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Entonces se calló, le miró y no quiso decirle nada más, y él enrojeció como nunca antes, llegó a sentir el rojo, claro al principio, luminoso, caliente, que se espesó después para hacerse un grumo oscuro, capaz de asfixiarle con su propio espesor. Yo soy tu padre, Andrés, añadió luego, pasándole un brazo por los hombros,
estrechándole contra sí, yo soy tu padre y tú eres mi hijo y eso no va a cambiar nunca. Nunca. No hay nada que pueda cambiar eso. Él ya lo sabía cuando su madre le acorraló en la cocina, cuando le preguntó si se le había olvidado quién era su padre.
—Yo le dije que lo sentía, que no había podido hacer nada, y él me contestó que no me preocupara, que teníamos tiempo, que siguiera hablando con mamá de él, diciéndole que yo quería que volviera, que lo hiciera por mí, y que ella se ablandaría antes o después, que siempre había estado loca por él, que todo el mundo lo sabía… Él creía que todavía seguía mirando pisos, que no había decidido cuál iba a comprar, y yo… –ya no estaba seguro de que la expresión de Juan fuera la misma de antes, porque acababa de empezar a ver borroso–. Yo se lo dije. Se lo conté todo.
Y él se puso nervioso. Muy nervioso. Y su hijo no tuvo más remedio que darse cuenta. Le vio llamar la atención del camarero con un gesto brusco, dejar unas monedas sobre el mostrador para pagar los refrescos que habían tomado, volverse hacia él para darle un golpecito en el hombro, salir a la calle sin esperarle. Cuando Andrés pudo reaccionar, ya le llevaba un trecho enorme de ventaja. No, no pasa nada, no te preocupes, le dijo sin embargo cuando le alcanzó, es que acabo de darme cuenta de que tengo que irme, de que tendría que estar ya en Chipiona, se me había olvidado. Pasado mañana nos vemos, ¿vale? Acompáñame hasta la parada del autobús, anda, que hoy no he traído la bici… Su padre recuperó tan deprisa el tono, la sonrisa, la forma de andar de otras veces, que él se tragó la excusa de sus prisas aunque hubiera dejado tan pronto de correr. Vaya, lo del piso nos complica un poco la vida, ¿no? Porque, claro, cuando mamá firme los papeles, aunque luego pueda venderlo y eso, pues… Es una pena. Estoy por ir a verla, por hablar yo directamente con ella, ¿qué te parece? El cristal de la ventana se había hecho añicos, los objetos perdían color y volumen hasta confundirse en la palidez indefinida de los mundos irreales, el simulacro de una realidad sin sombras ni contornos. Él conocía bien esa clase de mundos, la naturaleza doble de las realidades falsas, la mansa hipocresía de los paisajes, de las personas, de los edificios, llevaba más de un año viviendo allí, disfrutando de las ventajas de la vida de los otros, usurpando una parte de esa vida que nunca sería suya, un bienestar que no le pertenecía, y siendo feliz a ratos, siempre por casualidad, siempre de prestado.
No había comprendido eso hasta que él apareció, hasta que empezó a hablarle de cosas concretas, un laboratorio fotográfico, una máquina de asar pollos, una tienda pequeña, un negocio, un futuro, y objetos, proyectos, ideas reales que estaban al alcance del tamaño de sus manos, del tamaño de su vida, de un destino sin piscinas, sin jardines, sin el acento fino de la capital. Su padre hablaba el lenguaje de su destino, y multiplicaba las ces, y se comía las eses, porque sabía muy bien qué suelo pisaba, de qué tierra, de qué piedras estaba hecho ese suelo, y no como él, que avanzaba sobre la arena, una playa olvidadiza y voluble, casi agua, tan débil que cambia de volumen con el viento cuando está seca, tan débil que se hunde bajo el peso de las pisadas cuando el mar la humedece. Había sido
tan tonto, tan ingenuo como su madre.
