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—¡Uf! –ella incrementó ligeramente la presión de sus dedos, él agradeció el detalle con un gruñido–. Eso es pagar bien…
Entonces, mientras Juan se liberaba con delicadeza de su mano sin dejar de lamentar que ni su edad ni las circunstancias le permitieran abandonarse completamente a ella, Maribel se inclinó sobre él y le besó. Aunque estaban delante del portal de su casa, aunque todas las farolas estaban encendidas, aunque cualquiera podía verles, y en aquel momento era más que probable que cualquiera pudiera verles, le besó igual que si estuvieran solos, con su boca dulce y áspera, impregnada del sabor del aguardiente donde maceran las guindas. —¿Por qué me has dicho eso?
–le preguntó luego, volviéndose despacio, con un pie ya en la calle. —No sé… Para que lo sepas.
Unas cuarenta horas más tarde, cuando se deslizó en su cama sin hacer ruido para despertarle después de su siguiente noche de guardia, se comportó como si no hubiera podido olvidarlo. Eso era exactamente lo que él pretendía, y lo que celebró mientras ella se multiplicaba sobre su cuerpo como si quisiera demostrarle que tenía más de una boca, más de una lengua, más de dos manos y una sola voluntad, una sola aspiración, el único propósito de retenerle. Entonces no comprendió que Maribel se había dado cuenta antes que él, como de costumbre, de que aquel espontáneo alarde de sinceridad con el que no había intentado tanto conmoverla como tranquilizarse a sí mismo, era el primer reflejo de esas sonrisas a las que ella recurría para seducirle, el primer acto deliberado y público de seducción que Juan se había consentido representar para ella. Antes, había manifestado su deseo muchas veces, pero siempre había sido Maribel quien había empezado, quien había creado una situación propicia, quien le había empujado con palabras, con un movimiento de las cejas, o con la curva indescifrable de sus labios. Después, siguió provocándole de la misma manera, pero nunca dejó de tener en cuenta aquel precedente y él, aunque fuera con retraso, terminó por darse cuenta.
El segundo paso que Juan Olmedo dio en aquella dirección fue mucho más consciente, y logró sorprenderla mucho más, aunque él tampoco llegara nunca a estar muy seguro de las razones que lo motivaron. Quizás fue que el cuidado que Maribel ponía en hacerse la tonta, ocultando ante él su flamante seguridad de objeto codiciado, con el sueldo de un año como garantía, le excitaba tanto como los cautelosos titubeos del principio. O que nada de lo que había hecho o dicho hasta entonces llegaba a aproximarse siquiera a los márgenes del compromiso que había establecido con Andrés pensando en ella. O que en un momento dado, se dio cuenta de que Sara, Tamara y él mismo estaban tan pendientes del niño, de sus reacciones, de sus silencios, de su recuperación, que Maribel parecía haber perdido definitivamente y en favor de su hijo, sus genuinos privilegios de víctima. O que seguía sintiéndose tan incómodo en su papel de patrón inmoral y oportunista que no resistió la tentación de convertirse por una vez en el hada madrina. O que le apetecía ponerla a prueba, experimentar qué sucedía si le quitaba la bata rosa y la fregona de las manos, y la obligaba a sentarse a su lado en el coche para recorrer con él un paisaje abierto, sin puertas cerradas, sin persianas echadas. Quizás fue solamente que no le apetecía dejarla en el pueblo, volver a Madrid con los niños y con su hermano, pero sin ella, y dormir solo en una cama de hotel. Y que le daba lo mismo el carácter de su decisión, su aspecto, sus consecuencias.
—¿Tú has estado alguna vez en Madrid, Maribel?
