38956.fb2
casa un par de días.
Tam está en casa de Trini, y supongo que será mejor que siga allí, por lo menos
hasta después del entierro, porque con los otros niños estará más entretenida. Y
luego…
Pues no sé, la verdad, no tengo ni idea.
—Llámame –Nicanor le puso una mano en el brazo, apretó los dedos un
momento–. Para lo que sea.
En aquel momento tendrían que haberse despedido, y la vida de cada uno de
ellos habría seguido su propio camino, divergiendo progresivamente hasta
perderse de vista por completo, como correspondía a su mutua voluntad de
desconocerse. En aquel momento tendría que haber comenzado aquel proceso,
pero Alfonso, que solía ser tan dócil, tan obediente, y que había pagado tantas
veces el precio de una bronca descomunal por el privilegio de tumbarse encima
de la cama de Damián para ver la tele, no estaba en el piso de arriba cuando
Juan acompañó a Nicanor hasta la puerta.
—Yo lo vi…
Arrodillado en el suelo, en la misma postura que había adoptado Juan para
examinar el cuerpo de su hermano, machacaba algo que parecía un trapo
arrugado, desmochado y sucio, contra la superficie del último escalón.
—Yo lo vi, yo lo vi –se reía–.
Damián se cayó por la escalera, ¡bum!, y Juan le cogió por la cabeza y le reanimó,
¡bum!, ¡bum!, ¡bum!
Cuando Nicanor se paró al lado de Alfonso, cuando le quitó aquel trapo de las
manos, y comprobó que eran los restos de un oso de peluche, cuando se lo
devolvió, y se dio media vuelta muy despacio, y le miró a los ojos, la sangre ya
había dejado de circular por las venas escarchadas, agarrotadas y rígidas de Juan
Olmedo.
—¿Por qué hace eso?
—No lo sé.
—Yo lo vi, lo vi… –Alfonso estiró el cadáver de Perico sobre su regazo, lo cogió
por el hocico, lo giró en el aire como si quisiera comprobar la posición de sus
dedos sobre la parte posterior de su cabeza, volvió a estrellarlo contra la madera–. Reanimarle, ¡bum!, reanimarle, ¡bum!, ¡bum!
Juan se desplazó ligeramente hacia la derecha, buscando el apoyo de la escalera
con un movimiento que pretendía parecer casual, cuando sintió que su cuerpo se
desequilibraba por dentro.
—¿Por qué dice eso?
—Tampoco lo sé.
Estaba seguro de que el color le había abandonado, de que tenía la cara blanca,
palidísima, podía sentirlo, percibir la textura sutil y quebradiza de una capa de
cera sobre su piel, y sin embargo aún controlaba su voz, la sentía fluir con
naturalidad, un acento firme, estable, que no estaba seguro de ser capaz de
conservar durante mucho tiempo. Por eso prefirió callarse, renunciar a dar
explicaciones, a buscarlas en voz alta, como si de verdad estuviera sorprendido y
a la vez dispuesto a derrochar indulgencia sobre aquella extravagancia de su
pobre hermano, una máquina de pensar tan defectuosa, un testimonio que no
aceptaría ningún tribunal. Pero Nicanor le miraba ahora de otra manera, y Alfonso
se dio cuenta.
—¿Dónde está Damián? –No le contestaron, y él empezó a enfadarse, a lloriquear,
a agarrarse con las manos del pelo que conservaba–.