Ya no podía creer en Sara, no podía creer en Tamara, le molestaba que le preguntaran, que se interesaran por él, que le dejaran elegir la película que iban a ver o el postre de la comida. ¿Y qué más os dará a vosotras?, pensaba para sí cuando escogía la sala A o decía que le apetecía más un bombón helado que un trozo de tarta, ¿qué es lo que creéis que vais a sacar de mí? Juan Olmedo, tan educado, tan simpático, tan buena persona, ponía a su madre a fregar el suelo de rodillas, su padre lo sabía, se lo había dicho, y todo había cambiado, se había puesto boca abajo de repente, cómo había podido ser tan tonto, cómo había podido creer que la llegada de Sara y de los Olmedo podría cambiar su vida de verdad, cómo se había dejado engatusar por los aires fáciles del cariño y de la complicidad, si él no era igual que ellos, si nunca lo sería, si el día menos pensado se aburrirían de él, lo olvidarían, y Tamara acabaría de novia con cualquiera de los gilipollas de su clase, y Sara encontraría a otro niño del pueblo con el que entretenerse.
¿Cuándo has dicho que va a firmar tu madre la escritura? ¿aY a qué hora sale ella de trabajar? ¿Y por qué puerta sale? Porque esa urbanización tiene varias, ¿no? ¿Y coge por la carretera? No, respondió él, suele coger por el vivero, ya sabes, por detrás de esa venta que lleva años cerrada…
—Él me dijo que era mi padre, y que yo era su hijo, y que eso no podría cambiar nunca, y yo…
Yo le creí. Me dijo que quería esperarla a la salida del trabajo, hablar con ella para convencerla, y yo… Yo soy su hijo, y él es mi padre, los dos nos llamamos igual, el mismo nombre y el mismo apellido, nada puede cambiar eso, nada, eso decía él… Juan Olmedo seguía mirándole igual que antes, pero Andrés ya no le veía, no distinguía siquiera el caudal, el color de sus propias lágrimas, porque estaba atrapado en una mancha roja, intensa, oscura, más espesa que el llanto, más difícil de tragar que la vergüenza, y hablaba sin saber lo que decía, encadenado a la repetición de esa idea sola, la verdad traidora que lo había aniquilado por completo y ni siquiera después había dejado de ser verdad–. Es todo culpa mía, ha sido todo culpa mía, pero él es mi padre, y yo soy su hijo, y él lo decía, y decía que eso nunca podría cambiar…
—Pero no es verdad, Andrés –Juan habló por primera vez en mucho tiempo y el sonido de su voz, que parecía llegar de un lugar distinto, le arrancó de la lógica de la repetición, le hizo dudar de las palabras que pronunciaba, consiguió que se tambaleara por dentro–. Tú no eres el culpable, no puedes serlo. Tienes doce años y te han engañado, nada más. Te has dejado engañar por un extraño, y eso es muy normal a tu edad. Los nombres y los apellidos son sólo una casualidad. El único padre que has tenido tú es tu madre. —Eso no vale.
—Claro que vale –el tono de su voz, pausado, suave, no había cambiado–. Eso es lo único que cuenta.
Él ya no pudo contestar. Se derrumbó sobre la mesa, se agarró la cabeza con las manos y se echó a llorar. Hacía mucho tiempo que no lloraba así, para cansarse,
para vaciarse, para hartarse de llanto, ni siquiera aquella tarde de septiembre, cuando estaba pendiente del reloj, diciéndose que debería irse ya si no quería llegar tarde a la cita con su padre, y vio llegar a Jesús a la piscina con la cara blanca como un papel, y le oyó decir que su madre se había puesto muy mala de repente y que Juan la había llevado al hospital.
