38956.fb2
Sara Gómez le vio a través de los barrotes de la verja, parado ante la puerta del
jardín, cuando salió un momento después de comer, para asegurarse de que no había dejado fuera nada que pudiera estropearse con la lluvia. Los meteorólogos de la televisión habían anunciado levante moderado en el Estrecho para la segunda mitad del puente, pero ya estaban a viernes, durante toda la mañana había soplado un poniente frío y húmedo, de componente sur, y Sara no necesitaba a ningún experto para adivinar que aquella tarde iba a llover. Por eso salió al jardín, y entonces le vio, un hombre maduro, más alto que bajo, bastante gordo y bastante calvo, el cuerpo cubierto por un anorak ligero de color rojo, los ojos por unas gafas de sol de varillas muy finas y cristales opacos, tan incompatibles con el color del cielo de aquella tarde como su presencia de paseante ocioso en las calles de una urbanización desierta, cuando hasta los gatos del vecindario habían encontrado ya un rincón donde refugiarse. Estaba segura de que nunca le había visto por allí. Las casas que seguían habitadas en invierno eran tan pocas que sus ocupantes conocían de vista a las asistentas, a los amigos, a los familiares que solían visitar a cada uno de sus vecinos, y él no formaba parte de aquella lista. Si ha venido a echar un vistazo para comprar o alquilar una casa, no ha elegido el mejor día, pensó Sara, mientras comprobaba que los toldos estaban bien enrollados, y apilaba en una esquina del porche los cojines de los muebles del jardín. Luego, al mirar el reloj y comprobar que eran las cuatro en punto, la hora a la que empezaba una película que tenía intención de ver, entró en su casa y se olvidó de él.
Alfonso Olmedo estaba sentado en el sofá, delante del televisor, con los brazos caídos sobre la manta y muy mala cara todavía. El aire de fragilidad, de desvalimiento, que suele sobrevivir a los síntomas de la gripe incluso en los rostros más saludables, se acentuaba al superponerse a la expresión de sus ojos, de sus labios, tan frágiles y desvalidos siempre. Sara se sentó a su lado, le cogió una mano y le limpió con la otra el sudor que empapaba sus sienes. El día anterior no había tenido fiebre, ni siquiera una décima, pero ella seguía cumpliendo a rajatabla las instrucciones que Juan había dejado escritas a mano, con mayúsculas, en un folio que pegó con un imán sobre la nevera, y le había dado un antitérmico después de comer. —Va a llover, ¿sabes? —¿En Madrid también?
—No. En Madrid creo que no llovía. Tu hermano me ha dicho antes, cuando ha llamado por teléfono, que hacía frío pero buen día –entonces cogió el mando a distancia que estaba encima de la mesa y se lo dio. Sabía que le gustaba mucho cambiar de canal–. Pon el cinco, anda.
Alfonso sonrió, haciendo avanzar las imágenes con impulsos de su dedo índice, hasta que se detuvo ante la imagen de un barco con las velas henchidas que avanzaba lentamente hacia la cámara. —¿Es de guerra? –preguntó. —De piratas, creo… —Qué bien. Volvió a coger la mano de Sara y sonrió.
—Dentro de un rato podemos hacer palomitas, si quieres. Apretó la mano entre sus dedos y volvió a sonreír. No parecía disgustado por haberse quedado con ella en la playa mientras los demás se iban a Madrid, a la boda de su hermana, y Sara se alegró de que Juan no hubiera suspendido el viaje, porque la verdad era que no estaba dando guerra. No había creído que pudiera recuperarse tan pronto cuando le vio en la cama, el lunes por la tarde. Tamara y Andrés habían ido juntos a darle la noticia, Alfonso se ha puesto malo, tiene la gripe, Juan dice que no nos podemos ir a Madrid, ¿qué te parece? Una putada, pensó ella, menuda putada, pero no llegó a decirlo, porque los dos parecían tan desolados como si hubieran perdido hasta las fuerzas justas para protestar, y hablaban en un murmullo desesperanzado y tenue, como dos viejos debilitados y muy bajitos.
