blanca, la más rubia, la más delicada de las princesas, sintiéndose príncipe, el pequeño y flaco y débil Arturo mientras intuía su futura corona en las grandiosas promesas de Merlín.
Claro que lo de los pollos asados sería buen negocio en verano, con tantas veraneantas sin ganas de guisar, pero en invierno, no sé yo… Otra cosa que también he pensado es que podríamos montar una tienda pequeña, de las que son de una cadena, una franquicia de ésas. Lo malo es que casi todas las baratas son de ropa, o de chucherías, o perfumerías y eso, que a ti te gustará menos, ¿no? Andrés asentía con la cabeza, olvidado ya de que las princesas, y los príncipes, y los ogros no existen. Ya lo había pensado yo, y es importante que a ti te guste, porque lo lógico es que si tus padres tienen una tienda, la heredes tú cuando seas mayor, por supuesto… Así pasaron mucho tiempo juntos, el padre hablando, el hijo escuchando, contemplando en el aire el castillo magnífico de su futuro, abriendo todas las puertas y las ventanas, escudriñando todos los huecos y los rincones, asomándose a cada balcón para ver un mundo distinto, una casa, una familia, una precisa representación de la armonía. Yo soy tu padre, y tú eres mi hijo, ¿no?
Los dos nos llamamos igual, el mismo nombre y el mismo apellido, y eso no va a cambiar nunca, nada puede cambiar eso… Cuando aquella imagen empezó a adquirir color y volumen, las sombras y los contornos de una escena tan auténtica como si pudiera verla a través de una ventana, romper el cristal y quedarse dentro y vivir en ella para siempre, su padre le pidió que le ayudara. Podrías echarme una mano, hablar con mamá, contarle nuestros planes… Sin ella, no hay nada que hacer, ya lo sabes.
—Yo… Hasta intenté convencer a mi madre, no sé si lo sabes –Juan negó con la cabeza, Andrés continuó, a pesar de que sus mejillas se estaban poniendo coloradas–. Parecía todo tan bonito, tan… tan real, que volviéramos a estar los tres juntos, que ellos tuvieran una tienda, que viviéramos felices, como en los cuentos…
Primero le pregunté que por qué no ponía un negocio con el dinero de la herencia, en vez de comprarse un piso, y ella me preguntó que si me había vuelto
loco, que adónde creía yo que iba a ir ella con cuatro millones. Entonces le dije que había gente que pensaba lo contrario, y me dijo que sí, pero que sería gente que sabe, o que tiene dinero de sobra para arriesgar una parte, pero que ella nunca había trabajado en nada que no fuera limpiar casas y que tampoco iba a tener en su vida más dinero que ése, y que era una locura arriesgarlo todo, así como así. ¿Y si monto algo y luego no va bien?, me preguntó, y yo… Bueno, yo le conté que había visto a mi padre, que él tenía muchas ideas, que me había dicho que estaba arrepentido y eso… Se fue derecha al teléfono y se puso como una fiera.
Él no la vio, pero la escuchó chillar desde la cocina. ¿Es que no tienes bastante con lo que me has hecho a mí, cabrón, hijo de puta? ¿Es que encima tienes que llenarle a tu hijo la cabeza de pájaros? Por supuesto que no voy a quedar contigo, no me interesa lo que tengas que decirme, y no me creo ni una palabra, ¿me oyes?, ni una palabra. No quiero volver a verte en mi vida, y no quiero que vuelvas a ver a Andrés. ¡Vete a la mierda! Esto es todo lo que tengo que decirte, y lo último que te voy a decir hasta el día que te mueras. Entonces colgó el teléfono y empezó a buscarle por la casa, hasta que le encontró detrás de la nevera. Vamos a ver, le dijo, furiosa todavía pero con lágrimas en los ojos, ¿tú estás tonto o qué?
¿Es que se te ha olvidado quién es tu padre? ¿No te acuerdas ya de que nunca se ha ocupado de ti, de que nunca nos ha dado ni un duro, de que ni siquiera te llama el día de tu cumpleaños? No te entiendo, Andrés, no puedo entenderlo, hijo.
Parece mentira que te creas tantos embustes. ¿No te das cuenta de que lo único que le importa es el dinero, que está buscando la manera de quitármelo, de quitártelo a ti, de quedarse con todo? Pero él aguantó el chaparrón sin mover un músculo, porque estaba preparado para escuchar cada palabra que su madre le escupía, cada lágrima que resbalaba ante sus ojos. Su padre se había anticipado a aquella escena, lo había previsto todo, le había dado el veneno y el antídoto. Ella de entrada no querrá escucharte, claro, le había dicho, porque está encoñada con el tío ese, el médico… Porque están liados, ¿a que sí? Ya lo sabía yo. Y la tonta de ella, que eso es lo que es, tonta, se estará haciendo ilusiones. ¡Como si fuera a casarse con ella!