No pudo resistir verla en aquella cama, desnuda y tan pálida, con todos aquellos tubos, aquellas máquinas que le hacían parecer más pequeña, más sola aún, y su sonrisa intacta mientras le abría los brazos, pero ni siquiera entonces lloró todas sus lágrimas. El llanto de la culpa, de la traición, se le había quedado dentro, y le acompañó durante muchas tardes, cuando se marchaba de casa de Sara para irse en la bicicleta a buscarle, y durante todas las noches, y aquella mañana en la que se enteró de que ya lo habían encontrado, de que lo habían detenido, de que estaba en la cárcel, y tiró la bici en un contenedor. No habría sabido qué decirle si hubiera logrado dar con él, mirarle a los ojos, escuchar su voz. No supo qué decir cuando volvió a ver a su abuela, más delgada, más encorvada que antes y con la cara sin pintar, mientras ella le abrazaba en plena calle. No sabía qué decir, no sabía qué pensar, qué hacer, adónde ir durante todas las horas de esas mañanas y esas tardes que perdía vagando por el pueblo, mientras esperaba a que sus pies reaccionaran por él, y que el dolor del día anterior, y del anterior a aquél, y del otro, resucitara poco a poco, imponiéndose a las agujetas para acumularse con el que iba naciendo en cada paso, hasta agarrotar sus talones, sus dedos, sus plantas, y convertirse en la única compañía que estaba dispuesto a tolerar. De vez en cuando, le pegaba un rodillazo a un banco, un puñetazo a una papelera, y entonces le dolían también las manos, las rodillas, y eso estaba bien, él sentía que estaba bien, y seguía andando. Quería estar solo, necesitaba estar solo, ser distinto del que era antes, y sólo ante ella fingía los gestos y los ritos de una normalidad lejanísima, que podía recordar pero que ya no reconocía, como si fuera un vestigio de la vida de otro, días vividos en sueños, en otra época o en otro mundo. Ella también fingía, se comportaba como si no se diera cuenta, le veía comer sin ganas, sentarse delante del televisor y mirar al techo, sonreír a destiempo y siempre de más, disimulando el rígido crujido que retumbaba dentro de su cabeza cuando obligaba a sus labios a curvarse, y nunca preguntaba, no le decía nada. Septiembre había sido el mes más largo de su vida y el más corto también. Octubre estaba a punto de terminar y se le había hecho eterno, y no había durado más de tres o cuatro días, sin embargo. El tiempo se estiraba y se comprimía a su alrededor, como si cada segundo fuera un mosquito suicida, dispuesto a inmolarse con la garantía del incontable número de sus semejantes. Él sentía los picotazos, los mordiscos del tiempo, señales de permanencia de la parálisis que había nacido de su propia y voluntaria inmovilidad, pero ni siquiera eso le animaba a moverse. Si hubiera tenido cuatro, cinco años más, se habría marchado lo más lejos posible y para siempre. Como no podía hacerlo, se había dejado llevar por una lógica perversa que establecía todo lo contrario, y no había dado un paso en ninguna dirección. Hasta que Juan Olmedo llamó al timbre de su casa, aquella tarde, y le llevó en coche hasta la playa más alejada del centro del
pueblo, y le invitó a una coca–cola, sólo para darle una oportunidad de hablar, sin saber si al final se alegraría o se arrepentiría de haberlo hecho. Cuando se hartó de llorar, no lo había descubierto aún. Tenía los ojos hinchados, las mejillas embotadas, una desagradable sensación de pesadez en la garganta, y los labios inflamados, la lengua líquida, gruesa. Era casi de noche, y la luz artificial, débil, amarillenta, misteriosamente consciente del ruido del océano, parecía sumergirles en un pequeño mar interior, una pecera llena de agua estancada a punto de navegar a la deriva, de ceder a la avidez codiciosa de las olas que se vengaban con un estrépito infernal del destino que las condenaba a nacer para destruirse.
—Él es mi padre –insistió por última vez con una voz diferente, mansa, adormecida–, y yo soy su hijo, y eso está claro, es verdad… Es verdad, digas tú lo que digas. Y sin embargo, nosotros…
Tú, Sara, yo, mi madre… Yo no sé lo que somos –hizo una pausa, le miró, comprobó que él seguía mirándole–. Eso es lo que pasa, que no sé lo que somos. —No importa lo que seamos, Andrés –Juan hablaba con tanta seguridad como si llevara toda su vida preparando aquella respuesta–. Lo que importa es cómo estemos.
Y estamos bien. Y vamos a seguir estando bien. Eso es lo único que importa. Ninguno de los dos quiso hablar en el viaje de vuelta. Cuando el coche se detuvo en la puerta de su casa, Andrés bajó sin despedirse, y luego se dio cuenta, y antes de cerrar la puerta le dijo adiós, y le dio las gracias. Estaba muy cansado, muerto de cansancio, se sentía incapaz de mover las piernas, de mover las manos, de volver a hablar. Sin embargo, su llave entró en la cerradura sin quejarse y obedeció a sus dedos dócilmente, y dentro hacía calor, y olía a comida, y su madre le saludó desde la cocina con la voz distraída, cantarina, que brotaba sola de su garganta siempre que estaba ocupada. Andrés fue hacia ella, la encontró haciendo pisto, la abrazó, apretó la cabeza contra su delantal, y se lo contó todo.
