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consistente para el resto de su vida, el camino de Juan Olmedo se accidentó de
repente. Una tarde de marzo, lluviosa y fría, la muchacha que estaba encargada
de ir a recoger a Alfonso a la parada del autobús le dijo que no había aparecido.
La monitora le había dicho que un amigo de la familia había ido a buscarle y que
lo traería a casa en coche.
Juan apenas tuvo tiempo de pensar.
Cinco minutos después sonó el timbre, y Alfonso entró en casa chorreando, con
una gigantesca napolitana rellena de chocolate a medio comer en la mano
derecha.
—Me ha traído Nicanor –le dijo–. Me ha comprado un bollo.
—¿Sí? –Juan empezó a secarle la cabeza con una toalla–. ¿Y eso?
—Pues eso –su hermano le miraba como si no hubiera entendido la pregunta.
—Ya, pero lo que quiero saber es cómo se le ha ocurrido ir a buscarte. –Alfonso
se quedó quieto, pensando–. ¿Por qué quería verte?
—¡Ah! –exclamó después de un rato–. Me ha preguntado por Damián. Le he
contado a sus amigos que yo lo vi, ¡bum!, ¡bum! ¿Te acuerdas?
—Sí, claro que me acuerdo…
Al día siguiente, llamó por teléfono al director del centro al que asistía Alfonso. Su
primer impulso había sido echarle una bronca descomunal, advertirle que había
cometido una irregularidad gravísima, que no podía consentir que nadie, ni
siquiera la policía, se llevara a su hermano sin su conocimiento y una autorización
expresa por su parte. Sin embargo, aquella noche, mientras daba vueltas en la
cama sin poder dormir, comprendió que sería mucho más sensato rebajar el tono,
y se limitó a preguntarse en voz alta cómo había sido posible que su hermano no
cogiera el autobús, la tarde anterior. Desde luego, aquel hombre que enseñó una
placa de policía, precisó a continuación, no les había engañado. Era efectivamente
un policía, y también un amigo de la familia, pero de todas formas, con una
persona tan vulnerable como su hermano no parecía recomendable correr ningún
riesgo… El director le pidió disculpas, le aseguró que se informaría enseguida de
lo que había ocurrido en realidad, y le garantizó que Alfonso no volvería a faltar
en el autobús ni una sola tarde más. Así fue, y sin embargo, dos semanas más
tarde, cuando volvió del hospital, tampoco lo encontró en casa. La muchacha le
explicó que el amigo del señor, que en paz descanse, había llamado para decir
que él mismo lo acercaría en su coche. Juan llamó inmediatamente al centro, y en
secretaría le informaron de que Alfonso no había aparecido por allí en todo el día.
Alguien había llamado a primera hora de la mañana para avisar de que estaba
resfriado. No, no había dicho quién era, allí habían supuesto que era él mismo, su
propio hermano. Y no, la monitora no había informado de que aquella mañana
hubiera cogido el autobús.
En la comisaría donde trabajaba Nicanor no podían comunicarle con él, estaba en
una reunión, dijeron.
Juan preguntó con quién tenía que hablar para poner una denuncia y el agente
que le atendía precisó que en aquel mismísimo momento le estaba viendo salir
por la puerta.
Al rato, Alfonso llegó a casa solo, llorando como un desesperado y muerto de
miedo.
—Me ha llevado a un sitio muy grande, con muchos cuartos –consiguió decirle
entre hipidos, después de confirmarle que aquella mañana se había encontrado a
Nicanor esperándole en la puerta del centro, y que le había preguntado si no le