38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 160

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¿Dónde está, Juanito? ¿Dónde está, dónde está?

Cuando comprendió que ninguno de los dos se lo iba a decir, soltó lo que

quedaba de Perico y se colgó del cuello de su hermano.

—Supongo que habrá autopsia.

—No. El médico que ha certificado la muerte no la ha considerado necesaria –Juan contestó a Nicanor sin mirarle, agradeciendo íntimamente a Alfonso la

distracción que le brindaba su desamparo, mientras él lloraba entre sus brazos,

con la cabeza apoyada en uno de sus hombros.

—¿Y eso?

—Es lo normal. Si un cadáver no presenta indicios de muerte violenta, se le

ahorra ese gasto a los contribuyentes.

—Ya. ¿Y de dónde era ese médico?

—De Puerta de Hierro.

—¡Vaya! –Nicanor levantó una ceja–. De tu hospital, ¿no?

—Sí –Juan le contestó sin alterarse, como si la dureza del tono del policía hubiera

disipado su miedo, sembrando en su propia voz una dureza semejante–. También

es el que está más cerca. La ambulancia vino de allí.

—Bueno, pues sí que va a haber autopsia –Nicanor se alejó un par de pasos de él

para mirarlo de frente–. Va a haber autopsia porque yo la voy a pedir. Ya nos

veremos después de los resultados.

La puerta se cerró a sus espaldas y Juan no se movió, no hizo nada. Apoyado en

la escalera, manteniendo a Alfonso sujeto con un brazo, siguió besándolo,

acariciándolo, apretándolo contra sí hasta que se calmó. Ya no tenía sentido

intentar hablar con él, llevarle la contraria, animarle a dudar, confundirle. Nicanor

ya conocía su versión. Si Alfonso iba contando por ahí que su hermano mayor

quería arrebatársela, desmentirle, obligarle a mentir, todo sería aún peor, por más

que ningún juez fuera nunca a aceptar su testimonio. Si iba a hablar, y él no

podía evitar que en algún momento hablara, mejor que dijera que Juanito le había

consolado, que le había abrazado y mimado, que había cuidado de él como

siempre, como si no tuviera ningún motivo para hacer lo contrario. Mientras su organismo recuperaba poco a poco las pautas de su funcionamiento normal, y la sangre volvía a ponerse en movimiento, Juan Olmedo intentó pensar deprisa, y lo consiguió antes de lo que esperaba. Habría una autopsia, por supuesto que iba a haber una autopsia, pero él ya sabía qué resultados iba a arrojar. Él no había empujado a su hermano. El organismo de Damián contenía una cantidad de sustancias tóxicas que bastaría para justificar la pérdida espontánea de equilibrio de un hombre mucho más corpulento que él. O hasta de dos. Por eso se había caído por la escalera, se había caído él solo, y su cadáver conservaría la memoria del accidente, hematomas de diversa importancia y cortes en la piel que permitirían al forense reconstruir con exactitud la trayectoria, la aceleración, las fases de la caída, hasta el instante en que su cráneo reventó contra el canto de un escalón. Es difícil sobrevivir a un golpe así. Él, como cualquier buen traumatólogo con experiencia clínica, sabía que es imposible calcular el grado de violencia que puede llegar a romper un hueso cuando el cuerpo de un hombre adulto, robusto, pesado, cae rodando por una escalera larga, recta, sin rellanos, desarrollando en la caída una potencia que depende de factores que no se pueden reconstruir con precisión. Había estudiado mucho, mucho, se había pasado la vida estudiando. Por eso estaba seguro de haber controlado minuciosamente la fuerza de su mano derecha en el instante en el que asestó un golpe suficiente, el golpe justo para terminar de romper un hueso que ya estaba roto, sin producir las fracturas secundarias, el astillamiento, el destrozo que permitiría a un forense descubrir en el cráneo de Damián la violencia incontrolada y excesiva de una agresión intencionada.