Cuando el oso Perico murió destripado a manos de su mejor amigo, eran las cuatro y media de la mañana. Tras consumar el crimen, Alfonso Olmedo tiró al suelo su piel desmochada y sucia, arrugada como un trapo, y salió corriendo. Su hermano Juan estaba demasiado asustado, demasiado aturdido, demasiado borracho como para pensar en orden y en la dirección correcta. Sus reflejos, menos embotados por el alcohol que por la memoria, no atinaban a coordinarse, y por eso permaneció inmóvil durante un buen rato junto al cadáver de Damián, sin acabar de decidir a cuál de los impulsos que competían dentro de sí debería dar prioridad. Siempre había estado preocupado por Alfonso. No recordaba ni un solo momento de su vida en el que su preocupación por él hubiera llegado a desaparecer del todo bajo el peso de reclamaciones más urgentes, y sin embargo, como suele ocurrirle a los padres con sus hijos pequeños, ese celo constante había adquirido ya, muchos años antes, el
despreocupado rango de una costumbre, una necesidad a la que, de puro asumida, no se le presta atención. Por eso los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol, por eso se pierden en los centros comerciales sin que sus madres hayan sido conscientes de haberlos soltado de la mano ni un momento, por eso se hacen adictos al alcohol o a la heroína mientras sus padres presumen de sus notas con sus compañeros de trabajo. Además, el teléfono estaba más cerca.
Juan Olmedo marcó el 091 y cortó la comunicación antes de que la policía descolgara al otro lado.
Sus manos, sus brazos, sus piernas empezaron a temblar solas, con más violencia que antes, mientras su cuerpo rompía a sudar y desde algún remoto lugar de su cabeza empezaba a abrirse paso una conciencia absoluta de su situación. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, y su cráneo había hecho clac al rebotar contra el penúltimo escalón. Él no había empujado a su hermano, pero nadie más lo sabía, y estaban los dos solos, tan tarde, tan borrachos. Lo pensó otra vez, más despacio, como si otro hubiera vivido aquella escena por él y ahora quisiera contársela, informarle, convencerle. Si no hubiera intervenido, si no se hubiera acercado a su cuerpo, si no lo hubiera tocado siquiera, Damián habría muerto igual y él, de todas formas, estaría pidiendo una ambulancia para que un médico distinto certificara la muerte, para que alguien se hiciera cargo del cadáver, para quedarse absolutamente tranquilo respecto a la imposibilidad de corregir las consecuencias del accidente. Accidente. Respiró hondo un par de veces, volvió a descolgar el teléfono y, en lugar del número de Urgencias de la Seguridad Social, marcó directamente el del hospital donde trabajaba. Prefería moverse en un terreno conocido, sentirse arropado, comprendido, consolado por sus compañeros. Ése fue el primer indicio de que iba a ser capaz de reaccionar, y lo celebró en silencio durante un instante. Sentía una sed atroz, un ansia insuperable de beber, de recuperar el control de sus manos, de sus piernas, de concentrar todas las fibras de su cerebro en una sola, sobria y sensata. Sabía que una copa más mitigaría durante algún tiempo los efectos de todas las que había tomado antes, y la vació deprisa, de pie, sin perder el tiempo buscando un vaso limpio o sacando hielo de la nevera. Sólo después fue a buscar a Alfonso.
