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—¿Cómo fue?
—Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi –los gritos de Alfonso, que hasta entonces había
estado callado, jugueteando siempre con la cucharilla y el tarro de cristal,
estallaron en el aire como los truenos de una tormenta eléctrica en la siesta de un
día de verano–. Damián se cayó, llegó hasta abajo, ¡buuum! Yo lo vi, y Juanito
entonces lo reanimó, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!
Mientras el puño cerrado de su hermano caía una y otra vez sobre la mesa
siguiendo el ritmo de sus labios, Juan sintió un mar de sudor invernal congelando
su espalda.
—Vete a dar una vuelta, Alfonso, anda –él seguía golpeando la mesa como si
quisiera animar a los demás a participar de su juego, pero Nicanor, con la cabeza
baja, la mirada perdida, no le prestaba atención.
—Pero si yo lo vi, yo lo vi…
—¿Por qué no te subes al cuarto de Damián y enciendes la televisión y te tumbas
en la cama para verla un rato?
—Es que se enfada. Se enfada mucho si hago eso. Luego viene y me echa una
bronca… –movía la mano derecha con tanta fuerza que el dedo pulgar producía
un chasquido armónico, casi musical, al chocar contra el corazón.
—Hoy no se va a enfadar, Alfonso –Juan le miró, y comprobó con el rabillo del ojo
que Nicanor también le miraba–. Hoy no.
—¿Y dónde está? –Alfonso miró primero a su hermano, luego al policía, y repitió
el orden de las miradas un par de veces–. ¿Dónde está Damián?
Ninguno de los dos quiso contestar a esa pregunta. Al rato, Alfonso se levantó, le
preguntó a Juan si estaba seguro de que Damián no se iba a enfadar, y se
marchó por fin. Entonces, Nicanor se estiró en la silla y Juan se lo contó todo, casi
todo, en el orden exacto en el que había sucedido, sin omitir el detalle de su
propia borrachera, del berrinche de Tamara, del enfado por el que él mismo se
había dejado llevar al ver que la fiesta se acababa sin que Damián hubiera
aparecido, de su propia preocupación por él, porque tampoco había llamado y
nadie sabía dónde estaba. Le contó que lo vio muy mal, que no era capaz de
andar derecho, que parecía furioso consigo mismo, que se enfureció también con
él cuando le dijo que no podía seguir así, que tenía que cuidarse, remontar como
fuera aquella crisis que se estaba haciendo crónica.
Que le respondió que no tenía por qué aguantar sermones de nadie.
Que entró en su cuarto para ducharse y cambiarse de ropa. Que se metió otra
raya en el descansillo antes de marcharse. Que empezó a bajar por la escalera y
que él pensaba marcharse detrás de él. Que llegó a salvar el primer escalón y
luego, de pronto, se dio la vuelta como si se le hubiera olvidado decirle algo. Que
entonces, el cuerpo aún de perfil, calculó mal y pisó en el vacío.
—Empezó a caer en diagonal, luego cabeza abajo, dio una vuelta y acabó boca
arriba. En algún momento su cabeza chocó con un escalón. Yo examiné la herida.
Se había golpeado en la base del cráneo. Le levanté con cuidado y la sangre
empezó a manar a borbotones.
Llamé a una ambulancia enseguida, por supuesto, pero ya sabía que no había
nada que hacer.
Nicanor no dijo nada. Se quedó muy quieto, con los ojos clavados en el techo, y
cuando estaba a punto de volver a llorar, le preguntó a Juan si podía ayudar en
algo.
—¿Y qué piensas hacer tú ahora?