El informe de la autopsia reflejó todos estos cálculos con tanta exactitud como si los hubiera ido dictando él mismo mientras metía un par de mudas de Alfonso en una bolsa, y conducía hasta su casa, y le instalaba en el dormitorio del pasillo sabiendo ya que los dos acabarían durmiendo juntos y en su propia cama. El dictamen fue rotundo, tajante, concluyente. Muerte accidental, sin la menor sorpresa, ningún detalle discordante, ningún indicio misterioso, ningún margen de duda. Mientras lo leía, el doctor Olmedo comprobó que la redacción era casi idéntica a la de los ejemplos que había estudiado en los libros de texto. No conocía al forense que lo firmaba, pero le sonaba el nombre de su jefa, otra forense que parecía haber realizado una segunda autopsia cuyos resultados encontró grapados a los de la primera en el sobre que recibió por correo. El informe del segundo examen constaba sólo de dos puntos, y un párrafo introductorio en el que su autora se adhería sin matices a todas las conclusiones que su colega había establecido previamente, haciendo un énfasis expreso en las tasas de alcohol y de otras sustancias susceptibles de alterar el normal funcionamiento del sistema nervioso que habían podido establecerse en la sangre de la víctima. Además, en el primer punto descartaba de forma tajante la posibilidad de que alguien hubiera empujado a Damián por la escalera, especificando que, en ese caso, y dependiendo del impulso inicial, la caída habría sido diferente y habría marcado el cuerpo de una manera distinta. El segundo

punto negaba también, y con semejante vehemencia, que la fractura del cráneo pudiera haberse debido a la intervención de otra persona, por la ausencia de los efectos característicos que habría producido un golpe deliberado en la estructura del hueso, confirmando la naturaleza accidental de la muerte. El doctor Olmedo pudría haberse acercado en cualquier momento a los responsables de las autopsias –colegas suyos al fin y al cabo, aunque trabajaran en una institución muy distinta– para saludarles, comentar el caso y preguntar quién había pedido el segundo examen, pero no lo hizo. El día del entierro, Nicanor besó en las mejillas a Paca, a Trini, y sacó a Alfonso, tan aturdido, tan asustado que se escondía de la gente usando a su hermano como escudo, de detrás del cuerpo de Juan, para abrazarle. A él ni siquiera le saludó, pero nadie se dio cuenta. Aquel día, por la tarde, Tamara volvió a su casa, y Juan se instaló a vivir allí, con ella y con Alfonso, mientras decidía de qué forma iba a organizar su vida en el futuro. En aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la imaginación la idea de marcharse de Madrid, pero ya sabía que quería vivir con Tamara, siempre había querido vivir con ella, y que a Alfonso ya no le quedaba nadie más.

Sus dos hermanas estaban demasiado ocupadas con su trabajo y sus hijos como para hacerse cargo de él, del complejo catálogo de necesidades y obligaciones que representaba. Por eso rechazó la oferta de Trini, que estaba obsesionada con la casa de la colonia y dispuesta a cargar con cualquier responsabilidad a cambio de instalarse allí, y convenció a Paca de que aquella solución, de momento, era la mejor, aunque no iba a ser definitiva. Él no quería vivir en la casa de Damián. Si la suya hubiera sido un poco más grande, si hubiera tenido sólo un dormitorio más, se habría llevado a Alfonso y a Tamara con él, y habría cerrado la casa de su hermano para siempre. Cuando abrió su maleta sobre la cama del cuarto de invitados, ya había previsto vender su piso para comprar otro mayor, en Estrecho o cerca de allí, para que Alfonso y Tamara pudieran seguir yendo a sus respectivos colegios. Sin embargo, hasta que la idea de huir, de marcharse de Madrid para siempre, se convirtió en una necesidad inaplazable, no tuvo tiempo para pensar siquiera en poner anuncios.

Si hubiera tenido que hacer una lista con todos los asuntos que le preocupaban, no habría sabido por dónde empezar. Seguramente por Tamara, que se había hundido en un abismo interior, un pozo profundo, privado y portátil, que llevaba consigo adonde quiera que fuera, y del que no salía jamás, ni siquiera cuando fingía hacerlo, dar la impresión de que estaba contenta, de que se divertía. Juan hacía todo lo posible por divertirla, empleaba cada momento de su tiempo libre en hacer algo con ella, la llevaba al cine, al teatro, al Parque de Atracciones, a comer y a cenar en sus restaurantes favoritos, y Tamara aplaudía, se montaba en las montañas rusas, se tomaba su tiempo para escoger el postre y le daba las gracias al final, como una niña bien educada, sin desprenderse jamás de su nueva piel, la sonrisa plastificada y vacía que apenas matizaba la tristeza tenaz de sus ojos oscuros, que parecían ahora más oscuros aun, más negros, más grandes que antes, indiferentes a todo lo que no fuera esa luz fría y triste que brillaba siempre,

como una llama enferma, debilísima, al borde de sus párpados. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.