No podía recordar ni un solo momento de su vida en el que la preocupación por su hermano menor hubiera cedido por completo a reclamaciones más urgentes. Más tarde, ni siquiera podría recordar que se hubiera despreocupado de Alfonso en aquel preciso instante. Pero los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol a su lado, y mientras esquivaba con cuidado el cadáver de Damián, sin poder evitar que sus zapatos se mancharan de sangre para estampar la escalera con dos hileras de huellas alternas, oscuras, Juan Olmedo se dio cuenta de que también tendría que explicar lo del serrín. Alfonso lo había pasado muy mal después de la muerte de Charo. Había dejado de comer, había dejado de dormir, se había quedado calvo y sin fuerzas, pero eso ahora no significaba nada. Nadie podía saber cómo iba a
reaccionar. Juan llevaba toda la vida mirándole, estudiándole, intentando adivinar lo que pensaba, lo que sentía, lo que deseaba o temía, y nunca había logrado establecer una pauta sistemática de su comportamiento. Los especialistas que le trataban le habían advertido que nunca lo lograría. Las reacciones de Alfonso sólo eran previsibles en procesos rudimentarios, básicos, de estímulo y recompensa, pero cuando se hallaba en una situación que desbordaba los márgenes de ese esquema, cuando se enfrentaba a un acontecimiento nuevo y desconocido para él, del que ignoraba si le depararía un premio o un castigo, se dejaba llevar por los impulsos más aleatorios, y pocas veces eran lógicos. El hospital estaba muy cerca, la ambulancia no podía tardar mucho. Cuando Juan entró en la habitación de su hermano, iba componiendo su versión, la que recitaría en cualquier momento ante el equipo de la ambulancia, la que le convenía memorizar para repetirla después, siempre igual, con los mismos detalles, las mismas palabras, pero a pesar de la frialdad de su cabeza, esa eficacia instintiva y mecánica que no lograría reconocer después como propia, no pudo evitar un instante de compasión profunda, la irrupción del arrepentimiento, al encontrar a Alfonso muy quieto, tumbado boca abajo en la cama, sin atreverse a volver la cabeza para averiguar quién llegaba, pero pegando el cuerpo a la pared al ritmo de sus pasos, encogiéndose poco a poco como si quisiera prepararse para recibir algún golpe.
No pretendía sólo tranquilizarle, consolarle. Antes, mientras vaciaba un vaso usado de un trago y se reprochaba el error inmenso de haber cedido al impulso de machacar el cráneo de Damián contra el escalón cuando ya estaba seguro de que el azar se había encargado del trabajo sucio, había comprendido que el único riesgo real al que se enfrentaba era el asesinato deliberado y simultáneo del oso Perico. Por eso había ido a buscar a Alfonso. Quería hacerle dudar de lo que había visto, enredarle, confundirle, encontrar la forma de convencerle de que él se había limitado a examinar la herida, de que por eso había tomado la cabeza de Damián y la había sostenido entre sus manos antes de posarla sobre el escalón con delicadeza. No era muy complicado. Su hermano era dócil, obediente, se dejaba confundir sin dificultad por las personas a las que respetaba. Aquella noche, sin embargo, cuando por fin se volvió hacia él, cuando le miró y le tendió los brazos, fue Juan quien se echó a llorar, y Alfonso quien le acarició la espalda, quien le besó en la cara, quien le limpió las lágrimas mientras alcanzaba apenas a balbucir que había sido horrible, que Damián se había caído por la escalera, que creía que estaba muerto. Entonces sonó el timbre de la puerta y el primogénito de los Olmedo fue a abrir con el inconfundible aspecto de las víctimas, tan lloroso, tan exhausto, tan inseguro en todas sus palabras, en todas sus acciones, que el médico al que halló tras la puerta, y que le conocía, dudó un instante entre ocuparse de él e ir a auxiliar al herido.
En la conciencia de Juan Olmedo, aquel momento, la aparición de un grupo de extraños, el estrépito del instrumental al desparramarse ordenadamente sobre el suelo, los desalentados cuchicheos que cesaron muy pronto para dar paso a las miradas abrumadas y a las palabras de pésame, se quedó grabado como un hito,
una raya en el tiempo, el final del día. Así lo recordaría siempre. Y recordaría después el día siguiente, un principio que se dilató hasta las primeras horas de la tarde, una resaca espantosa, la tortura de su cabeza apresada en un casco de hierro hecho a la medida de un niño de diez años, el cóctel de analgésicos al que recurrió para zafarse de él, y la ecuanimidad, la objetividad, la capacidad de comprender con exactitud lo que sucedía a su alrededor, lo que había sucedido ya, lo que podría suceder en el futuro, apremiándole como si nunca le hubieran abandonado. Entonces, Dami ya estaba con él. No podía verle, pero le veía, sabía que estaba ahí, a su lado, sentado en el bordillo de la acera, ante el portal de la casa de Villaverde donde vivían antes, vestido con una camiseta de rayas y unos pantalones cortos, el pelo castaño, seco y ondulado, casi rubio bajo el sol que le arrancaba reflejos dorados, y las manos concentradas en cualquier objeto, cualquier artefacto roto o estropeado que hubiera recogido por la calle y estuviera a punto de arreglar cuando levantaba la cabeza para mirarle, para sonreírle con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos. Estaba ahí, con él, dentro de él, pegado a él, pero nunca podría saber de dónde había salido, cuándo se había deslizado por alguna grieta del tiempo imposible para sentarse a su lado, cómo había logrado la fantasmal proeza de aquella sonrisa que se instaló a vivir sin objeciones en el vacío absoluto de su conciencia.