Estaban en la cama, oyendo silbar al viento a través de las persianas echadas. Era un día feo, frío y desapacible, de finales de noviembre. Ya había pasado la hora de comer, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a confesar que tenía hambre mientras se apretaban bajo las sábanas como si les diera miedo abandonarlas. —¿Yo? No, qué va –respondió ella–. Íbamos a ir de viaje de novios, ¿sabes?, pero Andrés desapareció una semana antes de la boda, estuvo tres días por ahí, y al volver dijo que le habían robado el dinero… Total, que no nos movimos de aquí. Juan le acarició la cara antes de seguir. Su hermana Trini estaba a punto de casarse por segunda vez. Ésa había sido la razón de que, a pesar de sus propios cálculos y de lo que ella misma le había anunciado por teléfono en varias ocasiones, no se hubiera dejado caer por allí ni una sola vez. Paca, que sí había venido a pasar con ellos una semana, en agosto, antes de que la navaja del Panrico lo pusiera todo boca abajo, le había contado que se había echado un novio, un compañero de trabajo separado, sin hijos, que se dejaba manejar como a ella le gustaba. Dice que piensa casarse otra vez, había anunciado en un tono que dejaba muy claro que no creía en la posibilidad de que tal acontecimiento pudiera producirse, que cualquier día van y se casan… Juan también suponía que el novio de su hermana pequeña saldría corriendo mientras aún estuviera a tiempo, y sin embargo, a finales de octubre, Trini le llamó para anunciarle que, efectivamente, se iba a casar el segundo sábado de diciembre. Hemos fijado la fecha pensando en vosotros, le dijo, la boda cae justo en medio del puente de la Constitución, no me puedes decir que no venís, tengo muchas ganas de veros… A Juan no le quedó más remedio que creérselo, porque hacía más de un año que no
se veían. Al despedirse, había prometido volver en Navidad, pero ya sabía que no
podría hacerlo. Después de un trimestre de horario especial, durante el que había
trabajado menos horas que sus demás compañeros de servicio y había estado
fuera de los turnos de guardias, no podía ausentarse del hospital ni un solo día
más de los festivos que le correspondieran.
En Semana Santa acababa de estrenar a Maribel y ni siquiera lo planteó, pero en
verano fue Tamara la que se negó a visitar a su familia. Sí, hombre, le dijo, ahora,
precisamente ahora, que es cuando se está bien aquí… Que vengan ellos, que
para eso vivimos en la playa ¿no? Cuando le explicó lo de la boda, se puso muy
contenta, en cambio. Andrés estaba en casa, estudiando, tenían un examen al día
siguiente. Te vas a Madrid, qué suerte, dijo, y miró hacia sus zapatos. Lo demás
vino rodado. Juan seguía sintiéndose en deuda con él, sabía que aquel viaje le
apetecía más que una bicicleta nueva, se pasaba la vida contestando a sus
preguntas, completando el plano de una ciudad ideal, que no conocía y que sin
embargo ya debía saberse de memoria. Un pasajero más no alteraba sus planes.
Pensaba viajar en coche y alojarse en un hotel, porque Trini no podía ocuparse de
ellos, en casa de Paca no cabían los tres, y no tenía sentido abrir la de Damián
para cuatro noches.
Cruzó una mirada con Tamara antes de invitarle. ¿Quieres venirte con nosotros,
Andrés? Hacía mucho tiempo que no veía una expresión de vitalidad semejante a
la que iluminó la cara del niño cuando aceptó.
Esperaba ver algo parecido en la de su madre, pero las cosas no salieron como
había calculado.
—¿Quieres venirte ahora, conmigo?
—¿Yo? –se deshizo de su abrazo como si su piel le estuviera quemando, se
incorporó hasta quedarse sentada en el centro de la cama, le miró con los ojos
muy abiertos, una expresión incrédula en la boca–. ¿Ahora? ¿A la boda de tu
hermana? –Él asintió, y ella entonces negó con la cabeza–. No, yo… ¿Pero tú te
has vuelto loco?
No puedo ir.
— ¿No quieres venir? –él le devolvió una mirada atónita, tan frustrada como la
que habría exhibido el hada madrina si, después de verla aparecer, Cenicienta le
hubiera confesado que, bien pensado, aquella noche le apetecía más quedarse en
casa, fregando los platos.
—No… Yo… Claro que quiero –volvió a recostarse muy despacio, dejó que él la
tapara, que la abrazara para devolverle el calor que había perdido fuera de la
cama–. Lo que quiero decir es que me gustaría mucho ir contigo a Madrid,
muchísimo, me encantaría ir, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Pues porque no, porque yo…
–estaba a punto de decir algo distinto, pero se corrigió sobre la marcha–. ¿Qué
iba a decir tu hermana?