Entonces aparecía él, un niño de la misma edad, del mismo tamaño, que traía a cambio el resplandor de un sol feroz, amarillento, antiguo, fotografiado con la descarnada violencia que iluminaba los barrios humildes, cal y calles de tierra, en el año setenta, un resplandor impío que le hacía fruncir las cejas cuando levantaba la cabeza para mirarle, para saludarle moviendo una mano en el aire muy despacio, como si pretendiera escribir en el cielo, con la estela de esa mano, una pregunta tan descarada, tan inocente a la vez como las que hacen los niños de diez años, ¿cómo quieres que sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, había caído rodando, primero en diagonal, luego boca abajo, girando sobre sí mismo y al final boca arriba, y por eso se había roto el cráneo contra un escalón, el hueso había hecho clac, él lo había oído, conocía muy bien el sonido que hacen los huesos al romperse, tanto estudiar había servido para algo, la base del cráneo estaba inflamada, surcada por finos regueros de sangre, indicios suficientes de una hemorragia interna, él había estudiado mucho, se había pasado la vida estudiando, y era muy inteligente, el más inteligente de su casa, el más inteligente de los tres, por eso había medido la fuerza de su mano derecha al asestar el golpe, y lo había hecho tan bien, tan meticulosamente, que ninguno de los dos forenses consideró siquiera la posibilidad teórica de la sospecha, se había limitado a romper del todo un hueso que ya estaba roto, que se había roto solo, que había decidido la muerte de su hermano al romperse. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Dami iba con él a todas partes, le miraba con el desamparo de los ojos de Alfonso, con la indiferencia de los ojos de Tamara, con el asco y el miedo y la derrota y la repugnancia de sus propios ojos que rehuían los espejos, y con los que no necesitaban espejos para mirarle, los ojos de Charo, tan negros, tan grandes como los de su hija, pero más vivos, más traviesos, más malignos, Charo riéndose, Charo mintiéndole, Charo llamándole con lágrimas en los ojos, una mujer y muchas mujeres, demasiadas mujeres a la vez, demasiadas versiones, palabras que sobrevivían a su propia muerte, que no abandonaban las habitaciones recién ventiladas, que no se disolvían en el tiempo, ni en el espacio, ni en la memoria. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había matado a su hermano. No lo había empujado por la escalera, no había provocado su caída, no le había roto el cráneo cuando todavía estaba entero. Nunca lo habría hecho. Creía que nunca lo habría hecho. Se había dejado llevar por un impulso absurdo, estúpido, casi infantil, cuando Damián ya estaba muerto. Tenía que estar muerto, pero él no había querido comprobar si vivía aún. Habría sido muy fácil, tan fácil como alargar una mano hacia su muñeca, pero no lo había hecho. Nunca sabría si aún estaba vivo cuando estrelló su cabeza contra el escalón. Lo único que sabía es que es difícil sobrevivir a un golpe así. Y que, si de verdad le hubiera matado, tampoco habría servido para nada. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.

Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como el día en que se decidió por fin a bajar al primer sótano y seguir la dirección que indicaba la raya morada pintada en el suelo. Ni siquiera cuando empezó a tener miedo de convertirse en lo que jamás habría querido llegar a ser, ni siquiera cuando comprendió que ya lo había logrado sin querer. Nunca. Y sin embargo siguió la raya morada más allá de la esquina donde se desvió de la roja, de la azul, de la amarilla. La siguió hasta el final, mientras se repetía por enésima vez que no tenía otra opción, otro recurso para arañar una esquina de la verdad, y sabía que era apenas un fleco, un hilo, una pequeña partícula del esmalte que revestía la superficie de una verdad múltiple y compleja, enloquecedoramente ambigua, y estratificada en tantas capas como una mina donde el oro reluciera al nivel del suelo sólo para hacerse cada vez más raro, más engañoso y esquivo, a medida que la dinamita fuera horadándola en profundidad.