Alfonso tenía tanta fiebre que sólo con acercarse a su cama, antes incluso de tocarlo, Sara se dio cuenta de que estaba ardiendo. El martes se levantó igual de mal, pero por la tarde la fiebre le subió menos que el día anterior. Los niños, que hacían guardia en el sofá del salón, al acecho de cualquier novedad, cualquier indicio de mejoría, se lo dijeron en cuanto la vieron aparecer por la puerta, pero Juan se apresuró a desilusionarles en voz alta, un tono amable pero firme. No nos podemos ir, les dijo, de verdad, yo lo siento mucho, muchísimo, pero lo mejor es que os hagáis a la idea de que no nos podemos ir. Alfonso está muy mal, y aunque el jueves ya no tenga fiebre, se va a quedar muy flojo, muy débil. En el mejor de los casos, podríamos salir el viernes por la tarde, ir a la boda y volvernos el domingo, y eso sería una paliza tremenda para todos, y sobre todo para él, así que lo mejor… ¿Y por qué no os vais y lo dejáis conmigo? Después de un instante de silencio absoluto, mientras todos la miraban a la vez sin atreverse a decir nada, los niños empezaron a chillar y a aplaudir, y no quisieron darse cuenta de que al mismo tiempo Juan había empezado a negar violentamente con la cabeza.
No puede ser, Sara, Alfonso es muy mal enfermo, se pone muy pesado, pierde el control enseguida…
Ella insistió, le recordó que lo había tenido en su casa diez días cuando Maribel estuvo en el hospital, que entonces todos estaban mucho peor que ahora, que se había portado estupendamente, que ella tenía sitio, y tiempo, y costumbre de cuidar enfermos. Haz lo que quieras, añadió al final, pero sería una tontería que no os fuerais.
No va a pasar nada, y si pasara, siempre puedo llamar a la enfermera esa que te hace de canguro… El miércoles, Alfonso sólo tuvo unas décimas, y se pasó la tarde levantado. El jueves por la mañana, a las ocho en punto, con unas quince horas de retraso sobre el horario previsto, Juan lo dejó en su casa y se marchó a Madrid. A las tres de la tarde, llamó para decir que habían llegado bien y ya estaban comiendo. A las seis, para contarle que estaban mirando una placa donde se leía que aquélla era la calle Concepción Jerónima y que se acordaban mucho de ella. A las nueve, Sara le prohibió que volviera a llamar hasta la mañana siguiente, y entonces fue aún más estricta. Alfonso no tiene fiebre, los dos
estamos muy bien y el timbre del teléfono nos molesta. Yo tengo el número de tu móvil, si pasa algo ya te llamaré, y si no, no se te ocurra volver a llamar hasta el domingo por la mañana, para decirme a qué hora pensáis salir. Le hubiera gustado hablar con Maribel, pero sabía que ella no iba a querer contarle nada delante de los demás. Ella, que se había apresurado a renunciar al viaje para quedarse a cuidar de Alfonso antes de que se le ocurriera a la propia Sara, era la única que no había agradecido su intervención, pero Juan parecía tan empeñado en la suprema insensatez de llevársela a Madrid que no quiso ni detenerse a considerar aquella posibilidad.
O vamos todos o no vamos, dijo, y Maribel ya no se atrevió a insistir. Mientras los barcos se perseguían, y se alcanzaban, y se abordaban, y se hundían en el televisor, y Alfonso preguntaba sin parar qué estaba pasando ahora, para obligarla a diferenciar en voz alta a los buenos de los malos todo el tiempo, Sara pensó en ella, en sus dudas, en sus miedos, en su presentimiento de una catástrofe inminente. Habían pasado dos tardes juntas, en su casa, Sara sacando ropa del armario, ella probándosela para mirarse en el espejo con la expresión de un condenado a muerte que estudia la imagen que ofrecerá en el patíbulo. Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. ¿Y qué voy a decir yo, con quién voy a hablar, qué les voy a contar?
