38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 163

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te voy a matar a ti –entonces levantó el vaso y se bebió la mitad de un trago,

mientras percibía que esa violencia desmedida y congénita que tanto había

sorprendido siempre a todos, que tanto le había sorprendido siempre a él,

afloraba a su rostro con la mansedumbre de un perro bien adiestrado cuando

escucha el sonido de un silbato–. Acuérdate siempre de lo que te estoy diciendo,

porque te lo estoy diciendo en serio. Como Tamara se entere de esto, te mato,

Nicanor. Recuérdalo. Porque te juro que no he dicho nada más en serio en toda

mi vida.

Se terminó la copa, dejó un billete al lado y se marchó. Cuando salió a la calle,

estaba tiritando. Sentía mucho frío, y una náusea incontrolable, repentina, que

apenas le consintió doblar la esquina y agarrarse a la primera farola antes de

vomitar. No se engañó a sí mismo. Tenía miedo, mucho más miedo que

indignación, más miedo que asco, más miedo que conciencia, tanto miedo como

no había sentido nunca antes. El miedo le había armado, le había sostenido frente

a la barra, le había infundido esa dureza grave y metálica que había dejado

atónito a Nicanor, y el miedo aflojaba ahora todo su cuerpo para convertirlo en un

títere, en una piltrafa, en una caricatura de sí mismo. Y sin embargo, estaba

satisfecho, aunque sospechaba que aquella exhibición no bastaría.

No bastó, pero el amigo de Damián tardó más de un mes en reaparecer, y

escogió un luminoso sábado de abril en el que un compañero de curso de Tamara

celebraba una fiesta de cumpleaños. Juan salió con ella para llevarla en coche,

hacia las cinco, a una dirección remota, en la avenida del Mediterráneo. Tardó

casi una hora y media en llegar hasta allí, encontrar un sitio para aparcar, subir

con la niña hasta la puerta, preguntar a qué hora tenía que volver a recogerla,

pasar por su propio piso para echar un vistazo y recoger el correo, y regresar por

fin a la casa de Damián. Pensaba volver a salir hacia las ocho, llevando a Alfonso,

para ir luego al cine con los dos, y empezó a llamar a su hermano al entrar en el

recibidor, pero no le encontró en la planta baja. Al subir las escaleras le oyó

gritar. Nicanor se apartó de la puerta al verle, pero Alfonso se había metido

debajo de su cama, y no quiso salir de allí ni siquiera cuando Juan se lo pidió.

—He venido de visita, ¿ves?

–le dijo el policía, abriéndose la chaqueta cuando pasó a su lado–.

Desarmado, de paisano, a interesarme por vosotros, a ver cómo estabais…

Juan ni siquiera le miró, no dijo nada. Fue directamente al dormitorio de Damián,

se detuvo al borde de la cama y descolgó el teléfono.

—¿A quién llamas? –Nicanor le había seguido hasta la puerta.

—A la policía.

Entonces desapareció. Se marchó tan deprisa que Juan escuchó el portazo antes

de tener tiempo de llegar a la mitad de la escalera.

Luego, mientras Alfonso le contaba que Nicanor se había enfadado mucho con él,

tanto como la otra vez, más que la otra vez, le prometió que nunca volvería a

verlo, que no volvería a gritarle ni a pegarle nunca más, que se iban a ir a vivir

muy lejos, los tres juntos, los tres solos, a un sitio que él conocía y que le iba a

gustar, porque no hacía frío en invierno, y el verano duraba casi todo el año, y

estaba al borde del mar, y se llamaba Cádiz.

El levante siguió soplando hasta mediados de noviembre, amparando al otoño con una cálida y templada apariencia, como si se hubiera apiadado de ellos y decidido a cerrarle el paso al poniente hasta que se cumpliera el último plazo de la convalecencia que, de una forma o de otra, todos habían compartido con Maribel. Sin embargo, nadie podría ayudarla en la última etapa de su restablecimiento. Ni siquiera Juan Olmedo, que al hablar con su hijo comprendió que ella tenía que haber presentido, antes incluso de recibir el navajazo, que la flamante complicidad que había unido a Andrés con su padre desembocaba sin solución en la parte trasera de aquella caseta de obras donde el Panrico estaba intentando convencerla de que la quería con un arma en la mano. Juan estaba seguro de que Maribel se resentiría más, y durante más tiempo, de la última herida que de la primera, pero más asombrado aún por su fortaleza, la constancia con la que había asumido la carga del dolor de Andrés por encima de su propio dolor, sin dejar de ser su padre además de ser su madre, sin pagar su traición con traición, sin decirle una palabra a nadie. Sólo después logró comprender otras cosas, la resistencia de Maribel a denunciar a su marido antes de hablar con su hijo, el gesto de impotencia que amargaba su rostro después de aquella entrevista a la que nadie más asistió, la indiferencia con la que recibió la noticia de que la Guardia Civil había encontrado al Panrico en un pueblo de la provincia de Sevilla. La detención de su marido no le dolió en absoluto, pero tampoco pareció alegrarla, y desde luego no había bastado para disolver una tensión desconocida, la preocupación que Maribel afirmaba no sentir pero que él seguía detectando en

sus gestos incluso cuando ella le respondía, con una sonrisa más de la cuenta, que no le preocupaba nada, que estaba bien. Fue suficiente, a cambio, para que Juan despejara un misterio personal, del que tampoco había hablado con nadie. La indignación que le había hecho hervir por dentro ante la despiadada impaciencia de aquella mujer apellidada Aguirre, no llegó a desplazar por completo un sentimiento extraño, impuro, que había nacido de la sospecha de que Maribel quizás, después de todo, quisiera encubrir a su marido, y que no desapareció ni siquiera en el momento en el que la vio firmar la denuncia. Cuando comprobó que se había equivocado, que la víctima no derramaba ni una sola lágrima por la suerte de su verdugo, tuvo que aceptar que la desazón que le corroía por dentro desde que intentó desalojarla en vano por el procedimiento de zarandear a aquella mujer de uniforme, podía quizás ser impura, pero no tenía nada de extraña.

Conocía su origen, y su nombre, había convivido con ella durante la mayor parte de su vida. Eran celos, aunque sólo los reconoció al dejar de padecerlos, como si Charo, al morir, se hubiera llevado con ella su capacidad de sentir, de sufrir, de nombrar las cosas. —¿Tú la quieres?

Miguel Barroso le había hecho esa pregunta a bocajarro un par de semanas después del alta de Maribel, en el bar donde se tomaban una copa juntos cuando sus horarios coincidían, al salir del hospital.

Aquella tarde no era distinta de cualquier otra. Miguel era, como siempre, el que más hablaba, y Juan se limitaba a escuchar, puntualizando de vez en cuando las observaciones de su amigo, que oscilaban entre el cotilleo profesional y el desalentado relato de su vida privada. Su mujer, con la que tenía ya una relación antigua cuando Juan la conoció en Cádiz, más de quince años antes, le aburría mortalmente. Paula, la anestesista que se había ligado, delante de él, el otoño anterior, le había dejado en primavera, y a ratos pensaba que la echaba de menos, y a ratos que se había librado de una buena, al recordar en voz alta que ella le había dicho que quería reconstruir su relación de pareja, pero tal cual, con estas mismas palabras, no creas, solía añadir. Acababa de confesarle que ya había empezado a mirar a las alumnas de bachiller del colegio de sus hijas, cuando se interesó de repente por el estado de Maribel. Está bien, muy bien, contestó él. Entonces le preguntó si la quería, y Juan se echó a reír. —No seas cursi.