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demostrar que estaba dispuesta a ser leal a su hijo hasta más allá de lo
razonable. Cuarenta y ocho horas más tarde, fue casi completamente sincera con
él, sin embargo. Reconoció que su hijo había estado rarísimo todo el verano, que
ella sabía que su padre le estaba sorbiendo el seso, que mientras lo veía recorrer
la casa sin hacer ruido, mudo y ciego, blanco y pálido como un fantasma
sonámbulo, se había dado cuenta de que estaba avergonzado y que se imaginaba
muy bien por qué.
Pero no supe convencerle de que él no tenía la culpa de lo que había pasado,
añadió al final, sin querer ser más explícita.
—Anoche nos dimos muchos besos, muchos abrazos, y los dos lloramos mucho.
Hemos dormido juntos, ¿sabes?, y sin embargo, esta mañana, ha desayunado y
se ha ido al colegio sin decir ni pío –entonces miró el reloj, como si quisiera darle
a entender que tenía que marcharse ya–. Lo está pasando muy mal, peor que su
padre… Eso es lo que más rabia me da.
A continuación, en un arranque insólito, sacó un billete del monedero, cogió la
nota que estaba sobre la mesa, y agitando los dos papeles en la misma mano,
llamó al camarero y pagó las copas. Juan se dejó invitar sin protestar, salió del
hotel detrás de ella, y al llegar a la altura de la urbanización, se ofreció a llevarla a
casa en coche.
—Puedo ir dando un paseo –contestó ella, pero inmediatamente después, como si
temiera que aquel comentario pudiera llegar a ofenderle, se apresuró a aceptar–,
aunque si no te molesta, pues mejor para mí, claro…
Su casa estaba muy cerca, pero Juan Olmedo no necesitaba ni un solo metro más
para aceptar que definitivamente Maribel había cambiado, como si el sufrimiento
objetivo, concreto, de los últimos meses hubiera despertado en ella una
conciencia distinta, capaz de iluminar su vida anterior con luces nuevas, más
precisas. Era verdad lo que le había dicho al salir del hospital. Había pensado
mucho, estaba pensando mucho, él se daba cuenta, lo leía en su rostro, en sus
gestos, en encuentros como el de aquella tarde, más de una hora y media sin que
ella esbozara la menor sonrisa, sin que intentara explotar ningún equívoco, sin
que diera ninguna señal de seguir estando interesada en seducirle. Sobrevivir no
es fácil, él lo sabía.
Y de repente, tuvo miedo. Antes de comprender que era absurdo, antes de
recordar el color de su ropa interior, antes de acordarse de que una vez estuvo
seguro de que aquella mujer no le gustaba y de cómo fue ella misma quien le
convenció de lo contrario, tuvo miedo de que fuera Maribel quien decidiera que lo
más sensato que podía hacer era dejarle, miedo de que le dejara.
Por eso, al pararse delante del portal, se pegó a ella para mirar hacia fuera por el
ángulo derecho del parabrisas y levantó la vista hacia el segundo piso, donde las
luces estaban encendidas.
—Andrés está en casa, ¿no?
—Sí –ella miró en la misma dirección, y por fin sonrió, le dedicó una de esas
tremendas sonrisas suyas que la desnudaban por dentro un instante antes de que
sus propias manos, o las manos de Juan, despojaran su cuerpo de la ropa que la
cubría por fuera–. Yo también lo siento.
Él se dejó caer sobre ella, la besó en el cuello, acechó su respiración, comprobó
que era irregular, apretó la cara sobre la piel de su garganta, de su hombro, de su nuca, percibió el aroma lejanísimo de la colonia que se había puesto aquella mañana en el olor mucho más poderoso que impregnaba su cuerpo después de un día de trabajo, descubrió sin sorpresa que entretanto su sexo le había premiado, o le había castigado, con una erección feroz.
—En este momento –le dijo mientras se separaba de ella, irguiéndose en su asiento para recuperar una compostura sólo aparentedaría cualquier cosa por echarte un polvo, Maribel.
—¿Sí? –su sonrisa se acentuó antes de deshacerse en una cascada de risas breves, nerviosas, mientras se giraba en el asiento para enviar a su mano derecha, sin una duda, ni un solo titubeo, hacia el bulto que la luz de las farolas hacía visible bajo el pantalón del conductor–. ¿Y qué es cualquier cosa? ¿El sueldo de un mes?