Nada, le contestaba sin volverse a mirarla, mientras rebuscaba entre las perchas, tú te pegas a Juan, no abres la boca, y ya verás lo bien que le caes a todo el mundo, y lo inteligente que todos dicen que eres… ¿Y si me preguntan en qué trabajo? Pues les dices que estás en el paro, o que trabajas de dependienta en una tienda de muebles, o de regalos, cualquier cosa… ¿Y si se fijan en mis manos? Sara ya no encontró una respuesta para eso, pero le regaló un par de guantes negros que encontró en un cajón.
Toma, en Madrid hace mucho frío en invierno, le dijo. Me están pequeños, respondió ella. Bueno, pues te compras otros que te estén bien. Pero me los tendré que quitar para comer. Entonces sacó del armario aquella falda negra de encaje y aquella chaqueta blanca con vivos negros que ya no le cabían, pero que le habían sentado tan bien doce años antes. Mira, esto es lo que te vas a poner… Maribel se había tenido que arreglar la falda, que le estaba ligeramente ancha, y la chaqueta, que le estaba ligeramente estrecha, y comprarse un par de zapatos de tacón alto que le habían costado un dineral, pero cuando volvió a casa de Sara a probárselo todo, le quedaba tan bien como si se lo hubieran hecho a medida. Y sin embargo, ni siquiera en ese momento se puso tan contenta como cuando Alfonso cogió la gripe, y Juan le dijo que no quedaba más remedio que quedarse en casa.
Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. Entendía sus temores, su vergüenza, y esos furiosos arrebatos de dignidad que la empujaban hacia el fondo de su jaula, el único espacio que sabía controlar, el único lugar donde se sentía segura, donde aún podía confiar en sus relativas fuerzas de animal domesticado. Todo aquello le parecía una locura, pero precisamente por eso, porque era una locura, estaba empezando a sospechar la naturaleza de la estructura lógica,
coherente, que había sido capaz de sostenerla, de prolongar en el tiempo una
historia que no tenía futuro, que no podía tenerlo.
Ella tenía ya cincuenta y cuatro años, había aprendido que los que tienen tan
pocas cosas que no saben despedirse de ninguna, tampoco tienen nunca nada
que perder, y había visto muchas cosas raras en su vida. La metamorfosis de
Maribel, que cada día pronunciaba mejor las eses, y se reía de una forma menos
estruendosa, y pasaba más rato callada, y miraba con más atención todo lo que
sucedía a su alrededor, guardándose sus conclusiones para sí, ni siquiera había
sido la más extraña. Por eso, el último día que se vieron a solas, mientras
distinguía una sombra de fuga en sus ojos, y aunque todo aquello era una locura,
y aunque seguía creyendo que su historia no tenía futuro, se atrevió a hablar
claro con ella.
Mira, Maribel, le dijo, yo una vez estuve en una situación parecida a la tuya,
pensé igual que tú, hice lo que tú estás a punto de hacer, y metí la pata. Así que
vete a Madrid, compórtate con naturalidad, olvídate de todo y pásatelo bien. Y
echa el resto en la cama, añadió para sí misma, por la cuenta que te trae, pero
eso no lo dijo, porque suponía que Maribel se sabía esa lección mejor de lo que
ella había llegado a aprenderla nunca.
—¿Vamos a hacer palomitas? –le preguntó Alfonso cuando los buenos acabaron
con los malos, y los anuncios con ambos a la vez.
—Vamos –dijo ella, y cuando ya se habían levantado, sonó el timbre.
—¿Quién será? –preguntó él, entonando esa pregunta con el tono travieso,
musical, que repetía sin variaciones cada vez que alguien llamaba a la puerta.
—No lo sé.
Y era cierto que no lo sabía.
Estaba segura de no haber visto nunca por allí a aquel hombre más alto que bajo,
bastante calvo y bastante gordo, que la estudiaba desde el umbral, cubierto aún
por el mismo anorak rojo que llevaba por la mañana.
—Buenas tardes –dijo, y se quedó callado.
—Buenas tardes –repitió Sara, y entonces se dio cuenta de que Alfonso ya no
estaba con ella, porque escuchó la televisión, el volumen altísimo, una confusa
amalgama de voces y músicas y sintonías entrecortadas sucediéndose
frenéticamente, a toda prisa.
—Me llamo Nicanor Martos, soy agente de la policía nacional –metió la mano en el