Pero se estaba volviendo loco, sentía que se estaba volviendo loco, como si ya no pudiera mantenerse unido, entero, por mucho tiempo, mientras la culpa y el miedo tiraban de sus brazos con fuerza pareja, sin cansarse jamás, como no se cansaban las dudas, los celos que separaban sus piernas como si le presintieran al límite del descuartizamiento. Podía aceptarlo todo, cargar con todo, pero no en ese desorden caótico y siniestro, la herencia de su hermano en un mundo que no era mejor sin él. Necesitaba un orden, un principio, y sólo podía recurrir a la raya morada para lograrlo, para encontrar una razón que le permitiera seguir defendiendo ante sí mismo su propia versión de su vida o para sentirse definitivamente un idiota. Tenía que ser así, no podía ser nada más que eso, un asunto privado, un secreto más entre Charo y él, una conversación muda, póstuma, cuyas consecuencias no podían cambiar, y no cambiarían, las reglas de su vida. Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como cuando abrió aquella puerta, y se acercó al mostrador de recepción, y habló con una enfermera, y sin embargo, lo único que le importaba en aquel momento era descubrir si Charo le había dicho la verdad o si le había mentido, porque si le había engañado en aquello, le habría engañado en todo lo demás, pero si había sido sincera aquella vez, quizás lo hubiera sido también en otras ocasiones. Eso era lo único que quería saber. Se lo repitió a sí mismo entonces y sabía que no era necesario, que no hacía falta, pero de todas formas, lo repitió otra vez. Tenía que ser así, no tenía otra opción, otra ambición, otro recurso para seguir amando la memoria de Charo o para aceptar que había desperdiciado su vida entera. Buscaba a una mujer, una conocida de un compañero suyo de Trauma, pero aquel día no había ido a trabajar, y le atendió un hombre mayor que él, con el pelo blanco, gafas, pero ningún aspecto paternal, que de entrada no le pareció muy amable pero al que siempre tendría que agradecer que mantuviera impecablemente la compostura cuando empezó a hablar usando esa frase hecha ante la que casi todos los médicos levantan una ceja y se muerden el labio inferior, para que no se note que no se creen ni media palabra de las que pronuncia el otro médico que tienen delante. Tengo un amigo que. Tengo un amigo que se fue de vacaciones a Filipinas y

sospecha que ha vuelto con sífilis. Tengo un amigo seropositivo que quiere cambiar de tratamiento. Tengo un amigo que tiene una amiga que quiere abortar. Tengo un amigo que quiere hacerse una prueba de paternidad. Él le explicó el procedimiento, los análisis que tenía que pedir, el formulario que tenía que rellenar y que renunció expresamente a rellenar por él, y le apuntó el nombre de la enfermera con la que tendría que quedar para que se lo recogiese todo. Es posible que exista un factor que contamine los resultados, añadió Juan al final, y entonces su interlocutor sí levantó la ceja.

Existen dos candidatos, y los dos son hermanos de padre y madre, así que su material genético puede ser demasiado parecido, y uno de los dos está muerto… Eso da igual, el genetista le interrumpió moviendo la mano en el aire. Hace diez años, sin ir más lejos, no podríamos discriminar la paternidad con exactitud en esas condiciones, pero hemos avanzado mucho. Y el margen de error…, insistió él. Estadísticamente inapreciable, su interlocutor parecía tan seguro de sí mismo que no le quedó más remedio que levantarse y tenderle la mano desde el otro lado de la mesa.

Aquella noche, cuando volvió a la casa de Damián, estuvo todo el tiempo con Tamara. La ayudó a hacer los deberes, la dejó elegir la cena, se sentó a cenar con ella en la cocina, y la cogió en brazos para ver la televisión hasta que se quedó dormida. Después, todavía estuvo un rato mirándola. Estaba seguro de que no era hija suya, pero siempre la había querido, e iba a seguir queriéndola igual que antes. Él era el responsable de su soledad, de su tristeza, de su desconcierto. Había abandonado a su madre, había rematado a su padre, y a los dos los había amado mucho, muchísimo, más que a nadie, antes de perderlos. Ahora, aquella niña que ya no lloraba ni protestaba, que había mudado los caprichos, los berrinches, en una seriedad sombría y taciturna, no tenía más madre, más padre que él. Los resultados de la prueba no podrían afectarla, no la afectarían. Juan Olmedo se lo recordó una vez más mientras se preguntaba cómo sería su vida desde entonces, desde que un papel impreso con el membrete de un hospital, como el que había condenado a Alfonso una vez, hacía tantos años, como el que le había salvado a él, apenas unos meses antes, le confirmara que nunca había sido el protagonista de la historia central de su vida, sino apenas un figurante, un actor secundario y mal pagado en la comedia sin gracia que otros representaban. Al menos, hallaría el consuelo de una paz sucia, mustia, que al instalarse en cada esquina, en cada recodo de sus actos y sus pensamientos de todos los días, se camuflaría de normalidad, desplazando la imagen de Charo, su cara, su cuerpo, sus gestos, su voz, de los dominios que había gobernado con una ferocidad despótica durante más de veinte años. Juan Olmedo acarició a su sobrina, la besó en la cara, y se preguntó cómo sería la vida sin su madre, la historia según su padre, y en la piel de la niña empezó a acariciar la piel del desastre, ese momento en el que lograría liberarse por fin de Charo al precio de conseguir despreciarse a sí mismo más intensamente aún de lo que se había despreciado aquella mañana. Ya le había dicho a Tamara que quería llevarla al hospital para hacerle unos análisis y ver cómo estaba, y al día siguiente, cuando se lo recordó en el

