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—No, yo me refería a la otra.
—La otra ya lo sabe. –Ella cerró los ojos, él sonrió–. Lo sabe todo. Siempre me
pregunta por ti cuando hablamos por teléfono.
Era verdad. Cuando las presentó, Juan le había dicho que Maribel era la madre de
Andrés, sin dar más datos, pero Paca, que era su hermana favorita y la única con
la que seguía llevándose bien desde que ambos eran adultos, se dio cuenta
enseguida de que allí pasaba algo más, y él le contó la verdad, que Maribel era su
asistenta y su amante a la vez. Ella le puso una mano en el hombro y los ojos en
blanco, movió la cabeza como si no se lo pudiera creer, y abrió la boca. Pero,
bueno…, le preguntó cuando consiguió volver a cerrarla, después de un rato,
¿qué te pasa a ti, Juanito? ¿Es que eres incapaz de ligarte a una chica normal, de
las quinientas mil que van andando por la calle? Juan tardó un instante en
responder. Maribel es una chica normal, dijo, y estaba muy tranquilo, sonreía, ¿o
no? Su hermana ya no quiso añadir nada. Le pidió que no se lo contara a nadie,
ni a su marido, ella le preguntó que por quién la tomaba, y él comprendió que
antes o después reventaría por algún lado, porque aquél era un secreto
demasiado fuerte, demasiado apetitoso, demasiado tentador como para conservar
su forma original durante mucho tiempo, pero a la vez se dio cuenta de que no le
importaba lo que contara.
—Ya…, pues…, pues eso –Maribel estaba muy nerviosa, más nerviosa de lo que él
había llegado a verla nunca, aunque siguiera sin entender muy bien por qué–. Se
lo habrá contado a todo el mundo…
—No.
—Sí.
—No. No se lo ha contado a nadie. Estoy seguro.
—De todas formas. Si los niños fueran pequeños, tendría arreglo… Podrías decir
que te acompaño para cuidar de ellos, pero con lo grandes que son ya, nadie se
iba a creer eso, claro…
—Maribel…
Pero ella ya no le miraba. Se había vuelto a zafar de él para tumbarse a su lado,
boca arriba, muy quieta. Tenía los ojos fijos en el techo, y los movía deprisa.
Estaba tan nerviosa como antes y extrañamente triste, de repente.
—Maribel… –repitió él, y la sacudió suavemente para obligarla a mirarle–. En
Madrid nadie te conoce, nadie sabe que eres mi asistenta.
Ella le respondió girando todo el cuerpo hasta colocarse de perfil sobre la cama, y
se pegó mucho a él mientras le sujetaba la cara con las dos manos.
—Pero yo lo sé, Juan –dijo entonces–. Yo lo sé.
En aquel momento, Juan Olmedo adivinó lo que sucedería antes o después.
Mientras ella le besaba, y se encaramaba encima de él, y trataba de consolarle,
de compensarle por lo que nunca había entendido, por lo que en aquel instante
acababa de entender, adivinó que no les quedaba mucho tiempo, que antes o
después tendría que elegir, pedirle que se buscara otra casa para limpiar o que se
instalara en la suya y cambiara de trabajo, y cuando su sexo reaccionó por él,
cuando acaparó su sangre, y tensó su vientre, y ordenó a sus manos que
aferraran por las caderas a aquella mujer para determinar un ángulo exacto, y
entró en su cuerpo, y probó que era tan dulce y tan caliente como lo recordaba durante todos esos momentos de cada día en los que se descubría pensando que quería acostarse con ella, su conciencia lo recorrió por dentro, de punta a punta, intentando hallar en alguna parte un resquicio de aquello que el amor había sido para él, y no encontró ningún rastro de aquel fervor, de aquel dolor, de aquella gloriosa intuición de su propio acabamiento. No estoy enamorado de ti, pensó, pero su cuerpo era dulce, y era caliente, y sabía hablar, cantar sin palabras, mecerle en una música interior, una armonía humilde y luminosa, y ni el más imbécil de los hombres sería capaz de renunciar a una mujer así mientras iba adquiriendo ese extraño poder, no estoy enamorado de ti, repitió, mientras la besaba, mientras la abrazaba, mientras la hacía rodar sobre la cama para obligarla a hacer las cosas a su manera, pero ni siquiera entonces Charo vino en su ayuda, aquella vez ya no, ya no la vio bailar, ni pintarse los labios, ni pedirle en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Cuando abrió los ojos, sólo vio a Maribel a punto de deshacerse, y un hilo de baba transparente en su barbilla.
Ella se lo pasaba mejor que él, pero la intensidad de su placer fue suficiente para que se sintiera ruin, miserable. Eso no cambió su percepción de las cosas, sin embargo. Él no era capaz de mantener indefinidamente aquella situación, lo había sabido desde el principio, desde que aceptó un caramelo envenenado, ese pacto que acabaría haciéndose invivible, asfixiándole por dentro de puro fácil, de puro cómodo. Nadie puede edificar su casa en el rigor de una paradoja. No quería dejar a Maribel, no se le ocurría una idea más imbécil, y sin embargo, sabía que la mujer que se levantara a su lado todas las mañanas y empezara a vestirse sin elegir la ropa interior que iba sacando del cajón, no sería la misma, aunque siguiera babeando por las noches. Él nunca había vivido con una mujer pero ya era demasiado mayor para pedir otra baraja. Tenía cuarenta y un años y conocía bien las alternativas, las batas blancas que nunca le habían dado buenos resultados, la carretera de Sanlúcar que le inspiraba una pereza sobrehumana. No le quedaba mucho tiempo, y pasara lo que pasara al final, todo sería culpa suya. Mantuvo a Maribel abrazada contra sí y cerró los ojos. Sentía que antes o después se vería obligado a elegir entre dos errores, y no sabía cuál de los dos sería peor. Maribel eligió ese preciso momento para volver a hablar. —Lo he estado pensando y…
Bueno, la verdad es que yo me iría contigo a cualquier sitio. Así que, si quieres seguir llevándome, sí que me voy contigo a Madrid.
Al encajar aquel golpe bajo, Juan Olmedo no protestó, no dijo nada. Ni siquiera que cada día la admiraba un poco más. Le quedaba poco tiempo, pero estaba dispuesto a apurarlo hasta el final.