Porque su conciencia había estado vacía, ausente, desconectada del mundo, durante unas horas que nunca podría recordar con precisión. Durante el resto de su vida, cuando pensara en aquella noche, la madrugada blanca y fría de las seis de la mañana se empeñaría en prolongarse sin huecos, sin sobresaltos, sin interrupciones, en la pobre luz de las tres de la tarde del día siguiente, la asfixiante voluntad de la calefacción deshaciéndole en sudor bajo la manta con la que se había tapado, o con la que alguien le había tapado cuando se quedó dormido en uno de los sofás del salón, la impiedad de la jaqueca y la extrañeza de despertarse en un lugar extraño, hasta que Dami se le quedó mirando, le saludó moviendo una mano en el aire, muy despacio, y sonrió para obligarle a recordar. Y sin embargo, nunca lo lograría del todo. Recordaba al médico que le dio el pésame, a un enfermero que le tendía un impreso, se recordaba a sí mismo firmándolo, afirmando con la cabeza mientras alguien le explicaba que en casos como aquél, un accidente doméstico tan evidente, no se juzgaba necesario el trámite de una autopsia.
Recordaba que había seguido bebiendo. Debían de haberse llevado el cadáver de Damián antes de que la casa se despertara, pero eso ya no lo recordaba bien, y sin embargo, era consciente de haber hablado en algún momento con las muchachas, de haberles explicado lo que había ocurrido, de haberles pedido que limpiaran la escalera antes de que la niña se levantara, porque sí podía recordar, aunque en el color pálido, la pálida consistencia de las escenas vividas en sueños, la expresión horrorizada de una de ellas, que era dominicana y se abandonó a un llanto pánico, inmediato, compulsivo, ante la simple idea de tocar la sangre con las manos. Él no había limpiado la escalera, pero alguien lo había hecho, seguramente la otra muchacha, que parecía más entera, o alguna de sus
hermanas, porque también recordaba, como en la continuación del mismo sueño, haber visto a sus hermanas, y sólo podía haberlas llamado él, aunque no era consciente de haberlo hecho. Ellas mismas le confirmarían después que efectivamente había sido así, que las había despertado a las dos con pocos minutos de diferencia, al borde de las siete, una hora tan infrecuente en mañanas de domingo que ambas se habían temido lo peor antes de escucharlo de sus labios.
Cuando llegaron a casa de Damián, se lo encontraron dormido en una silla. Paca fue la que le acostó, la que le tapó con una manta, y cerró la puerta del salón, y pidió a las muchachas que le dejaran dormir. ¿Qué ibas a hacer tú, ya?, le dijo, si ya no había nada que hacer… Por lo visto, a ellas también se lo había contado todo, y le habían visto tan mal, tan destrozado, tan incapaz de hablar y de llorar a la vez, que hasta llegaron a temer por él. Vete a descansar, Juanito, por Dios, a ver si te va a dar a ti un patatús, ahora, que era lo que nos faltaba… Paca le acostó en un sofá, le tapó con una manta, y sin embargo, la voz de Tamara le despertó, porque quería verla, darle un beso antes de que se fuera. Aquél fue su primer error. La niña se había sorprendido mucho al encontrarse a sus tías esperándola cuando bajó a desayunar, y preguntó por su padre inmediatamente después de saludarlas.