desayuno, ella aceptó con un simple movimiento de cabeza, como si todo le diera igual. La enfermera que hacía funciones de recepcionista, le preguntó a qué dirección quería que enviaran los resultados, y él dijo que no le costaba ningún trabajo acercarse a recogerlos personalmente. Unos días después, cuando tomó el sobre que la misma enfermera le entregaba con un ademán impersonal, casi distraído, estaba tan seguro de saber ya lo que había dentro que ni siquiera se puso nervioso. Pero esta vez, los resultados del informe fueron estrictamente opuestos a los que él había calculado. Su sobrina era hija suya. Tan suya como su cabeza, como sus brazos, como sus piernas, como la culpa que no cambió de color, ni de intensidad, ni de consistencia, al entrar en contacto con un margen de error tan inapreciable que no llegaba ni siquiera al uno por ciento. Nervioso y confundido, atónito e indeciso aún ante las consecuencias de esa revelación de la que ya sabía con certeza que no iba a cambiar su vida, pero de la que ignoraba si llegaría a cambiar algo en su interior, Juan Olmedo siguió cargando con su culpa, igual de negra, igual de intensa, igual de espesa, y Dami siguió sonriéndole, levantando la cabeza para mirarle, frunciendo las cejas para defender sus ojos del resplandor del sol, moviendo la mano muy despacio en el aire y escribiendo en el cielo la misma pregunta, ¿cómo quieres que te sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? Yo soy su padre, respondía Juan entonces, pero esas palabras no disipaban la sonrisa de su hermano, no la alteraban, no llegaron jamás a borrarla.

Yo soy su padre, repetía, y Damián le miraba igual que antes, le sonreía como antes, con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos de antes. En contra de todas sus convicciones, de la teoría que había esgrimido como una maza contra los argumentos de su madre el día de su nacimiento, de lo que creía pensar, de lo que pensaba que era verdad, y que era correcto, Juan Olmedo se descubrió mirando a Tamara de otra manera. Siempre la había querido como si fuera su hija. Ahora la quería además porque era su hija.

Pero tampoco pudo detenerse mucho en aquel sentimiento, tan nuevo, tan sorprendente para él, que ni siquiera interfirió en su última y definitiva reconciliación con Charo, que sería ya para siempre en su memoria una chica muy joven y muy triste, con un cuerpo glorioso a punto de romperse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía, mientras le pedía en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Ésa era la mujer que quería recordar, y ésa era la mujer que recordaría, un misterio blando y tibio, sin revés, sin espinas, sin aristas, sólo calor, y tristeza, y una confusión inmensa, el lugar de los besos y de los insultos, de las heridas y el arrepentimiento. Se quedaba con ella, una vez más, con sus miedos que no entendía, con las palabras que no decía, con las mentiras que se creía, con lo mejor, con su risa, y con sus ojos, y con sus muslos del color de las tartas de yema tostada, con su brillante pasado de princesa de barrio, con su pálido futuro de recuerdo antiguo, y con el amor que había inspirado en él, ese amor sin el que habría sido un hombre distinto del hombre que era, ese amor que había dado forma y nombre a todas las ideas, a todas las personas, a todos los objetos que cabían en su memoria, ese amor que le había

elevado y le había arrastrado en los momentos más altos, en los más bajos de su

vida.

Habría hecho cualquier cosa por ella, y había hecho cualquier cosa por ella. Había

tocado el cielo, y la locura. Ahora, en la tierra llana que le esperaba, Charo ya no

podría cambiar. Sería para siempre la misma, y la mejor.

Entonces, cuando todo estaba claro, cuando todas las preguntas parecían haber

encontrado una respuesta, cuando la repetición sistemática de los mismos