Trini le dijo que Damián las había llamado por teléfono porque tenía que salir de viaje enseguida, y había pensado que ella se iba a aburrir mucho en casa, todo el domingo sola con Alfonso, y que por eso se les había ocurrido ir a buscarla para llevarla a pasar el día con sus primos. Ella, que cualquier otro día habría estado encantada con aquel plan, lo aceptó con reticencia y demasiadas preguntas. Su padre no solía viajar, todos sus negocios estaban en Madrid, sus tías parecían muy raras aquella mañana, demasiado sonrientes para tener esos ojos de haber llorado, y ella siempre se quedaba con Alfonso y las muchachas en casa cuando su padre no estaba, lo que últimamente sucedía durante días enteros, todos los días, sin que él pareciera preocuparse mucho de que se divirtieran o se aburrieran en su ausencia. Sin embargo, se preparó para irse a jugar con sus primos porque no tenía otra opción. Ya estaba casi en la puerta cuando vio aparecer a Juan, tan pálido, tan desencajado, tan somnoliento como un zombie en una película de terror, y entonces comprendió que la estaban engañando. Aquél fue su primer error, pero no fue consciente de haberlo cometido.
El segundo, en cambio, fue menos consecuencia del azar que de un cálculo torpe, desafortunado.
La única decisión que Juan Olmedo recordaría después haber tomado durante las horas de su ausencia, esa mañana en la que no llegó a dormir del todo ni a estar completamente despierto y en la que actuó por un extraño instinto cuyos resultados sólo lograría descubrir con la ayuda de los demás, tuvo que ver con Alfonso. Cuando sus hermanas se pusieron de acuerdo en que Trini se hiciera cargo de Tamara, Paca se ofreció a llevárselo a su casa, pero Juan le pidió que no lo hiciera, invocando una autoridad que estaba a medio camino entre su condición de hermano mayor y su título universitario. No, él ya sabe lo que ha pasado, les
explicó, se despertó con el ruido y vio a Damián tirado en el suelo. Yo hablé con él y prefiero tenerlo cerca. No sabemos lo que puede pasar cuando se despierte… Eso era verdad, que quería tenerlo cerca, hablar con él antes de que él pudiera hablar con nadie, controlar lo que decía, convencerle de lo que tenía que decir. Estaba seguro de que Alfonso estaba dormido y de que iba a seguir durmiendo mucho tiempo, porque él le había dado una pastilla para dormir, no sabía cuándo, pero sí sabía cuál, y que los somníferos siempre habían ejercido un efecto fulminante sobre su estado nervioso. Calculó que él no llegaría a sumergirse completamente en el sueño, que despertaría antes que su hermano, pero se equivocó.
Alfonso había dormido ya muchas horas cuando Damián se cayó por la escalera, y se levantó hacia la una de la tarde, todavía aterrorizado, pero aún más hambriento.
Un par de horas después, al salir del baño donde se había peinado y lavado la cara, Juan le oyó hablar desde la cocina, reconoció la voz de la persona que hablaba con él, y sus reflejos, disminuidos por el cansancio, embotados por la resaca, aún acertaron a desatar en su interior un escalofrío imprevisto y helado. Alfonso estaba sentado a la mesa, jugueteando con una cuchara y el tarrito de cristal del flan que había tomado de postre, y sonrió cuando le vio aparecer. Tenía muy buen aspecto, como si todavía no hubiera comprendido bien lo que había sucedido. Nicanor, en cambio, parecía destrozado. Juan y él nunca se habían llevado bien, pero aquella mañana se saludaron con un abrazo largo y estrecho. —¿Por qué no me llamaste? –el mejor amigo de Damián estaba muy afectado. Tenía los ojos hinchados, las manos temblorosas, la voz débil, ahogada–. Yo estaba con tu hermano anoche, ¿sabes?, cuando vino aquí. Dijo que quería ducharse y cambiarse de ropa, y le estuve esperando mucho tiempo. No me imaginaba qué podía haberle pasado.
Me he enterado por una muchacha, cuando he llamado, hace un rato… —Lo siento, Nicanor –Juan le contestó con palabras de duelo, sinceras, casi cariñosas–. Lo siento mucho. No se me ocurrió, la verdad. He estado muy aturdido, muy.. atontado por todo esto. Llamé a mis hermanas, y ni siquiera me acuerdo de cuándo lo hice, de lo que les dije… Debería haberte llamado a ti también, tienes razón, pero no se me ocurrió. Lo siento.
Nicanor volvió a abrazarle, como una forma de aceptar sus disculpas, antes de regresar a la silla donde estaba sentado antes, mientras una muchacha se acercaba a Juan con una cafetera en la mano.
—Yo tenía miedo de que le acabara pasando algo así –el policía aceptó otro café y no quiso ponerle azúcar–. Mucho miedo. Se lo dije un montón de veces, que se iba a matar, que cualquier noche de éstas se estrellaría con el coche o se metería en un lío del que saldría malherido. Se estaba pasando mucho, ¿sabes?, mucho, de todo, se pillaba unos pasones tremendos, parecía que lo anduviera buscando. Yo no entendía que aguantara tanto, que siguiera yendo a trabajar, que no se pusiera enfermo. Y al final… No pudo acabar la frase. Durante unos minutos que se hicieron eternos sólo se
escucharon sus sollozos, violentos en el estallido y aún más en la muerte inmediata, prematura, que nacía de su determinación de suprimirlos, de ahogarlos, de no abandonarse a ellos sin condiciones. Juan le miró, y sintió piedad por él. Nadie, excepto quizás Tamara, lloraría nunca a Damián como aquel hombre brusco y severo, que no sabía llorar.
—Yo le quería como a un hermano, más que a un hermano… Le quería más que a nadie, tú lo sabes…
Juan asintió con la cabeza. Lo sabía. Cuando se fueron a vivir a Estrecho, el barrio de Nicanor, Damián y él seguían durmiendo en el mismo cuarto, viviendo al mismo ritmo y compartiendo muchas cosas, pero los dos habían cortado ya, cada uno por un extremo, el hilo invisible que los había mantenido unidos, confundidos casi en una sola persona durante toda su infancia. Entonces, Juan se enamoró de Charo, y Damián se hizo amigo de Nicanor. El niño Martos, como le llamaban en el barrio, era muy popular porque su padre era policía y le gustaba ejercer su oficio fuera de las horas de trabajo, aunque sólo intervenía para pacificar, para poner orden o disolver los alborotos antes de que desembocaran en destrozos, en peleas. Tenía fama de buena persona, sin embargo, porque nunca se extralimitaba, nunca había agredido a nadie ni siquiera cuando optaba por detener a alguno por su cuenta y llevárselo esposado a la comisaría donde, casi siempre, el que acababa recibiendo una bronca era él, y por pasarse de listo. Nica, que era su único hijo, presumía mucho de su padre, de su uniforme, de su pistola, de la condición de intocable que le garantizaban, pero al conocer a Damián, que no sólo era mucho más fanfarrón, más chulo que él, sino que además estaba más curtido en los avatares del liderazgo, le cedió con naturalidad el primer plano y se convirtió en una sombra fiel, sin más ambiciones que la de andar siempre pegado a su espalda.
Durante todo ese tiempo, más de veinte años, Juan nunca había mantenido con él ninguna clase de relación específica. Salvo cuando se encontraban por la calle, en el mismo barrio donde Nicanor seguía viviendo y trabajando, y al que él iba con frecuencia a ver a su madre o a sus hermanos, jamás habían estado juntos sin que Damián mediara entre ellos, y ni siquiera entonces habían logrado mirarse con simpatía. A Juan no le gustaba Nicanor. No le gustaba su oficio, ni su estilo, ni su manera de andar, de mirar, de intimidar a la gente.
El paso del tiempo y la experiencia laboral habían fortalecido su carácter para acercarle a su amigo en lo peor, pero seguía estando tan lejos de él como siempre en lo mejor. Nicanor, con su propio uniforme, su propia pistola, había llegado a ser igual de fanfarrón, igual de chulo que Damián, pero nunca ingenioso, ni simpático, ni seductor, ni capaz de dejarse llevar por sentimientos imprevistos.
Era un tipo duro de puro seco, insensible y apático, torvo y silencioso. Y tenía celos de Juan, de su condición de hermano mayor, de la intimidad que pudiera llegar a conservar con Damián, del misterioso ascendiente que a veces lograba ejercer sobre él. Nunca se habían llevado bien, y sin embargo, aquel mediodía, en la cocina de la casa de su hermano, mientras le veía recuperar el control de sí
mismo, imponerse lenta, trabajosamente a su propio llanto, Juan Olmedo
comprendió que aquél era el golpe más duro que había recibido en su vida, y